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CAPÍTULO 1: LA HERENCIA

El aire en el quirófano de la Clínica Mendoza siempre olía a limpio, a un futuro estéril donde la muerte era un adversario al que se podía derrotar con metal y voluntad. Bajo las despiadadas luces halógenas, el Dr. Marco Quiroga era general de ese ejército. Sus manos, enfundadas en guantes de látex azul, se movían con una seguridad que rayaba en la arrogancia. Cada sutura era perfecta, cada movimiento, económico. Era el mejor, y lo sabía. El único eco que le quedaba de su ídolo, el difunto Dr. Ricardo Mendoza.

Y luego, estaba el eco viviente que lo volvía loco.

—Mendoza, succión! —su voz cortó el silencio ritual, un latigazo que no admitía réplica—. ¿O espera a que le pida por favor?

A su lado, la Dra. Valeria Mendoza no se inmutó. Su mirada, visible solo por encima de la mascarilla, permaneció fija en el campo operatorio donde un corazón latía con violencia desesperada.

—El campo está limpio, doctor —respondió, su voz serena era un contrapunto deliberado a su ferocidad—. La hemorragia es arterial, no venosa. La succión no es la prioridad; la pinza vascular sí.

Marco sintió un fogonazo de ira. La detestaba. La detestaba por su sangre fría, por su apellido, por la facilidad con la que habitaba un mundo que a él le había costado sudor, lágrimas y sangre abriéndose paso desde las salas de emergencia de los hospitales públicos. Ella era la residente estrella en su último año, la hija del dueño. Él era el Jefe de Cirugía Cardiovascular, el hijo de nadie que se había ganado su título a pulso.

—La prioridad la decido yo, Mendoza —gruñó, aunque sus manos, traicioneras, ya ejecutaban la maniobra que ella sugería—. Su trabajo es asistir, no filosofar.

—Mi trabajo es salvar al paciente, Quiroga —replicó ella, ajustando el retractor con un movimiento preciso que le dio mejor ángulo—. Aunque eso signifique contradecir su ego.

El tensó la mandíbula. El resto del personal permaneció en un silencio incómodo, acostumbrado a los choques eléctricos entre los dos mejores cirujanos del servicio. Era una danza de agresión y competencia que escondía, para quien supiera ver, una corriente subterránea de atracción tan potente como peligrosa.

Una hora después, el corazón del paciente latía fuerte y regular. La tensión se disipó, dejando un vacío cargado de adrenalina residual.

Marco se alejó de la mesa, arrancándose los guantes con un gesto brusco. —Buena asistencia, Mendoza —concedió, sin mirarla, mientras se lavaba las manos con una furia contenida que blanqueaba sus nudillos.

Ella se despojaba de la bata, revelando la silueta esbelta y fuerte que tantas miradas atraía en los pasillos. —No necesito su aprobación para hacer mi trabajo, Quiroga. Solo necesito que no lo entorpezca con sus berrinches.

Él se volvió, gotas de agua volando de sus manos. —Mis berrinches, princesa, son los que mantienen el estándar de excelencia de esta clínica. Algo que usted, claramente, da por sentado.

Antes de que ella pudiera replicar, el intercomunicador del quirófano parpadeó y la voz grave de la secretaria de dirección resonó en la sala. —Doctores Quiroga y Mendoza. Favor de presentarse de inmediato en la dirección general. Es urgente. Asunto del Dr. Ricardo Mendoza.

Un silencio repentino y gélido cayó sobre ellos. La muerte de Ricardo Mendoza, hacía un mes, aún pesaba como una losa. ¿Para que era necesaria su presencia en el despacho general?

Minutos después, estaban sentados en la oficina que había pertenecido a Ricardo. El olor a cuero viejo y madera pulida olía a legado. Fernando Mendoza, el hermano del difunto y director administrativo, estaba pálido, sentado en una butaca como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Su sonrisa era tensa, falsa.

