Mundo de ficçãoIniciar sessãoA los 19 años, Isabella no esperaba mucho de la vida. Con los sueños guardados en el bolsillo y una valentía recién descubierta, acepta un trabajo como niñera en una mansión que parece más un castillo sin alma. Su misión: cuidar de Aurora, una niña de cinco años, silenciosa, brillante… y profundamente sola. El padre de la niña, Lorenzo Vellardi, es todo lo que Isabella debería evitar: un magnate multimillonario, viudo, frío como el mármol de la casa en la que vive, e inaccesible como el cielo en los días nublados. Desde el accidente de coche que mató a su esposa, Lorenzo se esconde detrás de contratos, relojes caros y paredes heladas, seguro de que merece pagar, solo, por un error que lo consume. Pero la llegada de Isabella pone su rutina patas arriba. Ella sonríe cuando debería mantener la boca cerrada. Es audaz cuando todos guardan silencio. Ríe a carcajadas, incluso en los días grises. Y lo peor, o lo mejor, es que empieza a hacer sonreír a Aurora otra vez. Y eso, Lorenzo no puede ignorarlo. Entre tardes en el jardín, cenas silenciadas por miradas largas y encuentros inesperados en los pasillos de la casa, la joven niñera empieza a desatar, con dulzura y valentía, cada nudo del hombre que juró no volver a amar. Pero Lorenzo aún conlleva el peso de un pasado que sangra. E Isabella, con un corazón nuevo y lleno de esperanza, puede ser el huracán que él jamás se permitió vivir. Entre promesas no dichas, caricias contenidas y la inocencia de una niña que solo quiere ver feliz a su padre, esta historia habla de dos mundos que se chocan, y de un amor que quizá sea la única salvación. Porque a veces, quien menos esperamos… es quien más poder tiene para curarnos.
Ler maisLorenzo VelardiEl agua caía por mi espalda con la fuerza de una catarata, como si quisiera arrancar de la piel el resto de fiebre que aún palpitaba bajo los músculos. Endurecía, resbalaba, se enfriaba... pero no se llevaba nada. El deseo seguía en mí, pegado a la carne, atrapado en la memoria de mi propio gemido. Isabella… maldita Isabella.Cerré los ojos, intentando concentrarme en el sonido del agua. Pero bastaba con la cortina de vapor para que todo se proyectara ante mí con una nitidez cruel: aquel suspiro que escapó de mis labios, el primero desde que aprendí, a duras penas, a cerrar todas las puertas al placer. Quise creer que era solo una descarga fisiológica, un alivio rápido.Mentira.Fue una desesperación lenta, ardiente y con un rostro: el suyo, con esos ojos enormes que me acusan sin decir palabra.Cuando por fin giré la llave y el silencio devoró el box, me di cuenta de cuánto aún temblaba. No de frío, sino de resistencia. Envolví la toalla a la cintura y miré el espejo
Isabella FernandesEntré en la habitación como quien invade su propio límite. Como si el aire hubiera cambiado de densidad, volviéndose pesado, espeso, casi irrespirable. Cerré la puerta detrás de mí con un movimiento rápido y tembloroso, porque sabía que necesitaba privacidad, no para protegerme de alguien. Pero para tratar de protegerme... de mí misma.Mis manos aún temblaban. El corazón, descompasado, latía con violencia dentro del pecho, como si estuviera tratando de escapar. Mi cuerpo, desesperado, no soportara más contener todo lo que sentía.No había paz en mí. Sólo llamas. Demasiado deseo, demasiado recuerdo, demasiado Lorenzo. La escena se repetía ante mis ojos con un realismo cruel: su cuerpo, desnudo, cubierto de vapor y tensión, los músculos contraídos, el placer estampado en el rostro contenido. Y la mano... esa maldita e hipnotizante mano deslizándose por el propio sexo con una precisión firme, erótica, inevitable. La forma en que se masturbaba y cómo gemía mi nombre. M
