El lunes amaneció gris, como el estado de ánimo que habitaba el pecho de Valeria. No había huido a la playa como solía hacer cada vez que se sentía mal. Se había quedado en su apartamento, encerrada en un silencio sepulcral, atravesando las etapas del duelo por su padre, su identidad y su propio cuerpo, que sentía violado por su propio consentimiento. La rabia y la vergüenza se turnaban para devorarla. ¿Cómo había permitido que ocurriera? ¿Cómo había confundido una obsesión tan autodestructiva con deseo al mismo deseo con Amor?.
En la clínica, la máquina perfecta seguía funcionando. Fernando, astuto como una víbora, observaba cada movimiento desde su oficina, una sonrisa de triunfo esbozada en sus labios. Creía haberlos dividido para siempre. Marco, por su parte, llegó antes del amanecer. El remordimiento lo había consumido durante cuarenta y ocho horas interminables. Se había visto en el espejo y no le había gustado el hombre que encontró allí: un bulldozer emocional que había destrozado lo único puro que había tenido frente a él en años. Se sumergió en el trabajo, revisando los mismos expedientes financieros que ya conocía, buscando una grieta, un error que Fernando hubiera cometido. Valeria apareció en la clínica con la puntualidad de un reloj suizo. Impecable con su bata blanca, el cabello recogido con severidad, una máscara de profesionalidad impenetrable. Evitó el ala de cirugía. Se dedicó a rondar pacientes, a firmar papeles, a sumergirse en tareas administrativas que la mantuvieran lejos de él. Cuando sus caminos se cruzaban inevitablemente en un pasillo, su mirada se desviaba hacia una cartelera, una pared, cualquier cosa que no fueran sus ojos. La tensión era un muro de cristal entre ellos. Todos lo sentían. Los rumores volaban, pero nadie se atrevía a decir nada. Fue en la sala de archivos médicos, buscando un historial antiguo para un diagnóstico complejo, donde el mundo los volvió a poner frente a frente. La habitación era estrecha, repleta de estantes. No había espacio para esquivarse. —Valeria —dijo él, su voz áspera por el desuso y la tensión. —Doctor Quiroga—respondió ella, sin mirarlo, intentando pasar de largo. —Espera —la tomó suavemente del brazo. Ella se congeló, como si su tacto le quemara—. Esto no puede seguir así. Tenemos que hablar. —No tenemos nada de qué hablar —replicó ella, con una frialdad que le heló la sangre—. Tenemos una clínica que dirigir y un delincuente que atrapar. Enfócate en eso. —¿Y eso es todo? —insistió él, su voz cargada de una frustración que ya no podía contener—. ¿Después de lo que pasó? ¿Después de... de lo que hicimos? ¿Lo que yo te hice? Ella finalmente lo miró. Sus ojos verdes eran gélidos. —¿Qué quieres que te diga, Quiroga? ¿Que lo siento? Lo siento. ¿Que fue un error? Lo fue. ¿Que no volverá a pasar? No pasará. ¿Satisfecho? Ahora, si me disculpas, tengo trabajo. Iba a marcharse, pero su última palabra la detuvo. —¿Por qué?—preguntó él, con una honestidad brutal que los tomó a ambos por sorpresa. Ella se detuvo en seco. —¿Por qué, qué? —¿Por qué lo permitiste?—su voz era ahora un susurro ronco, cargado de genuina perplejidad—. Podrías haberme detenido. Podrías haberme golpeado, gritado... algo. Y no lo hiciste. ¿Por qué lo permitiste? La máscara de Valeria se quebró por una milésima de segundo. En sus ojos, él vio el destello del dolor, la confusión y la verdad que tanto temía enfrentar. —Porque fui estúpida—confesó, su voz quebrándose por primera vez—. Porque durante dos años te miré al otro lado en el quirófano y pensé que ese nudo en el estómago era odio. Porque creí que si era lo suficientemente buena, lo suficientemente brillante, por fin me mirarías y verías a una igual, no a una sombra de tu jefe. —Una lágrima solitaria escapó y la borró con furia—. Y sabía... sabía que si esa era la única manera de que me tocaras, aunque fuera con rabia, pues que así fuera. Mi error fue creer que valía la pena. Su confesión lo dejó sin aire. Fue aún más devastador que descubrir la sangre en el sofá. Él había sido el ciego. El obsesionado con su propia lucha que no vio la batalla que ella libraba por él todos los días. —Yo... —tragó saliva—. Yo solo veía al apellido. A la rival. Nunca te miré de verdad. —Ya lo sé —dijo ella, recomponiéndose, endureciendo de nuevo su expresión—. Y ahora es demasiado tarde. El daño está hecho. Ahora, o nos centramos en encontrar cómo demostrar que Fernando desvió fondos y saboteó esa cirugía, o todo esto habrá sido en vano. ¿Vamos a hacer nuestro trabajo o no? Marco asintió lentamente. El camino hacia la redención, si es que existía, no pasaba por los discursos. Pasaba por las acciones. Por demostrarle que podía verla, que podía respetarla, que podía ser su compañero en el sentido verdadero de la palabra. —Vamos —dijo, con una determinación nueva—. Revisemos los movimientos de la cuenta de "Suministros Médicos del Norte". Fernando es inteligente, pero arrogante. Algún error tuvo que cometer. Y así, entre expedientes financieros y el fantasma de lo que pudo ser, comenzaron a reconstruir desde los escombros. Ya no había máscaras. Solo dos personas profundamente heridas, navegando en el mismo barco averiado, con la tormenta de Fernando aún por llegar. La atracción y la tensión seguían allí, pero ahora se mezclaban con un respeto recién descubierto y la cruda realidad de que, a veces, la verdad duele más que cualquier mentira.