Sofía siempre ha creído que su vida sería sencilla, hasta que por casualidad consigue un trabajo como mucama en una de las familias más poderosas de la ciudad. Lo que no sabe es que pertenece a esa misma familia: fue dada por muerta años atrás por su madre y su hermana, quienes nunca la perdonaron. Su padre, destrozado, la ha buscado en silencio, sin saber si algún día la volverá a encontrar. Entre lujos que nunca imaginó y secretos que la rodean, Sofía conoce a Alejandro, el hijo de otra familia de alcurnia que guarda un profundo odio hacia la de ella. La atracción es inmediata, pero el desprecio que él siente por su “familia enemiga” pone su incipiente romance en peligro. Mientras Sofía se gana su lugar como empleada y se acerca a quienes deberían ser su familia, desconoce que está caminando hacia la verdad que podría cambiarlo todo… y decidir si su corazón se atreverá a amar en medio de engaños y traiciones.
Leer másEl taxi avanzaba por las calles llenas de gente y ruidos que parecían multiplicarse con cada bocina. Afuera, todo parecía moverse demasiado rápido y yo me aferraba al asiento como si eso pudiera anclarme al presente. Siempre he sido más de observar que de participar; me gusta sentir con los ojos y con el corazón antes que con la voz.
Hoy llevaba unos pantalones negros sencillos, una blusa clara y cómoda, y zapatos planos que me permiten caminar sin torcerme el tobillo. Recogí mi cabello castaño en una coleta baja para que no molestara, y no usé maquillaje más que un poco de bálsamo en los labios. Nada demasiado llamativo; no busco que me recuerden por mi apariencia, solo que me den una oportunidad. Crecí en un orfanato, así que la vida me enseñó rápido que si no buscaba oportunidades por mi cuenta, nadie lo haría. Ahora que soy mayor, necesito trabajar. No tengo estudios, y los pocos cursos que me interesaban están fuera de mi alcance económico. Pero hoy quizá podría tener suerte. Vi un anuncio que buscaba una mucama para una casa de gente adinerada. No era el trabajo mejor pagado del mundo, pero ofrecían alojamiento, comida y un sueldo decente a cambio de trabajar todo el día allí. Trabajar todo el día no me asusta tanto; después de todo, ya estoy acostumbrada a ocupar mi tiempo y cumplir con lo que debo, sin esperar recompensas exageradas. El taxi giró por una calle más tranquila, bordeada de árboles que proyectaban sombras sobre los edificios. Y allí estaba: la mansión. No era solo grande, era imponente. Sus muros de piedra clara reflejaban la luz del sol, y las ventanas enormes, con marcos oscuros y pulidos, parecían observarme como si supieran que estaba llegando. El jardín delantero estaba impecablemente cuidado: césped verde perfecto, flores en colores vivos y un par de fuentes que brillaban bajo el sol. Todo emanaba riqueza y orden, algo que yo nunca había tenido cerca, aunque lo había imaginado millones de veces. Me quedé unos segundos mirándola desde el taxi, respirando hondo y preguntándome si realmente podría pertenecer a ese lugar, si lograría adaptarme a un mundo que parecía tan lejano. Pero no tenía otra opción. Esta era mi oportunidad, y estaba decidida a aprovecharla. El taxi frenó suavemente frente a la entrada. Mi corazón dio un pequeño brinco y, con un gesto nervioso, apreté el bolso contra mi pecho. Era hora de bajar y enfrentar aquello. El taxi se detuvo suavemente frente a la entrada, y sentí un nudo en el estómago mientras abría la puerta. El aire olía a flores frescas y tierra húmeda, mezclado con la fragancia suave de las fuentes del jardín. Bajé con cuidado, asegurándome de que mis zapatos no se ensuciaran con la gravilla del camino, y fue entonces cuando lo vi: un hombre alto, uniforme oscuro, impecable, con expresión seria. Su mirada se posó sobre mí, lenta y