Mundo ficciónIniciar sesiónEl viernes por la noche, la casa parecía respirar en silencio. Cada sonido se amplificaba: el tic del reloj del pasillo, el crujido de la madera, el rumor suave del viento golpeando las ventanas. Noah dormía profundamente, abrazado a su oso de peluche. Su respiración era el único ritmo que mantenía a Elara anclada a la realidad.
Ella permaneció junto a la puerta, observándolo con una mezcla de ternura y culpa. Parte de sí misma se sentía egoísta por aceptar aquella cena; la otra parte solo quería recordar cómo se sentía ser una mujer y no una sombra.
—Ya está dormido —susurró Nora, su hermana, apoyada en el marco de la puerta—. Es tu señal para ir a cambiarte.
Elara se giró, indecisa.
—No sé si deba ir, Nora. Tal vez debería cancelar.
Su hermana cruzó los brazos, sonriendo con ironía.
—Llevas años diciendo eso.
—Es que… no me siento lista.
—¿Lista para qué? ¿Para seguir encerrada? —Nora se acercó y tomó sus manos—. Elara, dejaste de vivir por miedo. No puedes seguir castigándote por algo que ni siquiera fue tu culpa.
Elara bajó la mirada. El nombre de Caelan aún era un eco en su pecho, una herida que seguía supurando bajo la piel.
—Dorian Maxwell no es Caelan —dijo Nora suavemente—. Y tal vez eso sea lo mejor de todo.
Elara respiró hondo. Caminó hasta el armario y abrió las puertas, revelando una hilera de vestidos dormidos en silencio. Durante años los había ignorado, refugiándose en trajes grises y camisas de oficina.
Sus dedos se detuvieron en un vestido rojo de lentejuelas, el mismo que había usado en la inauguración de su primera sede de diseño. Un vestido que simbolizaba el comienzo de todo.
—¿Ese? —preguntó Nora, alzando una ceja.
—Sí —respondió con una sonrisa leve—. Es hora de volver a usar algo que no huela a rutina.
Elara se cambió con calma, casi con respeto.
El vestido se ajustó a su cuerpo con suavidad, recordándole la figura que creía perdida. El escote discreto, el brillo que captaba la luz como un suspiro. Soltó parte de su cabello, dejando algunos mechones sueltos alrededor del rostro, mientras el resto quedaba recogido en un moño bajo. En los labios, un tono vino profundo que contrastaba con su piel.
Finalmente, abrió una caja de cartón que guardaba en el fondo del armario. Dentro, unos tacones rojos que no tocaban el suelo desde hacía años. Al calzarlos, sintió que cada paso la acercaba a una versión olvidada de sí misma.
—Luces hermosa, Elara —susurró Nora, sincera—. No dejes que el pasado te siga robando las noches.
El timbre sonó.
Elara contuvo el aliento. Nora fue a abrir la puerta, pero Elara la detuvo. Quería hacerlo ella.
Y entonces lo vio.
Dorian Maxwell, apoyado con elegancia en el marco, vestido con un traje negro de corte perfecto. Sin corbata, el primer botón de la camisa abierto. La luz del pasillo resaltaba los tonos dorados de su piel y el brillo metálico de sus ojos, grises con un destello casi azul.
—No pensé que el rojo pudiera volverse mi color favorito tan rápido —dijo con una media sonrisa.
Elara sintió el rubor subirle al cuello.
—Ay, no seas estúpido —Bromeó ella y él sonrió
Él le ofreció la mano, y cuando ella la tomó, su toque fue firme, cálido. La condujo hasta su auto: un sedán negro blindado, imponente, con los vidrios polarizados.
Elara notó que no había chofer.
—¿Tú conduces?
—Siempre —respondió con una sonrisa leve—. Los choferes roban la privacidad, y la libertad.
El motor rugió con suavidad. Avanzaron por calles iluminadas con luces de neón y reflejos anaranjados. Ella observaba por la ventana, con el corazón latiendo más rápido de lo que quería admitir. Las canciones eran viejas, sus favoritas.
—¿Y tú? —preguntó ella, sin mirarlo—. ¿Siempre tienes todo bajo control?
Dorian soltó una risa baja, con ese tono de ironía que le era tan propio.
—Si te dijera que no, ¿me creerías?
—Probablemente no, te conozco —admitió.
—Entonces seguiré fingiendo que sí —contestó él, girando una esquina.
Llegaron a un edificio sin letreros, apenas distinguible. Solo una puerta de hierro, un guardia y el sonido lejano del agua de una fuente. Elara frunció el ceño.
—¿Qué es este lugar?
—Un restaurante que no aparece en los mapas —dijo él, abriendo la puerta—. Aquí no se viene a ser visto.
