Nora Davies ha tomado la valiente decisión de convertirse en madre a solas y, con la ayuda de su mejor amigo Rupert, acude a una clínica especializada en inseminación artificial. Sin embargo, un error en el proceso hará que sea inseminada con el esperma de un hombre distinto al que eligió: Richard Preece, un magnate millonario determinado a ser padre y que no permitirá que Nora se lleve a su hijo sin luchar por él. Ahora, entre la sorpresa, la lucha por la paternidad y la inesperada conexión que surge entre ellos, ambos se enfrentarán a un destino que nunca imaginaron. “Un error inesperado. Un magnate decidido. Un bebé que cambiará sus vidas para siempre.”
Leer másAl salir del baño me dirigí corriendo a mi habitación, en busca del móvil. No dejaba de sonar, recordándome que debía estar lista hace más de media hora. La noche había caído sin darme cuenta, y estaba segura de que Rupert no volvería a invitarme a salir si llegaba tarde otra vez. No era una cita ni nada parecido, lo sabía bien, pero para mí esos encuentros siempre tenían un peso especial. Él era mi amigo desde la infancia, prácticamente de toda la vida, y aunque nunca hubo nada romántico, siempre sentí que, de algún modo, Rupert era mi punto de referencia.
El teléfono vibraba sobre la mesa de noche. «Ya voy», murmuré para mí misma, mientras lo tomaba con las manos aún húmedas. Una llamada perdida. Luego un mensaje: ¿Estás en camino? Suspiré. Ni siquiera había elegido qué ponerme. Abrí el armario con la urgencia de quien busca un vestido para una fiesta, aunque solo íbamos a cenar en el restaurante de siempre, ese donde los meseros ya nos conocían por nombre. Terminé optando por unos jeans oscuros y una blusa de seda color burdeos. Nada fuera de lo común, pero al menos me hacía sentir arreglada. Mientras me peinaba de prisa frente al espejo, me pregunté si Rupert realmente notaba cuando yo me esforzaba más de lo normal. Seguramente no, pensé, con una pequeña risa nerviosa. Tomé el bolso, las llaves, y salí de casa cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria. El aire fresco de la noche me golpeó de inmediato. El camino hacia el pueblo estaba envuelto en ese silencio característico del campo, roto apenas por el sonido de los grillos. Vivir en la granja que había sido de mi madre tenía sus encantos, pero también estaba cargado de una soledad que pesaba más en momentos como este, cuando sabía que al regresar no habría nadie esperando. Conduje hasta el restaurante con la radio de fondo, aunque ni siquiera prestaba atención a lo que sonaba. Mi mente estaba en Rupert. No porque lo viera como una posibilidad amorosa —eso estaba más que descartado—, sino porque había algo que necesitaba decirle esa noche, algo que venía rondándome la cabeza desde hacía meses. Y no sabía si tendría el valor de sacarlo a flote. Aparqué frente al restaurante y lo vi ya sentado en una mesa junto a la ventana. Llevaba esa camisa azul que solía usar cuando tenía reuniones importantes; lo reconocí al instante. Siempre había tenido un aire elegante, incluso en los momentos más informales, y eso era algo que a mí me desconcertaba. Sonreí al entrar, intentando ocultar mi apuro. —Pensé que me habías dejado plantado —bromeó, levantándose para darme un abrazo. —Lo siento, se me hizo tarde —respondí, hundiéndome en el calor familiar de su saludo. Nos sentamos y de inmediato pedimos una botella de vino. Era casi una tradición entre nosotros: vino tinto, pan recién horneado, y largas conversaciones que podían extenderse hasta la madrugada. —¿Cómo va todo en la granja? —preguntó Rupert, acomodándose en su silla. Rodé los ojos con una sonrisa cansada. —Como siempre. Mucho trabajo, pocas manos. Pero ya sabes, me las arreglo. Él asintió, dándole un sorbo a su copa. —Nunca he entendido cómo logras hacerlo todo sola. —Ni yo —contesté, riendo. La conversación fluyó con la naturalidad de siempre. Hablamos de su trabajo en la ciudad, de los vecinos que aún recordaban nuestras travesuras de niños, de películas que habíamos visto recientemente. Nada fuera de lo común, pero había algo en mí que no dejaba de tensarse. Tal vez era el vino, tal vez era la idea que llevaba guardada como un secreto demasiado grande. Después de la tercera copa, el ambiente se había relajado. Las luces cálidas del restaurante, la música suave de fondo y las risas compartidas me hicieron sentir que, por fin, podía abrir la boca y decir lo que tanto me pesaba. No fue de golpe. Salió poco a poco, envuelto en una confesión que intenté