La luna llena era una moneda de plata sobre el cielo de la ciudad cuando el Mercedes negro de Antonio atravesó los portones de la Clínica Mendoza a velocidad peligrosa. Los faros iluminaron la entrada de urgencias como dos ojos desesperados.
—¡Ya viene, ya viene! —gritaba Laura, ahogando un quejido contra el hombro de su esposo, que, pálido como la muerte, casi la arrastraba hacia las puertas automáticas.
El equipo de maternidad, alertado por la llamada frenética de Antonio, ya los esperaba. Y ahí en la entrada los recibía la Dra. Gómez, la obstetra de cabecera, con su bata impecable y su sonrisa serena que transmitía calma al instante.
Detrás de ella, llegaban corriendo Marco y Valeria, ambos con el pelo revuelto y sobre la bata de él se veía la pijama. Habían sido los primeros en recibir la llamada y estaban de guardia.
—Por aquí, preciosa —dijo la Dra. Gómez, tomando el mando con naturalidad mientras las enfermeras ayudaban a Laura a una silla de ruedas—. Los bebés de esta familia