Mundo ficciónIniciar sesiónLas miradas de los ejecutivos me seguían, cargadas de admiración, y respeto. Nadie sospechaba que bajo esa fachada impecable, mi corazón estaba hecho pedazos.
La brisa húmeda de Ravenshire me golpeó el rostro cuando salí del edificio. Por un instante creí poder respirar. Pero cada paso hacia el taxi era una tortura. Lo había visto.
Vivo. De pie frente a mí, y no me reconocía.
En mi oficina, cerré la puerta con tanta fuerza que el eco retumbó como un trueno. Todo estaba perfecto. Demasiado perfecto. Los tonos cálidos del atardecer se filtraban por las persianas, tiñendo las paredes de naranja. Ese color que Caelan amaba. El que yo había aprendido a odiar.
El naranja era el color de los días en que me obligaban a sonreír. El color de las cortinas de la mansión Vance, cuando su madre me observaba desde el sofá, con una copa en la mano y una sonrisa de desprecio.
—Recuerda, Elara, una Vance no se queja. Si no puedes con nuestra forma de vida, no mereces estar aquí.
Cada palabra suya era un alfiler en la piel. Recordé también al hermano de Caelan, tan parecido a él, pero con los ojos fríos como el hielo, observándome mientras Caelan no estaba.
—No te ilusiones —me había dicho una vez, con una media sonrisa—. En esta casa solo eres un fantasma más.
El muerto era él, no yo, y aún así me resultó casi gracioso.
Yo callaba, siempre callaba. Porque amaba a Caelan. Era mi refugio, o al menos eso quería creer.
Me apoyé en el escritorio, respirando con dificultad. Las imágenes de Caelan me ardían en la mente: su voz grave, su porte impecable, y ahora, esa indiferencia que borraba los años que habíamos compartido.
Un adorno de cristal sobre la repisa, una miniatura de un rascacielos me devolvía mi reflejo distorsionado. Lo tomé y lo lancé contra la pared. El estallido del cristal fue liberador. Por un instante, el ruido tapó todos los recuerdos.
—Maldito seas… —susurré, con la voz rota—. ¿Cómo puedes estar aquí y no recordar todo lo que me hiciste?
La voz de su madre irrumpió en mi mente, la tarde en que Caelan y yo discutimos por última vez antes del accidente.
—Te advertí que no era suficiente para ti —ella le había gritado—. Mírala, arrastrándose entre tus proyectos como una empleada más. ¡Despierta, Caelan!
Y él, con los puños cerrados, me había defendido… hasta que dejó de hacerlo. Hasta que la familia Vance lo quebró también.
Respiré hondo.
Encendí la computadora solo para tener algo que mirar, algo que fingiera normalidad, y marqué el único número que sabía que no me traicionaría.
—Dorian Maxwell —su voz grave sonó al segundo tono.
—Necesito que me cuentes todo sobre Caelan desde el accidente —dije, intentando sonar firme, pero mi voz tembló—. Acaba de aparecerse como si nada.
Hubo un silencio largo, demasiado largo.
—Sabía que este día llegaría —dijo Dorian, con pesar—. Pero no sé si estás lista para oírlo todo.
—No me trates como a una niña, Dorian —susurré—. No lo soy.
—Después del accidente —comenzó él—, Caelan perdió más que la memoria. Su mente reescribió su vida. Días enteros desaparecieron. Nombres, rostros, incluso el tuyo.
Mi garganta se cerró.
—¿Qué dice cuando me recuerda?
—Nada coherente. Solo repite tu nombre, una y otra vez, como si intentara atrapar una sombra. Luego se irrita, se encierra. No logra procesarlo.
Mis dedos se clavaron en el borde del escritorio.
—¿Y qué hizo su familia?
—Lo que siempre hacen los Vance —respondió con amargura—. Controlarlo todo. Desde el primer momento se aseguraron de borrarte. Fotografías, mensajes, registros legales, todo. Te eliminaron de su historia.
El golpe fue seco, invisible, pero lo sentí en el pecho. Ellos me habían borrado de su mundo, y del suyo.
—Entonces —murmuré—, él no recuerda nada de mí.
—Exacto —confirmó Dorian—. Ten cuidado, la memoria es algo delicado en estas situaciones, una mala reacción y podemos librear recuerdos que ni siquiera él podrá comprender.
El silencio entre nosotros pesó más que cualquier palabra.
—Gracias, Dorian —mi voz se quebró apenas.
—Muévete con cuidado, Elara. Caelan no es el mismo, y tú tampoco.