El ambiente era íntimo, con luces cálidas y música de piano en vivo. Las paredes cubiertas de madera oscura, los ventanales que mostraban una vista perfecta de la ciudad. Elara no pudo evitar sentirse pequeña y, al mismo tiempo, extrañamente segura.
Dorian le retiró la silla con un gesto elegante, casi de otra época.
—¿Confías en mí lo suficiente para dejar que ordene por los dos?
—Depende. ¿Qué tan arriesgado planeas ser esta noche?
Él la miró directo a los ojos.
—Suficiente para que no olvides esta cena.
Pidió vino tinto, carpaccio de res y pasta artesanal. Hablaban de todo y de nada, pero cada palabra de Dorian estaba cuidadosamente medida, como si supiera qué decir para mantenerla entre la curiosidad y el sosiego.
—Háblame de tu empresa —pidió él, apoyando los codos sobre la mesa—. De lo que te hace levantarte cada mañana.
—Noah, supongo. Y del trabajo. Es… todo lo que me mantiene cuerda.
—No es lo mismo —dijo él suavemente—. Mantenerse cuerda no es lo mismo que vivir.
Ella lo miró, sorprendida por la sinceridad en su voz.
—¿Y tú vives, Dorian?
Él sostuvo su mirada.
—A veces. Cuando dejo de pensar.
El silencio entre ellos se llenó del sonido del piano. El vino los fue aflojando poco a poco, y Elara rió más de una vez. Dorian tenía un sentido del humor peculiar, una mezcla entre sarcasmo y provocación.
—No me mires así —le dijo ella cuando lo atrapó observándola con una sonrisa leve.
—¿Así cómo?
—Como si supieras más de mí que yo misma.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé todo. Solo lo suficiente para saber que no deberías estar sola.
Esa frase la desarmó. Elara apartó la vista, fingiendo interés en su copa.
—A veces estar sola es más fácil que decepcionarse otra vez.
—Eso solo lo dice quien todavía espera que alguien no la decepcione.
Sus ojos se encontraron, y por un momento, el aire pareció detenerse.
Pidieron postre. Él la hizo reír contando una historia sobre un socio que había confundido una cena de negocios con una cita romántica. Y aunque ella sabía que Dorian era peligroso en su perfección, también había en él una humanidad inesperada, una tristeza oculta tras el control.
Cuando salieron, la noche los recibió con un aire frío. Dorian se quitó el abrigo y lo colocó sobre sus hombros.
—No quiero llevarte a casa todavía —dijo.
—¿Y a dónde me llevas ahora? —preguntó, divertida.
—A ver la ciudad desde arriba. Es lo más cerca que tengo del cielo.
Condujo hasta un rascacielos de cristal. Subieron hasta la azotea privada, donde el viento soplaba con fuerza y las luces se extendían hasta el horizonte.
—Es impresionante —susurró ella, abrazándose los brazos.
—Lo que ves es todo lo que puedes tener si decides dejar de mirar atrás —dijo él, acercándose un paso más.
Elara lo miró con cautela.
—Hablas como si lo supieras todo sobre mí.
—Solo lo suficiente para saber que mereces más de lo que te dejaron.
Sacó una pequeña caja de terciopelo y se la ofreció. Dentro, un brazalete de oro blanco, fino, elegante.
—Dorian… no puedo aceptar esto.
—No es un regalo —respondió él—. Es una promesa. Y hay otro igual para Noah.
—¿Para Noah? —susurró, sorprendida.
—Sí. No sé qué papel quieras que tenga en tu vida, Elara… pero quiero estar ahí, aunque sea en silencio.
Ella sintió que algo dentro de sí se abría lentamente. Nadie había dicho algo así en años. El viento levantó un mechón de su cabello, y Dorian lo apartó con los dedos, rozándole la mejilla.
Y entonces, sin pensarlo demasiado, la besó.
Fue un beso breve, torpe, con el sabor del vino y la duda. Pero en ese instante, ella no se sintió culpable. Solo viva.
De regreso, el trayecto en el carro fue cómodo y silencioso, apenas roto por la música suave y la conversación que fluía con naturalidad entre ellos. Las luces de la ciudad pasaban como destellos borrosos por la ventanilla, reflejándose en los ojos de Elara, que no podía dejar de observarlo.
Al llegar al edificio, Dorian no le dio tiempo a pensar. Abrió la puerta con rapidez, la tomó de la mano con firmeza y la ayudó a bajar del vehículo.
—Gracias por aceptar —dijo él, con un brillo inusual de vulnerabilidad en la mirada, la primera vez que mostraba algún indicio de inseguridad en toda la noche. Años de amistad se transformaron en algo más en un par de horas.
