Mundo de ficçãoIniciar sessãoUna sola noche bastó para cambiar el destino de Mayte: terminó en la cama del hombre más arrogante y despiadado que había conocido, Martín Montalbán. Obligado a casarse con ella para no perder su herencia, Martín convirtió ese matrimonio en una cárcel de desprecios y humillaciones. Durante tres años, Mayte soportó el rechazo, aferrándose a su hijo como único refugio… hasta que el primer amor de su esposo regresó para reclamar lo que creía suyo. Ese día, Mayte abrió los ojos. Decidida a recuperar su dignidad. Cuando Martín y su amante anunciaron su divorcio y nuevo compromiso, Mayte apareció con una sonrisa serena y una frase que lo destrozó frente a todos: —Felicidades por su nuevo amor, señor CEO. Su esposa se divorcia… y se casa de nuevo. Lo que nadie imaginó fue que su nuevo esposo sería Manuel Montalbán, el medio hermano de Martín y su peor enemigo. Ahora, consumido de celos, Martín hará lo imposible por recuperar a la mujer que antes despreció, mientras Manuel luchará por retener a la única mujer que eligió desde el primer momento. Mayte, atrapada entre la pasión de un hombre decidido y el arrepentimiento del que la rechazó, tendrá que elegir: ¿volver con el hombre que le negó su amor, o quedarse con el hombre que le ofrece la pasión que creyó muerta?
Ler maisMayte estaba de pie frente al juez, con el corazón, latiéndole como un tambor que amenazaba con romper su pecho.
Su vestido blanco se pegaba a su vientre abultado, cada movimiento le provocaba un dolor punzante, un recordatorio de que pronto traería a su hijo a un mundo que parecía en su contra.
A su lado, Martín Montalbán parecía un muro de hielo, distante y cruel.
El murmullo de los presentes era casi insoportable.
“Ella lo obligó a casarse”
“Mayte siempre fue una roba-hombres”
“Arruinó la felicidad de Martín y de Fely”
Cada comentario le atravesaba como un cuchillo. Mayte se obligó a mantenerse en silencio; no podía explicar lo que pasó, no en voz alta.
Nadie comprendería la verdad: cómo todo se torció en una sola noche, cómo el destino se burló de ella y la dejó atrapada entre amor, deseo y juicio.
Recordó con claridad aquella fatídica noche del cumpleaños número setenta de la abuela Montalbán.
La familia Linares había asistido, como siempre, tan cercana a los Montalbán.
Había una fiesta para los jóvenes, risas, música… y luego todo se derrumbó.
Fely, su hermanastra menor, era caprichosa, manipuladora, ya había destruido la relación que tenía con Martín mucho antes, cuando lo engañó con otro chico sin piedad y luego acusó al alcohol de ser el culpable.
Y aunque Mayte lo amaba en silencio, nunca se acercó… hasta que la noche la atrapó.
Una copa de vino le había provocado mareos, un calor extraño que se extendía por su cuerpo como fuego líquido.
Intentó levantarse, irse, pero un empleado la condujo a una habitación apartada.
El miedo se le enredó en la garganta, y entonces lo vio: un hombre, sin camisa, el cuerpo esculpido como un peligro hermoso, en la penumbra de esa noche.
Quiso retroceder, pero cuando la tomó entre sus brazos, sus labios se encontraron, y todo su autocontrol se evaporó.
Se entregó, por primera vez, sin reservas. Su corazón latía desbocado, el miedo y el deseo mezclados en una tormenta que la dejó temblando.
Cuando despertó, el horror la golpeó como un puño.
Martín estaba a su lado, los ojos llenos de furia y confusión.
Peor aún, la abuela los descubrió. El juicio, la condena, todo ocurrió en segundos: Martín debía casarse con ella, pero se negó; fue desheredado, y la familia se dividió en acusaciones, gritos y desprecios.
Los meses siguientes fueron un infierno.
Mayte descubrió que estaba embarazada y soportó el odio de su familia, el desprecio constante de su padre y su madrastra, quienes adoraban a Fely como a la hija dorada.
La encerraban en su habitación, la humillaban, la dejaban sola con su dolor, con el miedo y el cuerpo que crecía bajo su vestido, recordándole que un hijo estaba por nacer en medio de ese caos.
Hasta que la abuela Montalbán la protegió, llevándola consigo y asegurándose de que nadie le hiciera daño.
Y finalmente, Martín fue obligado a desposarla, fue así como ocurrió todo.
***
Ahora, frente al juez, tomó el bolígrafo con manos temblorosas y firmó el acta de matrimonio.
Martín firmó después, la mirada dura, la mandíbula apretada.
El juez los declaró marido y mujer.
Martín debía besar a la novia, pero sus ojos eran hielo. Mayte sintió cómo un dolor agudo le atravesaba el pecho: lo había amado desde niña, desde aquel día en el río, desde aquel instante en que casi perdió su vida para salvarlo.
Y ahora él parecía odiarla.
