Donde el Pasado Respira.

El ascensor se detuvo en el piso cuarenta y dos.

La puerta se abrió con un sonido tan suave que dolía. El aire olía a madera pulida, a perfume caro, y a recuerdos que no pedí volver a oler.

Cada paso que di resonó en el mármol blanco como un latido fuera de lugar.

No debía temblar. No aquí. No después de todo lo que había sobrevivido.

Y sin embargo, cada paso me recordaba que estaba regresando al epicentro de mi ruina.

La torre Vance. Mi reino caído. El lugar donde lo perdí todo.

Caminé erguida, el bolso bajo el brazo, fingiendo seguridad. Por dentro, era una fractura caminando.

El sonido de mi respiración se mezclaba con el zumbido del aire acondicionado. Y entonces lo vi.

Caelan Vance.

De pie frente a la mesa: impecable, impasible.

Exactamente igual, pero exactamente diferente.

Su porte seguía siendo el mismo, pero sus ojos… sus ojos no tenían la misma luz.

Había en ellos un cansancio nuevo, una especie de guerra silenciosa que ni el traje caro podía ocultar.

El hombre que me enseñó a amar con los ojos cerrados y me obligó a huir con el corazón hecho trizas.

El mundo se encogió a su figura.

Quise odiarlo. Quise gritarle todo lo que no dije en su momento.

Pero lo único que pude hacer fue respirar.

Porque al mirarlo, no vi culpa. No vi sombra de reconocimiento. Solo un vacío helado y un temblor, mínimo, en sus dedos cuando ajustó el reloj de su muñeca.

—Buenos días —dije, disfrazando mi voz con profesionalismo—. Elara Quinn, CEO de Quinn Design Studio. Traigo los planos para la colaboración.

Él me dedicó una sonrisa amable, cortés. Vacía. Pero duró demasiado, como si no supiera cuándo soltarla.

—Encantado de conocerte.

Mi pecho se apretó.

“Encantado de conocerte.”

Como si no hubiéramos compartido un hogar, una vida, un amor que me dejó cicatrices.

Como si nunca hubiera pronunciado mi nombre con ternura ni con furia.

Tragué saliva y extendí los planos, evitando mirarlo demasiado.

El silencio entre nosotros era un arma. Cada segundo con él era caminar sobre un campo minado.

—Estos son los diseños preliminares —dije—. Incluyen materiales, presupuestos y cronogramas.

Él asintió, hojeando sin mirar, y aun así, yo podía sentirlo: cada movimiento suyo era una sombra que mi cuerpo conocía de memoria.

Su mirada se detenía en los planos, pero su mente estaba lejos.

Como si luchara contra algo que no entendía.

La reunión fue un ruido lejano.

Mi voz, automática. Mis gestos, ensayados. Pero por dentro, cada palabra suya era un cuchillo que me atravesaba lentamente.

Cuando terminó, los demás comenzaron a marcharse.

Yo recogí mis carpetas con dedos que no dejaban de temblar.

Entonces escuché su voz.

—Señora Quinn.

Mi nombre en sus labios otra vez, como una maldición.

Me giré, mordiendo el interior de mis mejillas.

Caelan se acercó un paso, frunciendo el ceño. No era confusión lo que vi en su rostro, era desconcierto.

Como si algo en mi voz, o en mi sombra, le doliera sin saber por qué.

—Disculpe… ¿nos hemos visto antes?

Mi corazón se rompió con la crueldad de esa pregunta.

Pero en su voz había una grieta, apenas audible. Como si la pregunta no fuera una cortesía, sino una súplica que ni él entendía.

—No lo creo —mentí, sosteniendo su mirada.

Él me observó más de lo necesario.

En su respiración hubo una pausa, una grieta imperceptible.

—Debo admitir que siento como si… —Negó con una sonrisa forzada, mirando al suelo—. No importa. Fue un placer conocerla.

Asentí.

El placer fue mío. Y el dolor también.

Cuando el ascensor se cerró, creí poder respirar otra vez.

Pero antes de que las puertas se unieran, su nuevo asistente apareció.

—Señora Quinn, el señor Vance quisiera invitarla a almorzar. Hoy. En el piso cuarenta y tres.

El mundo pareció detenerse.

Podía decir que no, podía fingir que tenía cosas por hacer, podía huir. Pero no lo hice.

—Dígale que sí —susurré.

