Recuerdos Borrosos

El sonido del reloj parecía amplificar cada segundo que pasaba en mi oficina. Noah estaba sentado en su pequeño escritorio, concentrado en dibujar planos improvisados con sus lápices de colores, mientras yo revisaba los últimos correos del proyecto Ravenshire.

La luz del sol atravesaba los ventanales, tiñendo todo de un resplandor cálido, casi anaranjado. El color que él amaba.

Por unos instantes, parecía que todo estaba bajo control, hasta que el clic de la puerta me devolvió a la realidad.

—Ahora no, Sarah —dije sin levantar la vista, suponiendo que era una arquitecta nueva que me había perseguido durante toda la mañana—. Si nadie está muriendo, puede esperar.

El silencio que siguió fue distinto, pesado.

Levanté la mirada, y lo vi: Caelan.

De pie frente a mí, sin aviso, sin razón aparente, como si el destino hubiera decidido burlarse una vez más.

Su postura seguía siendo imponente, su traje perfectamente medido, su mirada firme, pero había algo roto en sus ojos. Algo que me buscaba sin saber por qué.

Me quedé inmóvil, ni siquiera podía respirar.

—¿Puedo ayudarte con algo? —pregunté al fin, obligando mi voz a sonar firme. Cada palabra era un escudo.

—No… lo siento —murmuró, sorprendido incluso de estar allí—. Algo me hizo venir.

Mi corazón se detuvo. Noah levantó la cabeza de su dibujo, curioso, con esos mismos ojos grises que una vez me miraron con amor.

—Todo está bien, mi amor —le sonreí con esfuerzo—. Sigue dibujando, ¿sí?

Caelan avanzó lentamente por la oficina, observando cada detalle como si buscara un recuerdo perdido entre los muebles. Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, yo sentía que un fragmento del pasado se encendía, apenas por un segundo, antes de desvanecerse.

Noah, ajeno a todo, se levantó y corrió hacia un modelo de uno de nuestros proyectos. Luego salió disparado hacia Caelan antes de que yo pudiera hacer algo al respecto.

—Mira —dijo, mostrándole su dibujo.

Caelan se inclinó. Sus dedos rozaron el papel, y algo cambió. Sus pupilas se dilataron, su respiración se entrecortó.

Era como si en la sonrisa de mi hijo hubiera reconocido un eco, una chispa que lo golpeó sin aviso.

—¿Quién…? —murmuró, apenas un hilo de voz—. ¿De dónde…?

Su mirada se clavó en Noah, luego en mí.

Y por un segundo, todo desapareció: la oficina, los planos, el ruido del reloj. Solo quedábamos los tres. Una familia que él no recordaba haber tenido.

El aire se volvió insoportable.

—Disculpa —dije, recuperando el control con un esfuerzo casi inhumano—. Este no es un buen momento. Por favor, necesito que te retires.

Caelan vaciló, con los labios entreabiertos, como si quisiera decir algo, o recordar.

—No… yo… —balbuceó, la voz quebrada—. No puedo simplemente…

—Te lo pido otra vez —interrumpí, firme—. Este no es tu lugar.

Él respiró hondo, y por un instante creí ver al hombre que amé, el que me prometía que nada podría separarnos. Pero esa chispa se apagó, o mejor dicho, la apagué.

—Está bien —murmuró al fin, con la voz quebrada—. Es solo que hay algo en ti. En este lugar. En el niño.

Sus cejas se fruncieron, como si tratara de atrapar un recuerdo que se desvanecía antes de formarse.

—Siento que los conozco de alguna manera —confesó, mirando a su alrededor con desconcierto—. Pero no entiendo por qué.

Yo lo observé en silencio, conteniendo el temblor de mis manos. Si seguía buscando, tal vez recordaría. Y si recordaba, todo volvería a arder.

Lo empujé suavemente hacia la puerta y la cerré tras él. Me quedé apoyada en ella, respirando como si me faltara el aire.

Noah corrió hacia mí y me abrazó con fuerza.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó, con la inocencia que solo él podía tener.

—Sí, amor —murmuré, acariciando su cabello—. Todo está perfecto.

Pero no lo estaba. Porque la mirada que Caelan le había dado a Noah no era la de un desconocido. Era la de un padre que, sin entender cómo, había reconocido a su hijo al primer vistazo, como si algo más profundo que la memoria los uniera.

Esa noche, mientras Noah dormía, el silencio de la casa pesaba como una confesión. La escena de esa tarde se repetía sin tregua en mi mente: la mirada de Caelan sobre Noah, ese instante en que pareció reconocer algo, o a alguien.

Tomé el teléfono antes de poder detenerme y marqué el número de Dorian Maxwell.

—Maxwell a su servicio, señorita —respondió con su tono despreocupado, mezcla de ironía y elegancia—. No esperaba tu llamada a estas horas.

—Él apareció en mi oficina —dije en voz baja—. Caelan. Miró a Noah y fue como si algo se rompiera dentro de él.

Hubo un silencio breve, cargado de significado. Cuando habló de nuevo, su voz era más profunda, más controlada.

—Entonces ya empezó.

—¿Empezó qué? —pregunté, temiendo la respuesta.

—No te preocupes por eso —respondió con calma helada—. Lo importante es que no te dejes arrastrar. Caelan ya no es tu carga. No vale la pena que te consumas por lo que fue.

Su seguridad tenía algo hipnótico. Siempre hablaba como si el mundo entero respondiera a su voluntad, y yo lo envidiaba un poco por eso.

—Dices eso como si fuera tan fácil dejar de mirar atrás.

—Lo es, si aprendes a mirar hacia donde importa —dijo, y escuché el suave chasquido de su encendedor—. Mañana cenemos. Hay un nuevo restaurante en la avenida Rydell, privado, sin prensa. Creo que te vendría bien un respiro.

—No sé si sea buena idea… —susurré.

—Solo una cena, Elara —bajó el tono, su voz envolvente, segura—. Nada de Caelan, ni del pasado. Solo tú, yo, y un poco de calma.

Sus palabras me rozaron con la suavidad de quien sabe exactamente qué decir. Asentí sin pensarlo, aunque él no podía verme.

—Está bien —dije al fin—. Pero solo por una hora.

—Siempre termina siendo más —contestó y pude sentir su risa a través de la línea.

Colgué. La pantalla del teléfono devolvía mi reflejo: ojos cansados, pero no vacíos.

Dorian siempre tenía esa forma de hablar que hacía que todo pareciera estar bajo control. Con él, las cosas no se desbordaban, no dolían tanto. Había pasado cinco años sosteniéndome sola, aprendiendo a no depender de nadie, pero esa noche, su voz al otro lado del teléfono me dio una calma que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. Por primera vez en años, no me sentí tan sola.

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