Maxwell.
El viernes por la noche, mi casa parecía respirar en silencio. Cada sonido se amplificaba: el tic del reloj del pasillo, el crujido de la madera, el rumor suave del viento golpeando las ventanas. Noah dormía profundamente, abrazado a su oso de peluche. Su respiración era el único ritmo que me mantenía anclada a la realidad.

Permanecí junto a la puerta, observándolo con una mezcla de ternura y culpa. Parte de mí se sentía egoísta por aceptar aquella cena; la otra parte solo quería recordar cómo se sentía ser una mujer y no una sombra.

—Ya está dormido —susurró Nora, mi hermana, apoyada en el marco de la puerta—. Es tu señal para ir a cambiarte.

Me giré, indecisa.

—No sé si deba ir, Nora. Tal vez debería cancelar.

Ella cruzó los brazos, sonriendo con ironía.

—Llevas años diciendo eso.

—Es que… no me siento lista.

—¿Lista para qué? ¿Para dejar de encerrarte? —Se acercó y tomó mis manos—. Dejaste de vivir por miedo. No puedes seguir castigándote por algo que ni siquiera fue tu culpa.

Bajé
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