analítica. —¿Quién es usted? —preguntó, con voz firme pero sin hostilidad—. ¿Tiene cita? Me tragué el nerviosismo y respondí con la verdad: —Vengo para la entrevista como mucama, señor. Tengo cita a las diez. El guardia frunció el ceño, cruzó los brazos y me examinó de pies a cabeza. Sentí sus ojos recorrer mi rostro, mi ropa, mi postura, como si quisiera adivinar si era digna de cruzar esas puertas. Un escalofrío recorrió mi espalda, pero traté de mantener la calma. No era la primera vez que alguien me juzgaba con la mirada, aunque jamás frente a una mansión así. —Está bien —dijo finalmente, suavizando la expresión—. Puede pasar. Pero recuerde seguir las reglas. Asentí y di un paso adelante. Mientras caminaba por el camino de piedra, sentí que mi corazón latía más rápido de lo normal. A ambos lados, el jardín se extendía como un cuadro perfecto: césped verde y cortado a la perfección, flores de todos los colores alineadas en bordes simétricos, pequeños arbustos recortados con precisión, y fuentes de mármol que dejaban escapar el agua con un murmullo delicado. Era como si cada planta, cada piedra, cada detalle hubiera sido colocado con un cuidado obsesivo. —Buenos días —dijo una voz desde un lateral—. Un hombre mayor, con gorra de jardinero y manos curtidas por el trabajo al aire libre, me saludaba con una sonrisa amable mientras regaba un seto bajo el sol. —Buenos días —respondí, devolviendo la sonrisa, algo aliviada de encontrar un rostro amigable—. Él asintió, y sus ojos se suavizaron al mirarme. —No sé quién es usted ni cuánto tiempo durará, pero si realmente va a trabajar aquí, le deseo buena suerte. Esta familia es… un poco quisquillosa, sobre todo la señora y la hija. —Se inclinó un poco hacia mí, bajando la voz como si compartiera un secreto—. No es nada personal, solo que tienen carácter fuerte. Pueden haber malos ratos, créame, pero si logra mantener la calma, tal vez no le vaya tan mal. Asentí, intentando memorizar sus palabras. Su advertencia no me asustaba; más bien me preparaba. Me sentí extrañamente agradecida, como si el simple hecho de que alguien me deseara suerte suavizara la tensión que se acumulaba en mi pecho. —Gracias —dije—. Lo tendré en cuenta. —Bueno, entonces siga por ahí —dijo mientras volvía a su trabajo, regando con cuidado los arbustos—. Y trate de no pisar las flores. La señora se enoja si alguna se daña. Seguí caminando y el camino me llevó hasta la enorme puerta principal. Antes de entrar, respiré hondo, inhalando el perfume de los jazmines y el murmullo de las fuentes, y sentí una mezcla de emoción y temor. Cada paso que daba hacía que el peso de la mansión se sintiera más real. Las paredes de piedra clara se elevaban varios metros sobre mí, y las ventanas enormes reflejaban la luz del sol de manera que casi me cegaban. Las columnas, los marcos tallados y la puerta principal de madera oscura, con detalles en bronce, transmitían una sensación de autoridad y solemnidad que me hizo inclinar levemente la cabeza. Al abrir la puerta, un aroma distinto me recibió: madera pulida, alfombras que crujían suavemente, y un leve toque a incienso que daba elegancia al ambiente sin ser abrumador. El vestíbulo era amplio, con techos altos y un gran candelabro que colgaba del centro, lanzando destellos de luz sobre los mosaicos del piso. Las paredes estaban decoradas con cuadros antiguos y espejos de marco dorado, y un par de sillas con tapicería verde estaban colocadas a los lados, como esperando a alguien. Todo respiraba riqueza, pero también una disciplina silenciosa. Un hombre mayor, con traje negro impecable, apareció casi de inmediato. Su porte era recto, su cabello canoso peinado hacia atrás, y sus ojos tenían una mirada atenta, como si nada se le escapara. —Buenos días —dijo con voz