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LATIDOS DE HONOR
LATIDOS DE HONOR
Por: Dhamareliz
PRÓLOGO: EL ECO DE UN GIGANTE

La luz fría del quirófano era el único sol que ambos reconocían. Bajo su resplandor implacable, solo existían el ritmo vital de un corazón abierto y la danza de dos mentes brillantes forzadas a compartir un universo de acero y vida. Un espacio donde cada latido era una batalla y cada sutura, una tregua momentánea.

El Dr. Marco Quiroga, Jefe de Cirugía Cardiovascular, era un titán forjado en la adversidad. Cada cicatriz en sus manos contaba una historia de lucha en los hospitales públicos, cada movimiento suyo era una declaración de guerra contra la muerte. Había llegado a la cima por puro talento obstinado, y ahora solo una sombra se interponía entre él y el legado del hombre al que admiraba y resentía a partes iguales: el poderoso Dr. Ricardo Mendoza.

Esa sombra tenía nombre y apellido: Dra. Valeria Mendoza.

Para Marco, ella era la personificación de todo lo que despreciaba. La hija consentida del dueño. La residente de último año cuyo apellido le abría puertas que a él le habían costado sangre, sudor y lágrimas. La envió a su servicio con la excusa de que era "la mejor", decidido a romperla, a demostrarle que el quirófano no era un patio de juegos para princesas.

—¡Mendoza, succión! —su voz era un latigazo que cortaba el aire estéril—. ¿O espera una invitación formal? —El campo está limpio, doctor —replicaba ella, con una calma que lo exasperaba hasta el límite—. Su diagnóstico es tan agresivo como su técnica.

La odiaba. Odiaba su seguridad de hierro, la inteligencia lúcida que desafiaba cada una de sus órdenes, la facilidad con la que llevaba sobre los hombros el peso de un apellido legendario. Pero en la intimidad violenta y sagrada de salvar vidas, en el roce accidental de sus manos enguantadas, en el espejo de sus miradas cargadas de desdén, nacía algo más profundo y peligroso: una atracción eléctrica, un reconocimiento forzado de que en el otro había un igual. Un igual al que era más fácil odiar que desear. Cada sutura era un duelo, cada latido monitoreado un pulso compartido de rabia y fascinación que los envolvía en una burbuja de tensión palpable.

El Dr. Ricardo Mendoza, desde su suite de observación, los miraba. Su mirada, aguda y calculadora, no perdía detalle. No estaba creando una rivalidad; estaba orquestando una combustión. Empujaba a su hija hacia el lobo feroz que él mismo había alimentado. ¿Por qué? ¿Qué juego peligroso estaba jugando?

Sembraba una semilla de respeto mutuo regada con el ácido del conflicto. Y esa semilla solo podía florecer en una de dos cosas: en una guerra de aniquilación mutua ó en una pasión tan incendiaria como el odio que la alimentaba.

Eran fuego y gasolina, bailando al borde de un precipicio. Y solo faltaba la chispa que los hiciera estallar. Una chispa que él, desde las sombras, estaba dispuesto a encender conscientemente, sabiendo que de ese choque nacería algo extraordinario o los destruiría por completo en este cementerio de batallas ganadas donde solo los fuertes sobrevivían.

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