Isabella FernandesLa mansión aún parecía dormida, como si estuviera atrapada en un trance silencioso después del huracán del día anterior. El aire estaba denso, cargado de recuerdos que aún vibraban bajo mi piel. No conseguía olvidar la forma en que Lorenzo me defendió, cómo su voz cortó el aire en defensa de mi honra, feroz y protectora. Aquello me removió por dentro de una manera que no sabía explicar. Ni quería. Solo sabía sentir.Necesitaba encontrar una forma de mostrarle mi gratitud. No con palabras vacías, sino con un gesto silencioso, a la altura de la intensidad que nos envolvía. Entonces, cuando vi a Marta preparando la bandeja del desayuno, algo dentro de mí se encendió.—Déjame que yo la lleve —dije, con la voz más baja de lo que pretendía.Ella me miró, sorprendida. Tal vez había notado la inquietud en mis ojos, pero no dijo nada. Solo asintió y me entregó la bandeja con una mirada cargada de cautela.Subí con la bandeja del desayuno, tratando de convencerme de que era s
Lorenzo VelardiEl suave clic de la puerta cerrándose detrás de Isabella y Aurora podría haber pasado desapercibido para cualquiera. Pero no para mí. Para mí, sonó como un estruendo ahogado, como una sentencia final. Me quedé, inmóvil, como si el simple roce de la madera contra el marco tuviera el poder de paralizarme por completo. El silencio que siguió fue ensordecedor, cargado de todo lo que yo quería ignorar.Mis manos estaban sobre el escritorio, rígidas. En la palma aún quedaba el calor del abrazo de mi hija. Y el aire… el aire todavía tenía ese olor dulce de infancia, mezclado con el perfume leve, indefinible, de Isabella.Alguna fragancia floral, suave, que se quedaba adherida a los rincones de la sala como un recuerdo que se niega a marcharse.Ella estuvo aquí. Y eso era un problema. Solté un suspiro pesado y me recosté en la butaca de cuero. El tapizado crujió bajo mi peso, pero era dentro de mí donde el peso era mayor. Una presión constante en el pecho. Como si algo estuvi
Isabella FernandesBoston parecía más imponente vista desde las amplias avenidas que llevaban hasta la Holding Vellardi & Renzi. Los edificios altos, de cristal, cortaban el cielo en líneas rectas, como si quisieran demostrar algo al mundo, como si necesitara reafirmar su poder.Estacioné el coche con cautela en el aparcamiento de visitantes. Antes incluso de apagar el motor, sentí la mano pequeña de Aurora tocarme el hombro.— Isa… —susurró, abrazando el pingüino de peluche contra el pecho—. ¿Él va a ponerse feliz, verdad?Sonreí con ternura y acaricié su mejilla con el dorso de los dedos. — Claro que sí, mi amor. Él te ama.Ella sonrió y saltó del coche con la ligereza de las niñas que desconocen el peso de lo que no se dice. Corrió por el estacionamiento con el pingüino en la mano, girando sobre sí misma, el vestidito azul girando como una flor al viento.Caminar junto a ella por los pasillos acristalados de la empresa fue como entrar en otro universo: un mundo donde las corbatas
El cielo de Boston estaba increíblemente azul aquella tarde. Un azul tan claro y sereno que hacía que el alma se sintiera más ligera, como si el mundo hubiera sido lavado durante la madrugada y ahora despertara limpio, sonriente. El viento traía el aroma fresco de las flores recién regadas, y el jardín de la mansión aún relucía bajo el toque suave de la mañana. Aurora corría entre los canteros, el cabello suelto volando como seda dorada al viento, el vestidito rosa danzando alrededor de sus rodillas finas.—¡Más rápido, Isa! ¡Maaás ráaápido! —gritaba, con los bracitos abiertos como si fuera a volar.—¡Calma, princesa! ¡Los flamencos no van a escapar!Soltó una risa tan dulce, tan alta, que el sonido parecía capaz de espantar cualquier tristeza. Y entonces tropezó —como siempre hacía cuando se entusiasmaba demasiado— y cayó directamente en mis brazos, que ya estaban listos para sostenerla.—¡Soy demasiado rápida! —dijo con orgullo, acurrucándose en mi regazo.—Eres un cohete disfrazado





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