suave pero firme—. Soy el mayordomo. Lo llevaré al despacho donde la entrevistará la señora. Por favor, sígame. Asentí y lo seguí, caminando por un pasillo largo adornado con alfombras rojas y cuadros que mostraban paisajes elegantes y austeros. Todo estaba limpio, perfectamente ordenado, y el sonido de nuestros pasos resonaba con un eco delicado pero constante. Había un silencio pesado, casi reverente, que hacía que mi respiración sonara demasiado alta en mi propio oído. Finalmente, llegamos a una puerta amplia y sólida. Antes de abrirla, el mayordomo se detuvo y me indicó que entrara primero. Al cruzar el umbral, lo primero que noté fueron las fotos sobre el escritorio y las repisas cercanas: imágenes de una pareja feliz el día de su boda, sonrisas perfectas, abrazos cálidos. También había fotos de la hija, varias, capturada en distintos momentos de su infancia y adolescencia, todas mostrando poses cuidadas y miradas que denotaban carácter. No había fotos recientes de toda la familia junta ni ningún retrato actual; todo parecía congelado en un pasado idealizado, como si quisieran que ese recuerdo fuera el que permaneciera en la memoria de cualquiera que entrara. Mientras miraba esas imágenes, un cosquilleo extraño me recorrió la espalda, un sentimiento de familiaridad que no podía ubicar. Era como si, de alguna manera, ya hubiera visto esos rostros antes, aunque sabía que era imposible. Cerré los ojos un instante, respirando hondo para calmar la sensación y no parecer distraída. El despacho era amplio, con paredes cubiertas de madera pulida y una gran biblioteca a un lado, llena de libros perfectamente alineados. Un escritorio enorme ocupaba el centro, y la luz entraba por las ventanas altas, iluminando cada superficie con claridad. Alfombras suaves amortiguaban el sonido de los pasos, y todo en la habitación transmitía orden y control. A pesar de su belleza, había un aire frío, calculado, que recordaba que allí cada objeto tenía su lugar y cada persona debía respetarlo. El mayordomo hizo una pequeña reverencia y abrió la puerta hacia la estancia contigua, donde supuse que me esperaría la señora para la entrevista. Mi corazón latía más rápido, mezclando nerviosismo, emoción y la extraña sensación de que este momento, de alguna forma, ya me resultaba familiar. Tomé aire, ajusté mi postura y di un paso hacia la puerta, sabiendo que después de cruzarla, todo cambiaría. Era mi oportunidad de entrar en ese mundo que parecía tan lejano, pero también sabía que no sería fácil.Con los días fui acostumbrándome poco a poco a la rutina de la casa. Cada mañana, Arnold, el mayordomo, me entregaba la lista de cosas por limpiar y otra con las compras que debía hacer durante el día. La monotonía se volvió una especie de refugio para mí, aunque todavía me resultaba extraño caminar por esos pasillos tan silenciosos. De la señora Isabel no sabía nada desde hacía varios días, y con don Manuel apenas coincidía de vez en cuando: lo saludaba con educación y él respondía del mismo modo, serio y distante, como si no hubiera nada más que añadir. La única que parecía estar siempre encima de mí era Valentina. Me pedía cosas tan ridículas como abrirle una bolsa de cereal para servirla o ponerle catsup a sus papas fritas. Y yo tenía que obedecer, aunque me pareciera absurdo, recordándome cada vez cuál era mi lugar en esa casa. Pasaba el trapo con cuidado por los adornos de la sala de estar: el marco dorado de los cuadros, las pequeñas esculturas de porcelana que parecían obse
