Mundo ficciónIniciar sesiónHeredaron un imperio médico. Y un verdugo que ansía su trono. El odio que Valeria Mendoza y Marco Quiroga se profesan en el quirófano es legendario. Ella, la hija privilegiada del reconocido cirujano. Él, un prodigio que escaló desde la nada despreciando su origen de oro. Cuando el testamento los fuerza a compartir la herencia de la clínica, su rivalidad estalla en una atracción prohibida, violenta y tan ardiente como autodestructiva. Pero su herencia es una trampa mortal. La muerte del patriarca no fue accidental: fue un asesinato. Y el asesino, Fernando, su propio tío y director de la clínica, esconde un secreto tan oscuro que está dispuesto a cruzar cualquier línea ética para protegerlo. El sabotaje, el acoso y los intentos de asesinato se convertirán en su nueva realidad. Forzados a una alianza peligrosa, Valeria y Marco deberán aprender a confiar el uno en el otro mientras luchan por sobrevivir. En un mundo donde el honor es tan filoso como un escalpelo, el latido de sus corazones podría ser silenciado para siempre. Un drama médico adictivo con escenas de pasión gráfica, traición familiar y un villano que no dudará en usar el bisturí no para salvar, sino para asesinar.
Leer másLa luz fría del quirófano era el único sol que ambos reconocían. Bajo su resplandor implacable, solo existían el ritmo vital de un corazón abierto y la danza de dos mentes brillantes forzadas a compartir un universo de acero y vida. Un espacio donde cada latido era una batalla y cada sutura, una tregua momentánea.
El Dr. Marco Quiroga, Jefe de Cirugía Cardiovascular, era un titán forjado en la adversidad. Cada cicatriz en sus manos contaba una historia de lucha en los hospitales públicos, cada movimiento suyo era una declaración de guerra contra la muerte. Había llegado a la cima por puro talento obstinado, y ahora solo una sombra se interponía entre él y el legado del hombre al que admiraba y resentía a partes iguales: el poderoso Dr. Ricardo Mendoza. Esa sombra tenía nombre y apellido: Dra. Valeria Mendoza. Para Marco, ella era la personificación de todo lo que despreciaba. La hija consentida del dueño. La residente de último año cuyo apellido le abría puertas que a él le habían costado sangre, sudor y lágrimas. La envió a su servicio con la excusa de que era "la mejor", decidido a romperla, a demostrarle que el quirófano no era un patio de juegos para princesas. —¡Mendoza, succión! —su voz era un latigazo que cortaba el aire estéril—. ¿O espera una invitación formal? —El campo está limpio, doctor —replicaba ella, con una calma que lo exasperaba hasta el límite—. Su diagnóstico es tan agresivo como su técnica. La odiaba. Odiaba su seguridad de hierro, la inteligencia lúcida que desafiaba cada una de sus órdenes, la facilidad con la que llevaba sobre los hombros el peso de un apellido legendario. Pero en la intimidad violenta y sagrada de salvar vidas, en el roce accidental de sus manos enguantadas, en el espejo de sus miradas cargadas de desdén, nacía algo más profundo y peligroso: una atracción eléctrica, un reconocimiento forzado de que en el otro había un igual. Un igual al que era más fácil odiar que desear. Cada sutura era un duelo, cada latido monitoreado un pulso compartido de rabia y fascinación que los envolvía en una burbuja de tensión palpable. El Dr. Ricardo Mendoza, desde su suite de observación, los miraba. Su mirada, aguda y calculadora, no perdía detalle. No estaba creando una rivalidad; estaba orquestando una combustión. Empujaba a su hija hacia el lobo feroz que él mismo había alimentado. ¿Por qué? ¿Qué juego peligroso estaba jugando? Sembraba una semilla de respeto mutuo regada con el ácido del conflicto. Y esa semilla solo podía florecer en una de dos cosas: en una guerra de aniquilación mutua ó en una pasión tan incendiaria como el odio que la alimentaba. Eran fuego y gasolina, bailando al borde de un precipicio. Y solo faltaba la chispa que los hiciera estallar. Una chispa que él, desde las sombras, estaba dispuesto a encender conscientemente, sabiendo que de ese choque nacería algo extraordinario o los destruiría por completo en este cementerio de batallas ganadas donde solo los fuertes sobrevivían.Cinco años después de crear la beca Dr. Ricardo Mendoza, el tiempo parecía haber encontrado su ritmo perfecto, un compás marcado por las estaciones, las cosechas y el crecimiento imparable de los más pequeños.El jardín de la casa de campo de los Quiroga-Mendoza era una cacofonía perfecta de risas, gritos y ladridos que se mezclaban con el aroma dulzón de la barbacoa y el perfume de los jazmines que trepaban por la pérgola. Un labrador dorado, de nombre Tango, correteaba entre una manada de niños que parecía un equipo de fútbol en formación, su cola golpeando con felicidad las piernas de cualquiera que estuviera a su alcance.Mateo, con sus siete años y una seriedad que emulaba la de su padre, Marco, intentaba con paciencia de pequeño adulto explicar a su hermana menor, Lucía —de cuatro años y medio, con un pelo rebelde que formaba un aura a su alrededor y una sonrisa pícara que prometía travesuras— por qué no debía empujar a Sofía (la menor de los Rojas, de tres años y una valentía e
Tres años después de la llegada de los gemelos, la alarma sonó como un disparo en la quietud de la madrugada. No era el llanto de Luciano o Lucía, Era el tono estridente y urgente de sus teléfonos. Marco se incorporó de un salto. Valeria, a su lado, leyó el mensaje: Politraumatismo grave. Niño 7 años. Herida penetrante torácica por barra de metal con posible trauma craneal asociado. Taponamiento cardíaco inminente. Equipo completo a Q3. YA.El Quirófano era un remolino de actividad controlada. Álvaro y Marianna ya evaluaban al pequeño paciente. Antonio, como anestesiólogo, libraba una batalla contra los signos vitales que se desplomaban. Laura, como instrumentista, tenía las mesas listas con precisión milimétrica.—¡El neurocirujano pediátrico está en otro quirófano con un trauma craneal abierto! —informó una enfermera, con pánico en la voz—. No puede venir.—Marianna —ordenó Marco sin levantar la vista del campo—, necesito que realices una craniectomía descompresiva urgente primero.
