La puerta de la oficina se cerró tras la salida furiosa de Fernando, dejando a Marco y Valeria sumidos en un silencio cargado de electricidad estática. El aire, antes impregnado del aroma a cuero y madera noble, ahora olía a traición y a un futuro incierto.
Marco fue el primero en moverse, girando sobre sus talones con la rigidez de quien contiene una explosión a punto de ocurrir. —Esto no cambia nada—declaró, su voz áspera por la tensión—. Mañana a las siete, en mi oficina. Revisaremos esos estados financieros línea por línea. No llegue tarde. No era una invitación. Era una orden quirúrgica, cortante y precisa. Valeria apretó los puños, sintiendo cómo el orgullo hervía en sus venas. —No soy su asistente, Quiroga —replicó, clavándole una mirada gélida—. Soy su socia. ¿O no entendió el concepto de partes iguales? La mueca de desprecio que esbozó él fue casi un gruñido. —Lo entenderé cuando vea que puede hacer algo más que esconderse detrás de un apellido—escupió, abriendo la puerta de un tirón para desaparecer en el pasillo. Sus pasos resonaron como martillazos contra el mármol pulido. Valeria se quedó sola, respirando hondo para contener la furia que amenazaba con desbordarse. La guerra estaba declarada. Marco condujo hasta su apartamento con una furia sorda. El Audi negro rugía bajo sus manos, devorando el asfalto de la ciudad como si pudiera escapar de la sombra de Ricardo Mendoza y los ojos desafiantes de su hija. Al llegar, envió un mensaje breve: «Laura. Mi apartamento. Ahora.» La respuesta fue instantánea: «En camino.» Veinte minutos después, el timbre sonó. Marco abrió la puerta. Laura estaba allí, envuelta en un sobretodo negro hasta media pierna. Su cabello castaño oscuro caía sobre sus hombros con estudiada perfección. Sin mediar palabra, entró y se desabrochó el abrigo, dejándolo caer al suelo. Debajo, solo llevaba un conjunto de lencería de seda y encaje negro que destacaba contra su piel pálida. Las medias de red terminaban en un liguero, y el corpiño apenas contenía sus curvas. Era una visión deliberada y potentísima. —Pensé que no escribirias —dijo, acercándose a él—. Se corrió la voz del testamento. Debes estar echando humo. Marco no respondió con palabras. La atrajo hacia sí con una mano en su cintura y capturó sus labios en un beso urgente y demandante. No había preámbulos, solo necesidad cruda. —Estás realmente tenso —murmuró ella contra su boca, deslizando sus manos por su espalda para paliar la rigidez de sus músculos. —Cállate —rugió él, desgarrando la frágil seda del corpiño con un tirón brusco. El sonido de la tela rasgándose llenó el silencio del vestíbulo. Laura no protestó. Una sonrisa lenta y complacida se dibujó en sus labios. Tomó su mano y lo guió hacia el dormitorio, donde las sábanas de seda negra estaban impecablemente tendidas. —Acuéstate —ordenó ella, con una voz que ahora era de terciopelo y autoridad. Marco, por primera vez esa noche, obedeció. Se recostó sobre la seda fría, observándola mientras ella se despojaba de los restos de la lencería destrozada. Su belleza era impactante: curvas generosas, cintura de avispa y una confianza que emanaba de cada poro. La luz tenue acariciaba su piel, creando contrastes de luz y sombra que la hacían parecer una escultura viviente. —Hoy mando yo —declaró, montándolo con la seguridad de una diosa—. Hoy no pienses. Solo siente. Y Marco lo hizo. Cedió al ritmo que ella marcó, permitiendo que el vaivén de sus caderas, los gemidos que escapaban de sus labios y el calor de su piel lo arrastraran lejos de la clínica, de las herencias envenenadas, de los ojos esmeraldas de Valeria que lo perseguían incluso allí. Fue sexo salvaje, catártico, un huracán de sensaciones que lo dejó vacío y exhausto. Cuando el orgasmo lo arrasó, fue con un gemido ronco que era más de liberación que de placer. Laura se derrumbó sobre su pecho, jadeando. Minutos después, ella se incorporó y se vistió con la misma eficiencia con la que se desvistió, recogiendo los jirones de su blusa. —Hasta la próxima, doctor —dijo, plantando un beso seco en su mejilla antes de desaparecer por la puerta como un fantasma. Marco se quedó solo, en la penumbra de su lujoso apartamento. El vacío regresó, más profundo que antes. El olor a sexo y a su perfume dulzón llenaba el aire, pero en su mente, persistía la imagen de Valeria Mendoza. De sus ojos llenos de furia y de un desafío que lo volvía loco. Laura lo satisfacía, pero era Valeria quien lo desafiaba, quien lo obsesionaba. La desconocida, su "hermana", era un rompecabezas que no podía resolver, y esa frustración era más adictiva que cualquier sexo casual. Finalmente, el agotamiento lo venció. Cayó en un sueño inquieto, sabiendo que al día siguiente la batalla recomenzaría.