La euforia en el quirófano fue un espejismo de gloria, tan intenso como efímero. Bajo las luces desinfectantes, Marco y Valeria habían sido dioses salvando una vida. Supervisaron personalmente el traslado de Sofía a la UCI con una meticulosidad obsesiva, asegurando cada conexión, cada monitor. La gratitud desbordante de los padres de la niña fue un bálsamo que, por un instante, enmascaró el veneno que corroía sus propias vidas.
En la rueda de prensa, sonrieron con la boca, pero sus ojos permanecieron distantes. Pronunciaron las palabras esperadas: "equipo", "éxito colectivo", "milagro de la ciencia". Eran actores en una obra cuyo guion real se escribía en las sombras.
Finalmente, la máscara se resquebrajó al quedar solos en la oficina de Valeria. El silencio era más elocuente que cualquier aplauso. Agotados, bañados en la luz anaranjada del atardecer que se filtraba por la ventana, se encontraron de pie, mirando la ciudad que empezaba a encender sus luces. Sin una palabra, Marco la e