La mañana llegó con la crudeza de la realidad. A las siete en punto, Marco estaba en su oficina, impecablemente vestido con un traje negro que enfatizaba su autoridad y su hosquedad. Valeria llegó minutos después, igual de impecable y serena, con una carpeta de cuero bajo el brazo y una expresión impenetrable.
—Empecemos —dijo él, sin preámbulos, señalando la pila de documentos financieros que había sobre su escritorio. Durante dos horas, revisaron los estados de los últimos cinco años con una meticulosidad quirúrgica. Marco, con su ojo clínico para los detalles, señaló varias inconsistencias: facturas duplicadas a un proveedor fantasma llamado "Suministros Médicos del Norte", pagos exorbitantes por equipos cuyo precio de mercado era muy inferior, y transferencias a una fundación de investigación que no aparecía en ningún registro oficial. —Esto —señaló Marco, clavando el dedo en una partida de un resonador magnético que costaba el triple de su valor— es imposible. No hay inflación que justifique esto. —Coincido—respondió Valeria, fría pero professional—. Fernando ha estado desviando fondos. Pero son pruebas circunstanciales. Si lo confrontamos ahora, encontrará la manera de evadirse. Necesitamos más. Decidieron postergar la confrontación directa. La prioridad inmediata era la compleja cirugía de trasplante cardíaco programada para las once de la mañana. En el quirófano, la tensión entre ellos se transformó en una concentración professional palpable. Eran dos titanes del bisturí, y por el bien del paciente, sus egos se silenciaron. Todo marchaba con una precisión perfecta hasta que, de repente, los monitores del paciente comenzaron a emitir alarmas estridentes. Fibrilación ventricular masiva. —¡¿Qué demonios?! —gritó Marco, sus ojos escaneando el campo operatorio con ferocidad—. ¡Desfibrilador, carajo! —¡No responde!—voceó el anestesiólogo, el pánico empezando a colorear su tono—. ¡Está en asistolia! Valeria, en lugar de paralizarse, actuó por puro instinto. Su mirada se clavó en el vial de heparina que goteaba en el sistema de perfusión. Algo no cuadraba. —¡Alto!¡Detengan la perfusión! —ordenó, con una autoridad tan rotunda que hizo que todo el personal, incluido Marco, se volviera a mirarla. Con gestos rápidos y decisivos, desconectó el vial y lo examinó contra la luz de los focos quirúrgicos. Ahí estaba. Una burbuja de aire, minúscula y letal, flotando en el líquido transparente. —Sabotaje —anunció, mostrándoselo a Marco. Sus ojos se encontraron. En los de él, incredulidad y una furia helada. En los de ella, determinación pura. En ese instante, no eran herederos rivales; eran colegas unidos para salvar una vida. Rápidamente, reemplazaron el vial y lograron estabilizar al donante. La cirugía, aunque retrasada y al borde del desastre, fue finalmente un éxito. Horas después, ya en la tarde, se encontraron en la sala de guardia, la adrenalina cediendo paso al agotamiento. —Me salvó el trasplante—admitió Marco, sin mirarla, apoyado contra la pared—. Eso fue... instinto puro. De cirujana. —Fue mi trabajo—respondió Valeria, aunque un leve temblor en sus manos delataba la tensión vivida—. Alguien intentó matar a un paciente y arruinarle. Tenemos que encontrar quién fue. Revisaron el expediente del donante y del receptor y los registros de enfermería buscando la causa del error, pero no encontraron anomalías. Todo parecía en orden. Sabían que había sido deliberado, pero la evidence era escurridiza. La burbuja de aire no dejaba rastro. Frustrados, decidieron confrontar a Fernando con las inconsistencias financieras, la única prueba tangible que tenían. Lo encontraron en su oficina, con una sonrisa tensa. —Parece que hubo un pequeño incidente en quirófano —comenzó Fernando, con falsa preocupación—. ¿Todo está bien? —No gracias a usted —espetó Marco, arrojando el dossier de las finanzas sobre su escritorio—. ¿Quiere explicarnos esto? Fernando palideció, pero recuperó la compostura con rapidez. Ojeó los documentos con desdén. —¡Ah, esto! Lamentables errores de nuestro contador externo. Un incompetente. Ya fue despedido esta misma tarde —declaró, con una sonrisa fría—. Tomen esto como una lección de por qué necesitamos una administración experimentada, no... impulsiva. Había encontrado su chivo expiatorio. Cortaba cualquier hilo que pudiera llevar hasta él. Se salía con la suya. Esa noche, Marco se quedó solo en su oficina. La imagen de Valeria, serena y decisiva en medio del caos, no lo abandonaba. Laura lo satisfacía, pero Valeria... Valeria lo desafiaba, lo intrigaba, lo obsesionaba. Y esa realization, junto con la evidencia de que Fernando estaba dispuesto a matar, era más peligrosa que cualquier otra cosa. La guerra había escalado. Y ahora ambos estaban en el punto de mira.