El mayordomo me abrió la puerta y allí estaba ella: la señora Isabel Salvatierra. Se mantenía erguida junto al escritorio, y su sola presencia me obligó a enderezar la espalda. Nuestros ojos se encontraron y, por un instante, me recorrió un escalofrío extraño, como si la conociera de antes, aunque era imposible. Había algo en su mirada que me dejó sin aliento, pero preferí ignorarlo, fingir que no había sentido nada.Recordé entonces las fotografías que había visto de ella, recién casada: una mujer joven, radiante, con un brillo ingenuo en los ojos. Mirarla ahora era enfrentar a la misma persona, pero transformada. Sus facciones se habían endurecido con los años y el peso de una sombra invisible parecía acompañarla en cada gesto. La dulzura de antaño se había desvanecido, dejando en su lugar un carácter fuerte, casi implacable, que se percibía incluso en su silencio.La primera vez que Isabel Salvatierra me miró, no fue como una persona mira a otra, sino como alguien que revisa un obj
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