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Capítulo 5: Un desconocido importante

Con los días fui acostumbrándome poco a poco a la rutina de la casa. Cada mañana, Arnold, el mayordomo, me entregaba la lista de cosas por limpiar y otra con las compras que debía hacer durante el día. La monotonía se volvió una especie de refugio para mí, aunque todavía me resultaba extraño caminar por esos pasillos tan silenciosos.

De la señora Isabel no sabía nada desde hacía varios días, y con don Manuel apenas coincidía de vez en cuando: lo saludaba con educación y él respondía del mismo modo, serio y distante, como si no hubiera nada más que añadir.

La única que parecía estar siempre encima de mí era Valentina. Me pedía cosas tan ridículas como abrirle una bolsa de cereal para servirla o ponerle catsup a sus papas fritas. Y yo tenía que obedecer, aunque me pareciera absurdo, recordándome cada vez cuál era mi lugar en esa casa.

Pasaba el trapo con cuidado por los adornos de la sala de estar: el marco dorado de los cuadros, las pequeñas esculturas de porcelana que parecían observarlo todo desde su lugar, y hasta las repisas donde descansaban libros que nadie abría. A mi lado, Arnold sacudía el polvo con la misma calma y precisión de siempre.

Agradecía que se tomara el tiempo de ayudarme, porque sabía bien que no tenía por qué hacerlo. Era el mayordomo de la familia, y además, el jefe de todo el personal doméstico. Su trabajo iba mucho más allá de limpiar: era quien revisaba que cada cosa se hiciera como debía, que Enrique, el guardia, cumpliera con su puesto en la entrada, o que Francis, el jardinero que se me presentó hace unos días, mantuviera impecables los jardines que rodeaban la casa.

Aún así, pese a su posición, Arnold no se mostraba distante ni altivo. Al contrario, agradecía mi esfuerzo y solía repetir que, después de todo, éramos colegas. Y tenía razón. Con él, con Enrique y con Francis había compartido algunas charlas en estos últimos días, lo suficiente para sentir que, de una manera u otra, éramos un equipo dentro de aquella casa demasiado grande y demasiado callada.

Mientras yo continuaba repasando con el trapo los adornos de la sala, un toque en la puerta interrumpió la calma. Arnold se levantó con cierta sorpresa y se acercó a abrirla.

Cuando vio quién estaba allí, su semblante cambió de inmediato. La amabilidad que siempre mostraba se endureció, como si un resorte invisible le recordara que no todo era permitido en aquella casa.

Frente a él estaba un chico increíblemente apuesto. No solo atractivo, sino de esos que parecen detenerte un instante al cruzar la mirada: cabello perfectamente despeinado, ojos que brillaban con un fuego travieso, y una sonrisa descarada que parecía desafiar al mundo. Sin esfuerzo, irradiaba seguridad y diversión a partes iguales, como si cada gesto suyo estuviera calculado para llamar la atención… y lo lograba.

Me sorprendió la facilidad con que mantenía esa sonrisa traviesa mientras miraba a Arnold, como si disfrutara provocando una reacción. Era imposible no fijarse en él

Arnold frunció el ceño y cruzó los brazos. —¿Qué haces tú aquí? —preguntó con voz firme.

El chico se apoyó despreocupadamente en el marco de la puerta, con una sonrisa traviesa que parecía desafiarlo todo. —Tengo una cita con don Manuel. Quedé en venir para hablar de algunos asuntos.

Arnold bufó, visiblemente molesto. —A mí no se me ha notificado nada. De hecho, no entiendo por qué Enrique te dejó entrar.

El chico arqueó una ceja, con un brillo divertido en los ojos. —Ah, él sabe que si estoy aquí no es por mero gusto de molestarte. Qué raro que tú, el encargado de cuidar esta familia, no estés enterado de nada.

Arnold se puso rojo de coraje, apretando los puños. —O le mentiste a Enrique y vienes a buscar pleito con don Manuel. De todos modos, te aviso que no pasarás dentro sin que se me confirme la autorización de tu entrada, y de que esa tal cita sea cierta.

El chico dio un suave golpe con el pie contra el suelo —Me parece que ya estoy dentro— dijo con una voz cargada de picardía— Alguien no hizo bien su trabajo.

Arnold frunció aún más el ceño. —Quédate aquí. Te sientas y esperas a que yo te diga si puedes pasar.

El chico sonrió aún más amplio, divertido ante la orden, y mientras entraba con paso relajado dijo —Descuida, no iré a ningún lado

Se dejó caer en uno de los sillones, cruzando las piernas con confianza

Arnold se fue a buscar a don Manuel, notablemente molesto, y me quedé sola con el chico, aún sin saber su nombre. Me sentí un poco incómoda, sin saber muy bien cómo reaccionar.

Él estaba sentado en el sillón, cruzando las piernas con esa confianza que parecía envolverlo todo. Al notar mi presencia, giró la cabeza hacia mí, y la sombra de rebeldía que había mostrado momentos antes se calmó un poco.

—Hola —me saludó, con una sonrisa serena—. ¿Eres nueva aquí? Perdona, no te había visto.

Había algo en su mirada que transmitía calma y educación, incluso después del enfrentamiento con Arnold. Por un instante, mientras cruzaba el umbral de la puerta, casi me imaginé que comenzaría a darme órdenes absurdas como Valentina, del tipo “ya que estás aquí, amárrame las agujetas”. Pero no. Estaba tranquilo, con una serenidad que me sorprendió y me hizo sentir, sin querer, un poco más relajada.