El restaurante del piso cuarenta y tres era puro cristal y aire caro.

Desde ahí, Ravenshire se veía como una maqueta: fría, perfecta, lejana.

Él estaba sentado junto a la ventana, el saco oscuro, la mirada serena.

Pero sus manos jugaban con el borde de la copa, un gesto nervioso que jamás le conocí.

—Gracias por venir —dijo—. No suelo hacer esto, pero me pareció apropiado conocernos mejor, dada la magnitud del proyecto.

—Por supuesto —respondí, intentando mantener la voz firme—. Cortesía profesional.

Mentira.

Nada de esto era profesional. Era una tortura servida en copas de vino.

Pedimos lo mismo, sin hablar: pasta con salsa blanca.

Él sonrió, apenas.

—Curioso. Es mi plato favorito.

Mi garganta se cerró.

—Lo sé.

Las palabras se escaparon antes de poder detenerlas.

Él levantó la mirada, con una sombra en los ojos.

—¿Lo sabe?

—Digo, es una elección común —improvisé, sonriendo con rigidez.

Pero su mirada se quedó ahí, sosteniendo la mía, como si buscara una puerta que ya no existía.

—Tiene una manera de hablar… peculiar —dijo, casi en un susurro—. Como si me conociera.

Me forcé a respirar.

—Tal vez me confunde con alguien más. El mundo empresarial es pequeño.

Él asintió, pero su mandíbula se tensó. No parecía convencido.

El resto del almuerzo fue un equilibrio imposible entre recuerdos que me quemaban y sonrisas medidas.

Hasta que preguntó:

—¿Por qué me miraba así durante la reunión?

Mi corazón se detuvo.

—¿Así cómo?

—Como si supiera algo que yo no.

La copa tembló entre mis dedos.

—Debe haber sido una impresión suya.

Él sonrió, leve, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

—Tal vez.

Cuando volvimos, el universo decidió recordarme que todavía podía doler más.

—Lina, pensé que estabas con el consejo.

Una figura se acercó: alta, perfecta, envuelta en un perfume que olía a advertencia. Cabello oscuro, labios rojos, sonrisa de revista.

Lina.

La nueva pieza de su rompecabezas, la nueva mujer que ahora ocupaba mi lugar.

—Caelan —dijo ella, con voz dulce y cortante—. Te estuve buscando.

Él pareció aliviado, pero solo por un segundo. Después, la rigidez volvió a su rostro.

—La reunión terminó antes —dijo, evitando mirarme.

—Ya veo —contestó ella, sin apartar la mirada de mí—. Veo que aprovechaste bien el tiempo.

Su sonrisa era una amenaza envuelta en terciopelo.

—Lina, te presento a la señora Quinn —dijo él—. CEO de Quinn Design Studio.

—Ah, claro. —Ella me tendió la mano con una elegancia que olía a veneno—. He oído hablar de usted.

—Vivimos en un mundo pequeño —respondí, sosteniendo su mirada.

Y en ese cruce silencioso de mujeres que compartieron el mismo fantasma, supe que la guerra acababa de comenzar.

Lina se giró hacia él, acariciando su brazo con naturalidad.

—Vamos, Caelan. El chofer espera.

—Pero... —dudó por un segundo, intercambiando miradas entre Lina y yo, como si algo en su cabeza no terminara de comprender del todo en dónde se encontraba—. No tenemos nada que hacer, terminamos las reuniones, yo todavía tengo que trabajar en un par de cosas, y ni siquiera son las dos de la tarde.

—Dije —recalcó Lina, observándome casi con desprecio—. Que nos vamos.

Maldita sea, era como ver a Vivienne Vance en acción, solo que con el cabello oscuro en lugar de rubio.

Él asintió, todavía con duda, pero antes de marcharse me miró una vez más, y en sus ojos, por una fracción de segundo, vi algo romperse.

—Espero que podamos hablar pronto, señora Quinn.

—Cuando sea necesario, señor Vance.

Lina lo tomó del brazo, y se alejaron entre risas suaves que me desgarraron el alma.

Me quedé allí, frente al cristal, con el reflejo de una mujer que había jurado no volver a temblar.

Pero lo hacía.

Porque aunque él dijera no recordarme, sus ojos sí lo hacían.

Los recuerdos no siempre viven en la mente; a veces, se quedan atrapados en la mirada.

Y a veces, los fantasmas no vienen del pasado. A veces, te invitan a almorzar.

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