Colgué y apoyé la frente sobre el escritorio. Años de historia pesaban sobre mis hombros como cadenas oxidadas.
Al día siguiente, el ascensor se abrió en el piso cuarenta y dos: Mármol, cristal, poder, y él.
Caelan Vance.
Perfecto. Distante. Vacío de mí.
—Buenos días —dije, con la voz más firme que pude reunir—. Traigo los planos preliminares de Quinn Design Studio.
—Perfecto —respondió él, neutro.
Pero hubo un destello. Una chispa diminuta que cruzó sus ojos y se perdió.
La reunión avanzó, fría y ordenada. Pero cada vez que Caelan hablaba, con cada gesto suyo, con cada movimiento de sus manos, el aire vibraba con ecos de un pasado que solo yo recordaba.
El sonido de su voz me devolvió a aquellas noches en que me leía contratos de proyectos que haríamos juntos, mientras yo, medio dormida, jugaba con su corbata. Afuera, la lluvia golpeaba la terraza y él prometía protegerme de todo, de todos.
Pero las promesas se rompen igual que los cristales.
A la mañana siguiente, su madre había irrumpido en la sala con una copa en la mano y esa sonrisa venenosa. Tomó mis bocetos y los rompió frente a mí.
—Esto no tiene valor. Una Vance no trabaja, se exhibe. Aprende eso, Elara.
La familia entera me observaba desde el comedor. Sus hermanas, perfectas, con collares de perlas y risas ensayadas. El hermano mayor, con la mirada fría, evaluándome como si yo fuera un experimento fallido.
Habían dicho que no encajaba en los clubes sociales, que no sabía mantener una conversación digna del apellido. Que trabajar era vulgar para una Vance, pero no trabajar me convertía en una mantenida. No importaba lo que hiciera: siempre estaba equivocada.
Y Caelan… Caelan era el único refugio que me quedaba entre ellos. Hasta que dejó de serlo.
Me giré para ajustar el proyector, intentando ignorar el temblor de mis manos, y tropecé. Antes de caer, sus manos rodearon mi cintura.
El contacto fue un golpe de electricidad.
—Cuidado —dijo, con tono firme pero no frío.
Apoyada en él, el mundo me tembló bajo los pies. Sus ojos buscaron algo en los míos, algo que no encontraba.
—Gracias —susurré, apenas respirando.
—No es nada —replicó.
Pero sí lo era, lo era todo.
Al final de la reunión, mientras los ejecutivos recogían documentos, Caelan se quedó junto al ventanal, observando el horizonte teñido de naranja. Ese color otra vez.
El color que dominaba los detalles de su oficina, el color que él amaba. A veces todavía me cuesta creer que haya terminado odiando un simple tono. La ironía era cruel: también era el color favorito de mi hijo.
Sus ojos me encontraron. No había reconocimiento pleno, pero sí desconcierto. Una grieta diminuta en su memoria.
Su asistente se acercó justo cuando me disponía a irme.
—Señora Quinn, el señor Vance desea hablar con usted en privado.
Asentí, tragando el temblor que me subía por la garganta, y las lágrimas que amenazaban con salir en cualquier momento.
—Revisé los planos —dijo él, sin apartar la vista de mí—. Todo está en orden, pero hay detalles que me resultan extrañamente familiares.
Claro que lo eran.
Tenían fragmentos de proyectos viejos, ideas que habíamos creado juntos, noches de café y bocetos manchados de tinta. Yo no desperdiciaba buenas ideas, especialmente si eran mías.
—Cada detalle fue revisado para adaptarse al espacio —respondí, midiendo cada palabra—. Todo está calculado para los colaboradores, señor Vance.
Su mirada se clavó en mí, insistente, como si buscara un recuerdo que le dolía alcanzar.
Y entonces la escuché, la voz helada de su madre, retumbando en mi memoria como una maldición:
—El apellido Vance se lleva con orgullo o se destruye. Y tú, querida, empezaste a destruirlo el día en que mi hijo te eligió a ti.
El eco de esas palabras me heló la sangre. Habían querido arrancarme de su mundo, y lo habían logrado.
Salí de la sala con el corazón latiendo a mil por hora. El mundo seguía igual, pero yo no.
Porque aunque él dijera no recordarme, lo vi, ese destello mínimo en sus ojos me atravesó como un relámpago.
La historia entre nosotros no había terminado.
Y mientras el ascensor descendía, solo una idea me sostenía: Noah no puede ver que mamá está rota. Nunca.
Pero las lágrimas comenzaron a caer cuando subí al taxi.







