El aire en el quirófano de la Clínica Mendoza siempre olía a limpio, a un futuro estéril donde la muerte era un adversario al que se podía derrotar con metal y voluntad. Bajo las despiadadas luces halógenas, el Dr. Marco Quiroga era general de ese ejército. Sus manos, enfundadas en guantes de látex azul, se movían con una seguridad que rayaba en la arrogancia. Cada sutura era perfecta, cada movimiento, económico. Era el mejor, y lo sabía. El único eco que le quedaba de su ídolo, el difunto Dr. Ricardo Mendoza.Y luego, estaba el eco viviente que lo volvía loco.—Mendoza, succión! —su voz cortó el silencio ritual, un latigazo que no admitía réplica—. ¿O espera a que le pida por favor?A su lado, la Dra. Valeria Mendoza no se inmutó. Su mirada, visible solo por encima de la mascarilla, permaneció fija en el campo operatorio donde un corazón latía con violencia desesperada.—El campo está limpio, doctor —respondió, su voz serena era un contrapunto deliberado a su ferocidad—. La hemorragi
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