Su vestimenta era informal, pero cuidada. Llevaba una camisa de lino blanca, ligeramente desabotonada en el cuello, que contrastaba con unos pantalones oscuros perfectamente ajustados. Un blazer gris oscuro, sin ser demasiado formal, completaba su look; parecía elegante sin esfuerzo, como si cada prenda estuviera elegida para verse bien sin siquiera intentarlo demasiado. Incluso sus zapatos, de cuero negro pulido, parecían más un accesorio de estilo que una necesidad.

No podía dejar de mirarlo, intrigada por cómo alguien podía combinar tanta confianza, elegancia y esa chispa traviesa en la mirada, todo a la vez.

—Soy la nueva mucama, ¿desea algo de tomar? —pregunté, un poco insegura, sin saber muy bien qué hacer y suponiendo que eso sería lo adecuado.

Él se rió suavemente, una risa ligera que hizo que la tensión se desvaneciera un poco.

—Me parece que eso de ofrecer bebidas le toca a Arnold. Descuida, estoy bien así, gracias —dijo amablemente—. Por cierto, me llamo Alejandro, Alejandro Rivera.

Se levantó con rapidez para darme la mano, un gesto tan natural que mostraba lo educado que era. Tomé su mano un poco tímida.

—Es un gusto, señor Alejandro.

Él sonrió con diversión. —No creo ser tan mayor para que me digan señor —dijo alegre, con una chispa de humor en la voz—. Apenas tengo 21. Tú, ¿cómo te llamas?

No esperaba que le interesara mi nombre; después de todo, yo era la mucama. Pero respondí, un poco insegura:

—Sofía… me llamo Sofía Méndez.

Alejandro sonrió con calidez. —Es un gusto conocerte, Sofía —dijo mientras volvía a tomar asiento—. Y, por cierto, perdona lo que viste hace un momento. Me gusta molestar a Arnold, pero solo por lo rígido que se pone cuidando la casa, pero no es nada personal, con Francis me pongo a conversar de fútbol.

Su tono era ligero, casi relajante, y aunque sus palabras reflejaban travesura, había algo en su forma de hablar que hacía que me sintiera cómoda, como si estuviera frente a alguien confiable y… sorprendentemente amable.

No pude evitar soltar una pequeña risa. Por un instante, pude bajar la guardia y la sensación de tensión que había en la sala desapareció casi por completo. Me sentí cómoda riendo de manera natural frente a él.

Antes de que pudiera decir algo, apareció Arnold, con esa mezcla de molestia y formalidad que lo acompañaba después de haber dejado pasar a Alejandro

—Al parecer olvidaron avisarme que vendrías —dijo, con su tono aún firme pero cargado de reproche—. Muy bien, chico, te llevo con el señor…

Alejandro sonrió divertido ante la seriedad de Arnold. —Descuida amigo, se donde queda la oficina— Alejandro se levantó con elegancia, todavía con esa sonrisa ligera en el rostro, dejando en el aire un poco de su travesura y buen humor.—bueno Sofía, fue un gusto conocerte,espero verte seguido por aquí—me dijo mientras me daba una ultima sonrisa y se daba la vuelta

Observé cómo Alejandro caminaba con paso seguro hacia la oficina de don Manuel, todavía con esa sonrisa que parecía no borrarse nunca. La confianza con la que se movía hacía que pareciera dueño del lugar, aunque apenas hubiera cruzado la puerta.

Arnold permaneció a mi lado, siguiendo con la mirada cada uno de sus movimientos. Lo noté tensar la mandíbula y soltar un resoplido leve, como si intentara contener la molestia.

—Ese chico me saca de quicio a veces —dijo Arnold, todavía con el ceño fruncido.

Yo me reí bajito, incapaz de contenerme.

—Cuidado, Sofía —añadió, mirándome de reojo.

—¿Yo? ¿Con qué? —pregunté, confundida.

—Tus mejillas están bastante sonrojadas… pero él es el hijo coqueto de la familia Rivera. Y esa familia no es bienvenida aquí.

Me quedé en silencio, sorprendida por el tono con el que lo dijo.

—¿A qué te refieres con “no es bienvenida”? Tú mismo lo dejaste entrar.

Arnold suspiró. —Tienen negocios conjuntos, sí… pero no se llevan nada bien. Por eso el señor Rivera siempre manda a su hijo, y no viene él.

—Pero… no entiendo —insistí—. Dijiste que no se llevan bien, ¿por qué siguen trabajando juntos? No tiene sentido.

Arnold negó con la cabeza. —Esa parte de la historia no la tengo, querida. Lo siento. Cuando entré a trabajar aquí ellos ya se llevaban mal. Creo que antes eran amigos… pero no tengo la versión completa.

Aquella explicación me pareció extraña, como un rompecabezas al que le faltaban piezas. Y sin embargo, lo que más me incomodaba era mi propia reacción.

Me sentí estúpida. Una parte de mí se había sentido desilusionada al escucharlo llamarlo “el hijo coqueto”. ¿De verdad me había halagado tanto solo porque me preguntó mi nombre? ¿Había bajado la guardia tan fácil? Idiota.

Además, si venía de una familia ricachona, lo más probable era que fuera igual que Valentina: caprichoso, acostumbrado a tenerlo todo. Solo que, en lugar de ser prepotente conmigo, prefería el jueguito de coquetear con la mucama.

Me invadió una punzada de molestia. No. Mejor dejaría el tema ahí. Terminaría rápido lo que tenía entre manos y seguiría con mis deberes. No volvería a bajar la guardia por un tipo como ese.

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