Instintos.

El día comenzó como tantos otros, con la falsa ilusión de normalidad. Noah parecía tranquilo mientras desayunaba, aunque yo ya sabía que esa tranquilidad era solo la calma antes de la tormenta.

Sus ojos, aún brillantes, estaban cargados de una tensión silenciosa que no se dejaba ver a simple vista, pero que yo percibía en cada pequeño movimiento: cómo revisaba su mochila tres veces, cómo sus manos se aferraban al borde de la mesa, cómo su respiración se aceleraba por segundos antes de calmarse.

Lo llevé a la escuela pensando que, quizá, las cosas podrían transcurrir sin sobresaltos.

Pero apenas cruzamos la puerta del aula, Noah se detuvo, su mirada fija en un punto que solo él parecía ver.

La maestra se acercó con amabilidad, pero antes de que pudiera decirle algo, Noah dio media vuelta y se dirigió al baño.

—No quiero quedarme —susurró, apretando los labios—. No puedo.

Intenté alcanzarlo, tocar su hombro, hablarle suavemente, pero sus manos se cerraron en puños y se metió en el baño,
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