—¡No puedes casarte! —gritó Fely, entrando repentinamente, su voz temblando de rabia y dolor—. ¡Escuchen todos! Mayte es una roba hombres, al igual que su madre, quien robó a mi padre del lado de mi mamá. ¡Es una mosca muerta, una manipuladora e intrigante! ¿Estás feliz ahora, Mayte? —las lágrimas brotaban de sus ojos, resbalando por sus mejillas como ríos de angustia.
El murmullo de la multitud se extinguió de repente, dejando un silencio pesado que parecía aplastar el aire.
Todos los rostros estaban fijos en la escena, expectantes y burlones.
Mayte no lo dudó, caminó hacia su hermanastra Fely, y la abofeteó con rudeza, la mujer la miró llorando.
Martín estaba a punto de intervenir, pero la voz de Fely resonó fuerte en el salón.
—¿A quién amas, Martín? Diles a todos, ¿Quién es el amor de tu vida? —preguntó Fely, su voz ahora un susurro lleno de desesperación—. Diles a todos, ¿quién es la mujer que realmente amas?
El pánico se apoderó de la multitud; los murmullos se transformaron en susurros nerviosos.
Los ojos de Mayte, llenos de lágrimas, reflejaban una mezcla de dolor y confusión.
Y entonces, en un acto inesperado, esa mujer tomó un cuchillo de su cartera, el acero brillando bajo la luz como una amenaza palpable.
—¡Fely, no! —gritó Martín, su corazón latiendo con fuerza en su pecho
—¿A qué mujer amas, Martín?
—A ti, Fely, solo te amo a ti —respondió él, su voz firme entre la promesa y la traición.
Fely sonrió, pero su alegría fue efímera.
Mayte dio un paso atrás, sintiendo un dolor agudo en su corazón, un dolor que la desbordaba y la consumía.
No se dio cuenta de que, en su estado de shock, había tropezado y cayó de espaldas, aterrizando en el suelo con un golpe sordo.
Un grito desgarrador escapó de sus labios, un sonido que resonó en el aire y llenó de alarma a todos los presentes.
La abuela y otros corrieron hacia ella, el caos se desató.
—¡Ha roto fuente! —exclamó alguien, la urgencia en su voz era inconfundible—. ¡El bebé va a nacer!
Martín la miró con temor, su instinto lo empujaba a correr hacia ella, a protegerla, pero entonces, Fely, en un acto desesperado, se cortó con el cuchillo en la muñeca.
No iba a permitir que Martín se acercara a Mayte, no iba a dejar que se llevara su amor.
—¡Ayúdame, Martín! ¡Me duele mucho! —su voz era un lamento, un grito desgarrador que atravesó el corazón de Martín.
Él dudó, atrapado entre dos mundos: la madre de su hijo y su hijo, o la mujer a quien había jurado amar desde niño.
La decisión lo consumía, lo desgarraba por dentro.
—Lleven a Mayte a un hospital, Fely no soporta el dolor —finalmente ordenó.
Martín cargó a Fely en sus brazos, corriendo con ella hacia la salida, dejando atrás a Mayte, quien alzó las manos en un gesto de impotencia.
—¡Martín, espera! —pero él no respondió.
Ese hombre, el que había sido su amor, la había dejado allí, desamparada y herida, sin importar nada, ni siquiera su propio hijo.
—¡Quinientos mil dólares! —exclamó Bernardo, con voz firme, rompiendo el silencio expectante del salón.Un murmullo recorrió el lugar como un eco de asombro.Las miradas se posaron sobre él, y también sobre Maryam, que abrió los ojos con incredulidad.Su respiración se agitó por un instante; no esperaba que Bernardo, tan reservado y prudente, hiciera semejante oferta por ella.Pero entonces, otra voz se alzó, más grave, más potente, y estremeció a todos los presentes.—¡Un millón de dólares! —rugió Hernando, levantando la paleta sin dudarlo.El silencio fue inmediato. Incluso el tintinear de las copas se detuvo.Maryam giró la cabeza hacia él, con el rostro helado. Su mirada lo buscó entre la multitud, encontrando al hombre que una vez había amado, ahora convertido en una sombra poseída por los celos.Nunca imaginó que sería capaz de ofrecer tanto dinero, ni por ella ni por nadie.Pero en sus ojos, no había ternura, solo una mezcla de rabia y deseo de dominio.Bernardo lo observó con
—¡¿Tu novia?! —la voz de Hernando retumbó en el salón, grave, colérica, imposible de ignorar.Un silencio incómodo se extendió entre los asistentes.Las copas dejaron de tintinear, las conversaciones se ahogaron en murmullos apenas contenidos. El aire se volvió denso, casi irrespirable.—¡Qué vergüenza, Maryam! —dijo Claudia, su rostro transformado por la furia—. Eres una mujer casada, aún no te has divorciado… y ya te presentas con otro hombre del brazo.Sus palabras fueron cuchillos que rebotaron en las paredes doradas del salón de gala.Maryam no tembló.Alzó el mentón con dignidad, sus ojos brillando con una mezcla de tristeza y fuego.—¿No estoy divorciada? —replicó con una serenidad que dolía más que cualquier grito—. Lo sabes perfectamente. Entonces dime, Claudia… ¿Qué haces del brazo de un hombre casado?Claudia de la Garza se quedó inmóvil, helada, su sonrisa fingida desmoronándose al instante.El público murmuró de nuevo, ansioso, embriagado por el escándalo.Maryam dio un
