El día había sido una montaña rusa de adrenalina y frustración. Valeria, agotada tras vigilar de cerca la recuperación del paciente del trasplante, sentía el peso de cada evento: el sabotaje en quirófano, la tensa confrontación con Fernando, la frágil alianza con Marco. Necesitaba un momento de quietud. Decidió ir al cuarto de residentes para darse una ducha rápida y cambiarse de ropa, intentando lavar simbólicamente la suciedad del día.
Bajo el agua caliente, cerró los ojos, pero las imágenes regresaban: la burbuja de aire en el vial, la mirada de furia helada de Marco, la sonrisa satisfecha de su tío al evadir la responsabilidad. Una determinación fría comenzó a formarse dentro de ella. Se vistió con ropa limpia, jeans ajustados y una sudadera, y se dirigió a su locker. Ahí estaba, esperándola como un presagio siniestro: la carpeta gruesa con el expediente médico de su padre que le habían entregado días atrás para su firma de recepción. Un trámite rutinario que ahora sentía cargado de significado. Se sentó en el borde de la cama estrecha y abrió la carpeta. Hoja tras hoja, informes, ECG. Nada fuera de lo común. Hasta que sus dedos se toparon con un documento de toxicología, semioculto. Su mirada se clavó en la línea fatal: "Niveles de Digoxina: 4.2 ng/mL (Valor terapéutico: 0.5-2.0 ng/mL). Niveles tóxicos." El corazón le galopó en el pecho. Asesinato. La palabra resonó en su mente como un martillazo. Al agitar los papeles, otro documento se deslizó. Un logo de laboratorio genético. "Análisis de Concordancia Genética - Ricardo Mendoza y Valeria Mendoza". Con manos que apenas podía controlar, pasó las páginas hasta la conclusión final. "Probabilidad de Paternidad: 0.00%. Excluida." Un sonido entrecortado escapó de sus labios. No era su hija. El suelo pareció moverse bajo sus pies. Toda su vida, toda su identidad, era una mentira construida sobre una mentira. Y una verdad aún más aterradora emergió: no eran hermanos. La rabia, pura y cristalina, la invadió. Agarró los documentos y salió corriendo del cuarto. Solo había una persona que necesitaba ver en ese momento. Marco. Lo encontró en su oficina, exactamente donde sabía que estaría. La puerta estaba entreabierta. Él estaba de pie, de espaldas a ella, mirando por la ventana al horizonte de la ciudad que comenzaba a iluminarse con la noche, con un whisky en la mano. Su figura, siempre tan imponente, parecía cargada de una tensión silenciosa. —Quiroga —dijo, su voz un desafío áspero que cortó el silencio de la oficina. Él se volvió, sorprendido. Sus ojos, oscuros y cansados, barrieron su rostro. —Mendoza.¿No te has ido? —preguntó, su tono áspero por defecto, pero con una chispa de curiosidad. Ella no respondió. Cruzó la habitación en tres zancadas y le arrojó los papeles al pecho. —Lee—ordenó, con una frialdad que no reconocía en sí misma. Marco frunció el ceño, pero obedeció. Tomó el primer informe. Sus ojos se nublaron imperceptiblemente al leer los niveles de Digoxina. La furia, una emoción que siempre le era familiar, comenzó a arder en su mirada. —Alguien lo envenenó—afirmó, su voz un rumor peligroso. —Sigue leyendo —insistió ella, su propio corazón martilleándole en los oídos. Tomó la segunda hoja. Sus ojos volaron al resultado final. "0.00%. Excluida." El silencio que siguió fue denso, absoluto. La copa de whisky en su mano se estremeció, derramando una gota del líquido ámbar sobre la alfombra beige. —No...—masculló, alzando la vista hacia ella. No había alegría, solo una conmoción profunda que lo desarmaba por completo—. ¿Entonces todo esto? ¿La herencia? ¿El...? —Todo fue una mentira —cortó ella, su voz quebrada por una mezcla de rabia y liberación—. Todo. La revelation los golpeó a ambos con fuerza física. Marco la miró, y por primera vez, no vio a la hija de Ricardo Mendoza. Vio a Valeria. Solo a Valeria. Y el dique que contenía todo el deseo, la frustración y la atracción prohibida se rompió. Con un movimiento brusco, la empinó contra la puerta de la oficina, cerrándola de un golpe. Su cuerpo era una línea dura contra el de ella. —¿Lo sabías?