Bajé a la cocina con el balde en la mano, decidida a terminar de limpiar y a sacar la basura antes de que se hiciera tarde. Estaba concentrada en limpiar cada rincón, entonces, el silencio me hizo dar un pequeño sobresalto cuando alguien hablo — Mucama, sírveme agua —dijo una voz firme, sin un saludo, sin un porfavorMe giré y allí estaba ella, sentada con las piernas cruzadas en la silla de la cocina, mirando la pantalla del celular como si yo no existiera. Su cabello, largo y oscuro, caía con un brillo casi idéntico al de su madre en las fotos que había visto. Los ojos, grandes y expresivos, tenían esa misma mezcla de determinación y algo de distancia que recordaba en Isabel.—Hola… tú debes ser Valentina, ¿verdad? —intenté con una sonrisa, tratando de sonar amable.La chica levantó la vista, arqueó una ceja y me soltó con tono cortante:—Sí. ¿Y todavía no me has servido el agua?No solo se parecía físicamente a su madre; en su forma de actuar también veía reflejada esa mezcla de a
Al llegar a la entrada, el guardia estaba allí, como siempre, firme y atento. Esta vez se acercó con una ligera sonrisa, y me sorprendió la amabilidad en su gesto.—Buenos días, señorita. Me llamo Enrique —dijo, inclinando ligeramente la cabeza—. Felicidades por haber conseguido el trabajo. Me alegra verla de nuevo.Asentí, un poco sorprendida, todavía acomodándome el bolso sobre el hombro. Habíamos intercambiado saludos breves antes, pero nunca me había dicho su nombre. Había algo en su voz, tranquila y respetuosa, que me transmitía seguridad.—Gracias —respondí—. Es un gusto conocerlo, Enrique.El hombre me hizo una ligera reverencia con la cabeza y me abrió la puerta. Crucé el umbral, dejando atrás el aire fresco del jardín, y un escalofrío de emoción recorrió mi espalda. No podía evitar notar que el jardinero no estaba en su puesto habitual; el silencio en esa área me resultó extraño. Tal vez estaba ocupado en alguna otra parte del terreno, pensé, aunque un pequeño vacío se acomod
El mayordomo me abrió la puerta y allí estaba ella: la señora Isabel Salvatierra. Se mantenía erguida junto al escritorio, y su sola presencia me obligó a enderezar la espalda. Nuestros ojos se encontraron y, por un instante, me recorrió un escalofrío extraño, como si la conociera de antes, aunque era imposible. Había algo en su mirada que me dejó sin aliento, pero preferí ignorarlo, fingir que no había sentido nada.Recordé entonces las fotografías que había visto de ella, recién casada: una mujer joven, radiante, con un brillo ingenuo en los ojos. Mirarla ahora era enfrentar a la misma persona, pero transformada. Sus facciones se habían endurecido con los años y el peso de una sombra invisible parecía acompañarla en cada gesto. La dulzura de antaño se había desvanecido, dejando en su lugar un carácter fuerte, casi implacable, que se percibía incluso en su silencio.La primera vez que Isabel Salvatierra me miró, no fue como una persona mira a otra, sino como alguien que revisa un obj
El taxi avanzaba por las calles llenas de gente y ruidos que parecían multiplicarse con cada bocina. Afuera, todo parecía moverse demasiado rápido y yo me aferraba al asiento como si eso pudiera anclarme al presente. Siempre he sido más de observar que de participar; me gusta sentir con los ojos y con el corazón antes que con la voz.Hoy llevaba unos pantalones negros sencillos, una blusa clara y cómoda, y zapatos planos que me permiten caminar sin torcerme el tobillo. Recogí mi cabello castaño en una coleta baja para que no molestara, y no usé maquillaje más que un poco de bálsamo en los labios. Nada demasiado llamativo; no busco que me recuerden por mi apariencia, solo que me den una oportunidad.Crecí en un orfanato, así que la vida me enseñó rápido que si no buscaba oportunidades por mi cuenta, nadie lo haría. Ahora que soy mayor, necesito trabajar. No tengo estudios, y los pocos cursos que me interesaban están fuera de mi alcance económico. Pero hoy quizá podría tener suerte. Vi
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