—Sabes qué… déjame en la siguiente dirección —dijo Maryam con la voz cansada, mirando por la ventana del auto.Bernardo la observó de reojo, pero no insistió.Detuvo el coche frente a un edificio discreto, elegante, pero algo solitario.Maryam bajó con su maleta, el corazón golpeándole el pecho.Caminaba sin rumbo fijo, pero el aire de la noche le devolvía cierta paz.Aquel departamento de soltera había sido un regalo de su abuela, un refugio de juventud al que juró no volver jamás.Sin embargo, allí estaba, buscando amparo, en el único lugar que aún olía a libertad.Subió las escaleras lentamente.Cada paso se sentía como un reproche, una confirmación de que su matrimonio se derrumbaba. Cuando abrió la puerta, el silencio la recibió como un eco de su propia soledad.Encendió las luces. Todo seguía igual: los muebles cubiertos, un ramo seco en un florero olvidado, y el mismo cuadro torcido en la pared.Sobre la mesa había un mensaje en su móvil. Lo leyó y sintió un escalofrío. Era de
Maryam salió de ese spa con pasos rápidos, sin mirar atrás.Llevaba su maleta a medio cerrar, y las lágrimas aún le humedecían las mejillas. El viento de la tarde le golpeaba el rostro, pero ella apenas lo sentía.Caminaba sin rumbo, con el corazón latiendo tan fuerte que apenas podía respirar. Sentía rabia, impotencia, decepción.“¿Cómo es posible que Hernando siga tratándome así? ¿Después de todo lo que he soportado, todavía tiene el valor de hacerme sentir culpable?”, pensó mientras avanzaba por la calle solitaria.Su mente era un torbellino.El recuerdo de ella junto a él en esa habitación, ella totalmente desnuda, esas imágenes aún golpeaban su mente.Maryam ahora lo sabía, todo era cierto, todos los rumores, él amaba a esa mujer, tal como lo dijo cuando la dejó delante de todos. Tal como la hizo sufrir, y ella lo odiaba por eso.—Entonces es cierto… —susurró con amargura—. Siempre fue ella. Yo solo fui un error en su historia.El sol comenzaba a caer, tiñendo el cielo de un tono
La puerta se abrió de golpe, y el sonido fue tan fuerte que hizo eco por todo el spa.Maryam lanzó un grito ahogado, cubriéndose con la toalla mientras el corazón le golpeaba el pecho.En el umbral, de pie y con el rostro bañado en lágrimas, estaba Claudia de la Garza.Sus ojos, enrojecidos por el llanto, se clavaron en la pareja con una mezcla de rabia y desesperación.Levantó una mano temblorosa, señalando directamente a Maryam.—¡Tú! —gritó con voz quebrada.El beso se rompió al instante.Hernando dio un paso atrás, sorprendido.Maryam, aun temblando, corrió a cubrirse con una bata blanca. El silencio que siguió fue tan denso que dolía.—¿Qué haces aquí? —preguntó Hernando con voz seca, mientras Claudia avanzaba hacia ellos.Ella lo ignoró. Su atención estaba fija en Maryam, su enemigo invisible desde hacía años.—Así que ahora que Hernando quiere dejarte —escupió con veneno— usas la carta del sexo para retenerlo. Pero él ni siquiera te desea. ¡Eres sucia! Igual que tu madre.El son
—¡Hernando! —la voz de Ilse sonó firme, pero su corazón latía con un miedo que no supo disimular.El hombre la miró con una calma engañosa. Su expresión era severa, fría, como si las emociones se le hubieran secado en el alma.—No puedes tocarla —dijo, con esa voz grave que siempre hacía temblar el aire a su alrededor.La anciana frente a ellos, de rostro endurecido por los años, dio un paso atrás. Por un instante, vio en él el reflejo de otro tiempo… el mismo fuego en los ojos que alguna vez tuvo Manuel Montalbán, su hijo.Apretó los labios, sintiéndose derrotada.Claudia se acercó un paso.—Hernando… —susurró, pero él no la dejó continuar.—Deben irse. Por favor, Claudia —pidió con un tono que, aunque educado, no admitía réplica.Claudia bajó la cabeza, con el corazón roto. Tomó del brazo a Ilse y se la llevó fuera del salón. Cuando cruzaron la puerta, Ilse habló con furia contenida:—Claudia, ¿vas a dejar que esa zorra te gane otra vez?—No, Ilse —respondió con una sonrisa calculad
Último capítulo