El jardín de la mansión Mendoza era un océano de luces tenues y flores blancas. Guirnaldas de seda ondeaban suavemente con la brisa del atardecer, envolviendo el lugar en una atmósfera de ensueño íntimo. No era una celebración multitudinaria, sino la reunión de una familia que había sido forjada en el fuego del dolor y templada por el amor más feroz.
En el centro, bajo un dosel adornado con glicinas, un juez civil —un amigo de la familia— esperaba con una sonrisa tranquila. Daniel, desde la primera fila, con los ojos brillantes de un orgullo sereno, asintió hacia Valeria. No era el oficiante, pero su presencia era el pilar invisible que sostenía aquel momento. Él era el patriarca, el guardián del legado que hoy se renovaba.
Avanzaron por el pasillo, de dos en dos.
Primero, Álvaro y Marianna. Ella llevaba un vestido de seda color marfil que ceñía su figura esbelta, y en su mirada había una chispa de incredulidad feliz. Álvaro, con un traje gris perla, no le quitaba los ojos de encima,