El abogado, un hombre severo con anteojos de carey, alzó una documentación sellada. —El testamento del Dr.Ricardo Mendoza es claro e irrevocable —comenzó, su voz un murmullo grave—. Y para asegurar el futuro de la Clínica Mendoza y honrar su legado de excelencia, dejo la totalidad de mis acciones, propiedades y el control absoluto de la fundación de investigación médica...

Hizo una pausa dramática, mirándolos por encima de sus lentes. Marco contuvo la respiración. Valeria apretó los puños sobre sus piernas.

"...a mi hija, Valeria Mendoza, y a mi hijo, Marco Quiroga, en partes iguales del cincuenta por ciento."

El mundo se detuvo. El zumbido del aire acondicionado se convirtió en un rugido.

—¿Qué? —la voz de Valeria fue un susurro quebrado, de absoluta incredulidad.

Marco se incorporó de golpe, la silla chirriando contra el piso de madera. —¿Qué clase de broma perversa es esta?—su voz era un trueno en la habitación cerrada—. Ricardo Mendoza no era mi padre.

Fernando se puso de pie, su rostro una mueca de rabia y horror. —¡Esto es imposible!—escupió, señalando a Marco con un dedo tembloroso—. Ricardo no tenía otro hijo. ¡Es un impostor! ¡Un buitre!

—El Dr. Quiroga fue reconocido legalmente como hijo biológico y heredero por el Dr. Mendoza hace cinco años —explicó el abogado con calma imperturbable—. Los documentos están en orden. Juntos, poseen el ochenta y cinco por ciento de las acciones con poder de voto. La junta directiva —y aquí su mirada se posó en Fernando— y la dirección administrativa, quedan bajo su supervisión directa. Todas las decisiones estratégicas y financieras importantes requerirán la firma de ambos.

La mirada que Fernando lanzó a Marco no era solo de odio. Era de puro veneno, de una promesa de guerra sin cuartel. Marco se hundió en la silla, su mente era un torbellino. De repente, cada beca anónima, cada carta de recomendación, cada oportunidad que se le había abierto misteriosamente en los últimos años... todo cobraba un sentido aterrador. Ricardo lo había estado moldeando en las sombras. Para esto.

Valeria lo miraba como si fuera un extraño, un invasor que venía a robarle no solo su herencia, sino la memoria del hombre al que había llamado padre.

—Usted —le escupió Fernando, avanzando hacia Marco—. Usted no es nada. Un bastardo con suerte que se cree con derecho a lo que no le pertenece. Esto no va a quedar así.

—Parece que sí va a quedar así, tío —replicó Marco, recuperando la compostura con un esfuerzo sobrehumano. Se irguió, y por primera vez, ejerció su poder—. Lo primero en la agenda: quiero todos los estados financieros, actas de junta y reportes de gastos de los últimos cinco años en mi escritorio. Hoy mismo.

Fernando palideció aún más, si cabía. Aquello era un declaration de guerra. Sin una palabra, giró sobre sus talones y salió de la oficina dando un portazo que resonó como un disparo en el silencio elegante de la habitación.

Marco y Valeria se quedaron solos. El aire era tan denso que costaba respirar. La herencia los unía en un mismo barco que ambos querían hundir.

—No pienso compartir nada contigo —dijo ella, rompiendo el silencio. Su voz era fría como el acero de un bisturí—. Esto es mío. Mi legado.

—Yo tampoco quiero tu maldito legado, princesa —replicó él, acercándose a ella hasta estar a un susurro de distancia. Podía sentir el calor de su cuerpo, ver el latido acelerado en su cuello—. Pero parece que estamos atrapados en la misma jaula. Así que más te vale aprender a vivir conmigo.

La atracción y el odio chocaban entre ellos como dos tormentas, eléctricas e imparables. El pasado había muerto. Un futuro explosivo e incierto acababa de comenzar.

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