—le escupió en el rostro, su aliento caliente cargado de whisky y furia—. ¿Sabías que no eras su hija y aún así me miraste todo este tiempo como si yo fuera la basura que manchaba tu legado? —¡No! —gritó ella, luchando contra él, pero su cuerpo respondía con una traicionera electricidad—. ¡Yo he sido tan engañada como tú! —¡Mentiras! —rugió él, y su boca capturó la de ella en un beso que no era de amor, sino de conquista y castigo. Era áspero, demandante, un sabor a ira y whisky. Sus manos no acariciaron; agarraron. Le bajó los jeans con un tirón seco, la tela rasgándose levemente. —Para —logró jadear ella, volviendo la cabeza. —¿De verdad? —desafió él, su erección dura presionando contra su entrepierna a través de la ropa interior—. ¿Después de mirarme con ese odio que siempre olía a deseo? Dime que. Era cruel. Era injusto. Pero en el torbellino de emociones, era la única verdad que conocían. Asintió con la cabeza, un movimiento casi imperceptible de rendición y consentimiento. Fue suficiente. La llevó hasta el sofá blanco de cuero que había frente a su escritorio. La tumbó sobre la fría superficie. La penetración fue un único empuje brutal, sin preámbulos, sin delicadeza. Un grito ahogado escapó de los dos. Él estaba tan tenso que cada músculo de su cuerpo estaba rígido. Ella, tan estrecha que el dolor fue un fogonazo agudo. —¿Esto es lo que querías, princesa? —le gruñó al oído, sus manos inmovilizando sus muñecas contra el cuero blanco—. ¿Que el hijo bastardo te folle en el sofá de tu padre como a una puta? Ella no respondió. Solo cerró los ojos, abandonándose a la cruda realidad. Y entonces, algo cambió. La rabia inicial se transformó en una oleada de sensaciones contradictorias. Cada embestida ruda, cada palabra cruel, en vez de alejarla, la acercaba más a una verdad que su mente se negaba a admitir, pero que su cuerpo, su alma, reconocía desde siempre. No era solo deseo. No era solo rabia. Era la manifestación física de un amor tan profundo y retorcido que solo podía expresarse de la manera más primitiva y dolorosa. Un sonido diferente escapó de sus labios. No de dolor, sino de entrega. Sus caderas comenzaron a moverse en sincronía con las de él, ya no en resistencia, sino en una danza antigua y desesperada. Marco lo sintió y, confundido, redobló su ritmo, llevándola a un borde que ninguno de los dos esperaba cruzar. Cuando el orgasmo la alcanzó, fue con un gemido largo y desgarrador que pareció salir de lo más profundo de su ser. Fue violento, catártico, y la dejó temblando incontrolable, bañada en sudor y lágrimas que no entendía. Era la confirmación física de todo lo que había negado: lo amaba. Y había entregado su pureza a él, no por lujuria, sino por una lealtad visceral que trascendía toda razón. Marco llegó al clímax inmediatamente después, un gruñido seco que era más de sorpresa que de placer. Se separó de inmediato, como si su piel le quemara. Ajustó su ropa sin mirarla, la confusión y la decepción consigo mismo evidentes en cada línea de su cuerpo. Y entonces, su mirada, evitando la de ella, se posó en el sofá blanco. Ahí estaba. Una mancha pequeña, roja y perfecta sobre la pureza inmaculada del cuero. Sangre. Su cerebro, de cirujano, conectó los puntos al instante: su rigidez, su quejido de dolor ahogado, el orgasmo que había sido no de placer, sino de entrega absoluta. Ella había sido virgen. Y se había entregado a él con una intensidad que solo podía nacer del amor. —Dios mío —la frase fue una expulsión de aire cargada de un horror absoluto. No era solo horror por haberla tomado con brutalidad, sino por haber sido digno de una entrega tan monumental sin siquiera merecerla, sin siquiera reconocerla. Valeria, al ver su mirada clavada en la mancha, se encogió sobre sí misma, cruzando los brazos en un gesto de vergüenza. Una lágrima silenciosa se deslizó por su mejilla. Ahora él lo sabía todo. Sabía que lo amaba. Ese pequeño movimiento lo destrozó. —Valeria... —dijo su nombre por primera vez sin veneno, con una voz que era apenas un hilo quebrado de asombro y culpa. Ella alzó la vista hacia él. En sus ojos no había odio, sino un dolor, una vergüenza y una verdad tan desnuda que le partieron el alma. Le había entregado su amor de la manera más cruda posible, y él lo había pisoteado con su furia. Marco retrocedió un paso. Se vio a sí mismo: no solo un brutal, sino un ciego. Un necio que había confundido el amor más puro con deseo vulgar. Todo su ego masculino, toda su arrogancia, se hicieron añicos frente a esa verdad. —Lo siento —las palabras sonaron ridículamente insuficientes—. Yo... no lo sabía. —¿Y eso qué cambia, Quiroga? —preguntó ella, su voz temblorosa pero clara, cargada de una amargura infinita—. ¿Habrías sido más gentil? ¿Menos bestia? No. No me hagas ese favor. Me trataste como siempre me has tratado: como una nada. La diferencia es que esta vez... esta vez yo te lo permití. Y eso me hace aún más responsable que tú. Cada palabra fue un martillazo en su orgullo. Tenía razón. Su ignorancia no excusaba su brutalidad, pero su amor tampoco excusaba su entrega autodestructiva. Ambos estaban rotos. Giró sobre sus talones y salió de la oficina, dejándola sola, sintiéndose el ser más despreciable y ciego sobre la tierra. No había ganado. Había perdido todo. Y ahora sabía que también había perdido un amor que nunca supo ver. La rabia que sentía ahora ya no era hacia ella o Fernando. Era hacia sí mismo. Devastadora. Catártica. Era el punto de quiebre.