disfrazar de broma. —¿Sabes algo, Rupert? —dije, mirándolo fijamente—. Siempre pensé que, si algún día tenía un hijo, me gustaría que tuviera tus ojos. Él arqueó una ceja, sorprendido, y luego se rió suavemente. —¿Mis ojos? ¿Y eso? Sentí que mis mejillas se encendían, pero ya no podía dar marcha atrás. —Porque… son hermosos, Rupert. Y no me malinterpretes, no estoy diciendo que quiera tener algo contigo, ni nada por el estilo. —hice una pausa larga, tratando de ordenar las palabras—. Solo… siempre soñé con tener un bebé con esa mirada tan clara, tan noble. Él me observó en silencio, sin burlarse, sin juzgarme. Y eso fue peor, porque me dio espacio para pensar. Me quedé callada durante un buen rato, jugueteando con el borde de mi copa, hasta que su voz rompió el silencio. —¿En qué piensas, Nora? —preguntó con suavidad. Tragué saliva. Sentí el corazón en la garganta. Era ahora o nunca. —En que… —respiré hondo— en que tal vez tú podrías ayudarme. Sus ojos se entrecerraron, curioso. —¿Ayudarte cómo? Me incliné un poco hacia adelante, con el vino dándome ese valor que tanto necesitaba. —Quiero ser madre, Rupert. Y pensé que… que quizás me podrías donar tu esperma. Rupert se quedó mirándome como si no supiera si había escuchado bien o si yo estaba bromeando. Su ceja derecha se arqueó y su copa quedó a medio camino entre la mesa y sus labios. —¿Qué…? —fue lo único que logró decir. Sentí que me estaba desmoronando por dentro, así que traté de suavizarlo con una risa nerviosa. —Olvídalo, Rupert. Seguramente el vino ya empezó a hacerme efecto. Ni caso, ¿sí? No lo tomes tan en serio. Empujé la silla hacia atrás, como si de verdad pensara levantarme y acabar con la vergüenza de inmediato. —Deberíamos irnos, ya es tarde. Pero él no se movió. Seguía mirándome, paciente, como lo hacía cuando éramos niños y yo me ponía terca con alguna idea absurda. Sus ojos, esos mismos ojos que había mencionado minutos antes, estaban fijos en mí con una calma desconcertante. —Nora —dijo, dejando por fin la copa en la mesa—. Está bien. Lo miré confundida, el corazón golpeándome las costillas. —¿Está bien qué? —Que si de verdad eso es lo que quieres… te ayudo. No supe qué contestar al principio. La risa se me quedó atascada en la garganta y solo pude balbucear: —Rupert… yo… —No, escúchame —me interrumpió, inclinándose un poco hacia mí—. Si eso es lo que más anhelas, si de verdad quieres ser madre, entonces cuenta conmigo. Me mordí el labio, buscando alguna palabra que no sonara patética. —Es lo único que quiero. Siempre lo supe, Rupert. Tener un bebé. Y si tú no quieres ser padre, está bien, de verdad… yo nunca te pondría en ese lugar. Solo… solo quiero saber que mi hijo tiene algo de ti. Y sé que serías el mejor tío del mundo. Él sonrió, esa sonrisa tranquila. —No tienes que convencerme, Nora. Lo digo en serio. Tragué saliva, intentando procesar lo que estaba escuchando. —¿Hablas en serio? —Sí. —asintió con firmeza—. Conozco una clínica. Son excelentes, especialistas en fertilidad. Podrían ayudarnos a hacerlo de la mejor manera, sin complicaciones. Apoyé las manos sobre la mesa, como si necesitara aferrarme a algo real. —¿Y tú… lo harías? ¿De verdad lo harías? —Claro —respondió sin titubear—. Si eso te hará feliz, si eso es lo que necesitas, entonces sí. Me quedé mirándolo, en silencio, tratando de asimilar que Rupert Tinkle —mi mejor amigo de toda la vida, el mismo con quien había compartido secretos de la infancia y largas caminatas por el pueblo— estaba aceptando algo que yo ni siquiera había tenido el valor de plantearle en serio hasta esa noche. —No sé qué decir… —murmuré, con la voz quebrada. —No digas nada. —su tono fue suave, casi protector—. Solo dime cuándo quieres ir a la clínica. Me reí, incrédula. —¿Así de fácil? —Así de fácil. Lo miré fijamente, como si buscara la menor señal de duda en su rostro. Pero no había ninguna. Rupert estaba hablando en serio. —Entonces… vamos a hacerlo —dije al fin, con un hilo de voz. Él alzó la copa, todavía con un poco de vino, y la extendió hacia mí. —Por el inicio de algo grande. Sonreí, temblorosa, y choqué mi copa con la suya. El sonido del cristal nos envolvió como una promesa. Salimos del restaurante poco después de la medianoche. El aire fresco me golpeó en la cara y me hizo tambalear un poco, no tanto por el vino sino por todo lo que acababa de pasar. Caminamos juntos hacia el estacionamiento, en silencio. Rupert mantenía las manos en los bolsillos, con esa tranquilidad suya que a mí siempre me había