Los meses siguientes a la revelación de los gemelos fueron un torbellino de ecografías, preparativos y noches de insomnio compartidas entre Valeria, Marianna y Laura. La "liga de las madres", como las bautizó Álvaro entre sonrisas, se había organizado con la eficiencia de un equipo quirúrgico para turnarse en el cuidado de los niños: el pequeño Mateo, de casi dos años, que ya mostraba una curiosidad incansable; Santiago, con sus fascinantes ojos azules que hechizaban a todos; y Alma, cuya determinación precoz era el vivo reflejo de su madre. Mientras tanto, Valeria, con su vientre ya prominente de cinco meses que anunciaba a los gemelos, supervisaba los planes de la nueva ala de pediatría de la clínica desde su oficina, delegando cirugías pero no el diseño del futuro del lugar.Una tarde particularmente agotadora, Marco la encontró dormida sobre los extensos planos arquitectónicos, una mancha de tinta azul emborronando un margen y otra pequeña en su mejilla. La observó por un largo m
Treinta semanas después de la triple boda, la Clínica Mendoza era un hervidero de actividad normal, pero en el aire flotaba una expectación familiar. Marianna, con un vientre inmenso que parecía desafiar las leyes de la gravedad, caminaba por los pasillos con Álvaro pegado a su lado, una sombra protectora y orgullosa. Las terribles náuseas de los primeros meses eran un recuerdo lejano, reemplazadas por una pesadez dulce y la ansiosa espera.El día llegó con la furia de una tormenta de verano. Las contracciones de Marianna fueron rápidas y intensas, sin dar tregua. En cuestión de horas, estaba en la suite de partos, aferrándose a la mano de Álvaro con una fuerza que le prometía moretones. Valeria y Marco estaban allí, no como médicos, sino como pilares. Valeria, en particular, se había convertido en una roca para su amiga, sus palabras calmadas un bálsamo contra el dolor.—Respira, Marianna. Tú puedes. Eres más fuerte que esto —le susurraba al oído, mientras Álvaro, pálido pero sereno,
La luna llena era una moneda de plata sobre el cielo de la ciudad cuando el Mercedes negro de Antonio atravesó los portones de la Clínica Mendoza a velocidad peligrosa. Los faros iluminaron la entrada de urgencias como dos ojos desesperados.—¡Ya viene, ya viene! —gritaba Laura, ahogando un quejido contra el hombro de su esposo, que, pálido como la muerte, casi la arrastraba hacia las puertas automáticas.El equipo de maternidad, alertado por la llamada frenética de Antonio, ya los esperaba. Y ahí en la entrada los recibía la Dra. Gómez, la obstetra de cabecera, con su bata impecable y su sonrisa serena que transmitía calma al instante.Detrás de ella, llegaban corriendo Marco y Valeria, ambos con el pelo revuelto y sobre la bata de él se veía la pijama. Habían sido los primeros en recibir la llamada y estaban de guardia.—Por aquí, preciosa —dijo la Dra. Gómez, tomando el mando con naturalidad mientras las enfermeras ayudaban a Laura a una silla de ruedas—. Los bebés de esta familia
El jardín de la mansión Mendoza era un océano de luces tenues y flores blancas. Guirnaldas de seda ondeaban suavemente con la brisa del atardecer, envolviendo el lugar en una atmósfera de ensueño íntimo. No era una celebración multitudinaria, sino la reunión de una familia que había sido forjada en el fuego del dolor y templada por el amor más feroz.En el centro, bajo un dosel adornado con glicinas, un juez civil —un amigo de la familia— esperaba con una sonrisa tranquila. Daniel, desde la primera fila, con los ojos brillantes de un orgullo sereno, asintió hacia Valeria. No era el oficiante, pero su presencia era el pilar invisible que sostenía aquel momento. Él era el patriarca, el guardián del legado que hoy se renovaba.Avanzaron por el pasillo, de dos en dos.Primero, Álvaro y Marianna. Ella llevaba un vestido de seda color marfil que ceñía su figura esbelta, y en su mirada había una chispa de incredulidad feliz. Álvaro, con un traje gris perla, no le quitaba los ojos de encima,
Último capítulo