—Gracias por invitarme —respondió ella, con una sonrisa que no podía ocultar el rubor en sus mejillas.
Sin pensarlo, Dorian la besó nuevamente. Esta vez, la seguridad en su gesto era innegable. El corazón de Elara latía con fuerza y la sangre subía a sus mejillas con fuerza.
Al separarse, notó que el labial le había quedado marcado en su rostro; instintivamente, pasó un pulgar por encima de sus labios para limpiarlo, y él sonrió ante su gesto, como si entendiera cada pensamiento que ella no decía.
Le robó un último beso antes de subirse al carro, y esperó pacientemente, motor en marcha, hasta asegurarse de que Elara entrara sin problemas al edificio.
Elara presionó el botón del elevador, su respiración aún acelerada. Los segundos que tardó en subir parecieron eternos. Cada piso que pasaba la acercaba a su apartamento, pero también al momento en que podría desahogar toda la emoción contenida. Cuando finalmente llegó a su piso y abrió la puerta, Nora estaba allí, esperándola con una mezcla de curiosidad y diversión, como siempre.
—¡Ay por dios! —exclamó Elara, incapaz de contenerse—. ¡No sabes lo que pasó esta noche!
Su hermana la observaba con los ojos brillantes, cruzando los brazos, lista para escuchar cada detalle.
—Cuéntame todo, desde que salió hasta ahora —insistió Nora, sonriendo con complicidad.
Elara se dejó caer en el sofá, los dedos jugando nerviosamente con el brazalete de oro blanco que Dorian le había regalado. Era delicado, elegante, y al tocarlo sentía que de algún modo la velaba, como si ya formara parte de su mundo.
—Primero me recogió en su auto —comenzó Elara, todavía con el rubor en las mejillas—. Un sedán blindado, Nora, pero él mismo condujo. Sin chofer, sin cámaras. Nada que interfiriera en nuestra privacidad. Y… y mientras íbamos por la ciudad, me recordó mis canciones favoritas.
Nora arqueó una ceja, divertida.
—¿Tus canciones favoritas? —preguntó—. Eso suena demasiado… íntimo.
—Lo era —admitió Elara, mordiendo el labio inferior—. Luego llegamos a un restaurante que ni aparece en los mapas. Tan exclusivo, tan privado, que parecía que el mundo entero se había detenido afuera. No había fotógrafos, ni ruido, ni nadie que nos molestara.
—¿Y dentro? —preguntó Nora, impaciente.
—Hablamos de todo y de nada —dijo Elara, con un suspiro—. Me preguntó por Noah, por la empresa. Su sarcasmo, su forma de mirar y de sonreír me hacía sonrojar como hace años nadie lo había logrado.
Su hermana sonrió, cómplice, mientras Elara continuaba relatando la velada.
—Después de cenar, me llevó a un rascacielos para ver la ciudad desde la azotea. El viento nos golpeaba, y… y me dio un brazalete. Para mí y otro igual para Noah. Dijo que era una promesa, una manera de estar presentes en nuestras vidas de alguna manera.
Nora respiró hondo, sorprendida.
—¿Un brazalete para ti y para Noah? ¿Qué significa eso?
Elara se abrazó a sí misma, sosteniendo el brazalete con fuerza.
—No lo sé… —murmuró—. Pero sus palabras y su gesto, me hicieron sentir que estábamos seguros. Que no estaba sola. Y luego… me besó, Nora. Fue torpe, breve, pero intenso. Y no pude evitar corresponderle.
La mirada de Nora reflejaba mezcla de incredulidad y diversión, soltó una carcajada.
—Elara… ¿segura de que fue solo una cena? —preguntó—. Suena a un plan armado desde hace años para salir de la “Friendzone”
—No lo sé —admitió Elara, bajando la vista—. Pero sentí algo que hacía años no sentía, me sentí segura. Después de todo lo que pasé con Caelan y de haberme sostenido sola estos cinco años, sentí que podía respirar.
Nora se acercó y la abrazó, como intentando contenerla y sostenerla al mismo tiempo.
—No tiene nada de malo —dijo suavemente—. Si alguien puede hacerte sentir viva otra vez, es Dorian, de eso no tengo dudas.
—Sí… —susurró Elara, tocando el brazalete de nuevo—. Y eso me asusta más de lo que debería.
Quedaron un instante en silencio, ambas absorbidas por la intensidad de la confesión. Elara, con el corazón todavía latiendo rápido, se dio cuenta de que la noche había cambiado algo en ella: no solo había pasado un viernes diferente, sino que había permitido que alguien entrara en su mundo después de años de protegerlo con muros de acero.