resultado imposible de imitar. —¿Estás bien? —preguntó finalmente, girando un poco la cabeza hacia mí. Asentí, aunque no estaba del todo segura. —Sí… creo que sí. —No tienes que decidir todo esta noche, ¿sabes? —añadió—. Piénsalo. Si cambias de opinión, no pasa nada. Lo miré de reojo y sonreí. —Siempre tan considerado. Él se encogió de hombros. —Es que quiero que esto sea lo que tú realmente deseas. No contesté. Llegamos a su auto, y antes de que entrara, me giró hacia mí y me dio un abrazo fuerte, de esos que parecen sostenerte por dentro. Me quedé ahí, un instante más de lo necesario, respirando su olor familiar. —Hablamos mañana —me dijo al soltarme. —Está bien. Buenas noches, Rupert. Me subí al coche y lo vi alejarse en la dirección contraria. Durante el trayecto de vuelta a la granja, el silencio fue distinto al de siempre. No era el vacío habitual, sino una especie de murmullo interior que me hacía repasar cada palabra, cada mirada. ¿De verdad había sucedido? ¿De verdad Rupert había aceptado? Al llegar, dejé las llaves en la mesa de la entrada y me deslicé directo hacia mi habitación. No encendí todas las luces, solo la lámpara de la mesita de noche. Me quité los zapatos y la blusa, quedándome en ropa interior, y me senté en la orilla de la cama. El cansancio estaba ahí, pero la mente no me dejaba dormir. Abrí el cajón y saqué una libreta vieja, de t***s azules. Era la misma donde de vez en cuando escribía pensamientos que no me atrevía a decirle a nadie. Abrí en una página nueva y anoté con letra temblorosa: «Rupert dijo que sí» Me quedé mirando esas palabras un rato largo, como si fueran demasiado grandes para caber en una página tan pequeña. Suspiré, dejé la libreta a un lado y encendí la televisión para distraerme. Cambié de canal un par de veces hasta que una imagen me hizo detenerme: Richard Preece. El magnate de la tecnología daba una entrevista en exclusiva. Estaba sentado en un elegante sillón de cuero. Su traje impecable, su postura rígida y esa forma de hablar que siempre me había resultado arrogante llenaban la pantalla. —El éxito se consigue con disciplina y sin debilidades —decía, con una sonrisa fría—. No tengo tiempo para sentimentalismos ni para gente que no entiende cómo funciona el mundo real. Puse los ojos en blanco y murmuré para mí: —Qué hombre más insoportable. El periodista le preguntó sobre las críticas que había recibido en las últimas semanas, y Richard respondió con una carcajada seca: —La envidia siempre viene de los mediocres. Yo no pierdo el tiempo preocupándome por quienes jamás llegarán a mi nivel. Mi estómago se revolvió de enojo. —Claro, porque para ti todos somos inferiores —susurré con ironía, apretando los dientes. Apagué la televisión de golpe, el silencio regresando a la habitación. Me dejé caer sobre la cama, sobándome el vientre instintivamente. —Hice lo correcto —murmuré—. Tomé una buena decisión. Me acurruqué bajo las sábanas con esa certeza repitiéndose en mi cabeza. Y finalmente, poco a poco, el sueño me venció.—Déjame guiarte —susurró en oído, su voz grave y cercana, casi fundiéndose con mi piel.Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mi respiración se aceleró mientras sus dedos empezaban a moverse con firmeza, marcando un ritmo que parecía leer cada uno de mis instintos. No podía apartarme, ni siquiera quería. Cada pequeño roce suyo me hacía sentir vulnerable y deseada al mismo tiempo.Empezamos a movernos al compás de la música, sus manos controlando suavemente el movimiento de mis caderas, guiándome con una precisión que me dejó sin aliento. Cada giro, cada balanceo, parecía calcularse para encajar perfectamente con la curva de mi cuerpo. Me sentí completamente atrapada por él, entregada sin tener que decir una palabra.Su aliento rozaba mi oído, y yo apenas podía concentrarme en la melodía. Todo lo que sentía era él: sus manos, su calor, la firmeza de su cuerpo contra el mío. Era un baile íntimo, silencioso, cargado de deseo, de esa electricidad que siempre surgía entre nosotros.Me atr
