Cinco años después de crear la beca Dr. Ricardo Mendoza, el tiempo parecía haber encontrado su ritmo perfecto, un compás marcado por las estaciones, las cosechas y el crecimiento imparable de los más pequeños.
El jardín de la casa de campo de los Quiroga-Mendoza era una cacofonía perfecta de risas, gritos y ladridos que se mezclaban con el aroma dulzón de la barbacoa y el perfume de los jazmines que trepaban por la pérgola. Un labrador dorado, de nombre Tango, correteaba entre una manada de niños que parecía un equipo de fútbol en formación, su cola golpeando con felicidad las piernas de cualquiera que estuviera a su alcance.
Mateo, con sus siete años y una seriedad que emulaba la de su padre, Marco, intentaba con paciencia de pequeño adulto explicar a su hermana menor, Lucía —de cuatro años y medio, con un pelo rebelde que formaba un aura a su alrededor y una sonrisa pícara que prometía travesuras— por qué no debía empujar a Sofía (la menor de los Rojas, de tres años y una valentía e