Richard me extendió la mano. Dudé solo un segundo antes de tomarla. Su tacto fue firme, cálido, tan familiar que me recorrió un escalofrío. Hacía meses que no lo tocaba, y, aun así, mi cuerpo lo recordó de inmediato. Era como si cada célula reconociera la suya.Entramos a la cabaña, y él cerró la puerta detrás de nosotros. El sonido fue suave, pero suficiente para hacerme sentir atrapada entre el silencio, su presencia… y todo lo que aún no habíamos dicho.El lugar era precioso. Todo tenía un aire rústico y acogedor: las paredes de piedra, las vigas de madera, la chimenea apagada con troncos listos para encenderse. Había flores frescas en un jarrón sobre la mesa, y una ventana abierta dejaba entrar el aroma del campo y un poco de brisa.Mientras él se dirigía a la cocina, yo caminé despacio, intentando absorber cada detalle. Sentía el corazón latiéndome fuerte en el pecho, sin entender por qué todo me parecía tan íntimo.Me acerqué a la parte trasera y abrí una puerta de vidrio. Afuer
El ascensor seguía detenido, y el silencio entre nosotros era casi insoportable.Richard seguía sosteniendo mi mentón, y su mirada se paseaba por mi rostro con una lentitud que me desarmó. Sus ojos se detuvieron en mi boca, y pude sentir cómo el aire se volvía espeso, cargado de algo que no sabía si era furia, deseo o ambas cosas.Dio un paso más, lo suficiente para que su pecho rozara apenas el mío. Su respiración se mezcló con la mía, tibia, tentadora.El perfume que siempre llevaba —ese aroma entre madera y algo amargo, inconfundible— me envolvió por completo, haciéndome olvidar dónde estaba, quién era o lo que debía hacer.Su rostro descendió apenas. Mis labios se entreabrieron por instinto, anticipando el roce. Estábamos tan cerca que podía sentir el latido en su garganta, el movimiento apenas perceptible de su mandíbula cuando respiraba.Por un segundo creí que iba a hacerlo.Que iba a romper de una vez esa distancia que nos torturaba.Que iba a perder el control igual que yo lo
Suspiré, intentando recomponerme mientras cruzaba el umbral de la consulta. Mis pasos eran cuidadosos, más por el vientre que por la distancia entre nosotros. Al llegar, lo único que salió de mis labios fue un susurro medido:—Lo siento por la tardanza…Richard, sentado cerca de la doctora Harper, dejó de reír por un instante y me miró, impenetrable, sin decir palabra. Por un segundo, sentí cómo mi pecho se contraía.Harper, notando la tensión y fijando su vista en Richard, sonrió.—No te preocupes, podías tomarte tu tiempo —dijo con naturalidad, como si él fuera la compañía más agradable de todas, y no hubiera sentido la espera en absoluto.No pude evitar mirarlo. Richard permanecía serio, sus ojos fijos en mí, y yo sentí esa punzada en el pecho que no había querido reconocer: celos.«Es agradable saberlo… tal vez deba tomar la sugerencia para la próxima cita», pensé, intentando sonreír con naturalidad mientras mis palabras permanecían contenidas, sin revelar la tormenta que sentía p
Me quedé quieta en las escaleras, sin saber qué hacer. Todo estaba en silencio. Podía escuchar el sonido lejano de la música afuera, las risas de la gente… pero dentro de la casa, solo quedaba el eco de lo que acababa de pasar.Esperé unos segundos. Parte de mí pensaba que él iba a volver, que iba a aparecer en cualquier momento al final del pasillo, diciendo algo… cualquier cosa. Pero no lo hizo.Cuando entendí que realmente se había ido, sentí que algo dentro de mí también se apagaba. Respiré hondo, intentando mantener la calma, pero el nudo en el pecho no me dejaba.Subí las escaleras despacio. Cada paso pesaba más que el anterior, y el silencio parecía acompañarme, envolviéndome por completo.Entré en mi habitación y cerré la puerta detrás de mí. No encendí la luz. Me bastaba con la penumbra. Avancé hasta la cama, y en cuanto toqué las sábanas, el corazón me dio un vuelco.Aún olían a él.Ese olor tan suyo, a madera y algo cálido, algo que me recordaba a la forma en que su piel se
Me sentía atrapada en medio de los dos. Podía escuchar mi propia respiración, demasiado alta en contraste con el silencio pesado que se había formado entre Rupert y Richard. Sus miradas eran como cuchillas cruzándose en el aire: la de Richard fija, oscura, contenida, la de Rupert desafiante, como un animal que no piensa retroceder ni un paso. Eran dos fieras midiéndose, y yo estaba justo en el centro, sosteniendo ese fuego que parecía arder entre ellos.—¿Podemos hablar a solas? —dijo Richard al fin, su voz dirigida a mí, no a Rupert. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, vi cómo en un instante se suavizaron, como si yo fuese la única capaz de apagar la tormenta que llevaba dentro.Pero Rupert no iba a dejarlo pasar.—¿No ves que está hablando conmigo? Puedes esperar. —Su voz sonó dura, seca, y su mirada clavada en Richard era un reto abierto.Richard ni siquiera se giró hacia él. Sus ojos seguían fijos en mí, ignorando la presencia del otro con una calma helada.—Me parece que
Último capítulo