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Capitulo 2: Condiciones del poder

El mayordomo me abrió la puerta y allí estaba ella: la señora Isabel Salvatierra. Se mantenía erguida junto al escritorio, y su sola presencia me obligó a enderezar la espalda. Nuestros ojos se encontraron y, por un instante, me recorrió un escalofrío extraño, como si la conociera de antes, aunque era imposible. Había algo en su mirada que me dejó sin aliento, pero preferí ignorarlo, fingir que no había sentido nada.

Recordé entonces las fotografías que había visto de ella, recién casada: una mujer joven, radiante, con un brillo ingenuo en los ojos. Mirarla ahora era enfrentar a la misma persona, pero transformada. Sus facciones se habían endurecido con los años y el peso de una sombra invisible parecía acompañarla en cada gesto. La dulzura de antaño se había desvanecido, dejando en su lugar un carácter fuerte, casi implacable, que se percibía incluso en su silencio.

La primera vez que Isabel Salvatierra me miró, no fue como una persona mira a otra, sino como alguien que revisa un objeto, evaluando si es útil o no. Sus ojos recorrieron mi figura de arriba abajo con una lentitud calculada, deteniéndose en mis zapatos gastados, en mis manos nerviosas que intentaba ocultar sobre el regazo, en la sencillez de mi ropa. Aquella mirada era un juicio silencioso, cargado de prepotencia. No me quedó duda de que me estaba midiendo, evaluando si yo era adecuada para algo tan simple —y al mismo tiempo tan vital— como ocupar el puesto de mucama en esa casa que parecía tragarse a cualquiera con su grandeza.

No dijo nada durante unos segundos, y yo me revolvía por dentro, aunque por fuera trataba de mantener la compostura. Sabía que cualquier gesto mal interpretado podía significar la pérdida de la oportunidad que me había llevado hasta ahí. Finalmente, su voz cortó el silencio, firme y sin la más mínima intención de suavizar las aristas.

—Siéntese.

La orden sonó más como un mandato que como una invitación. Me acomodé en la silla frente a su escritorio, cuidando no hacer ruido al arrastrarla, como si el menor sonido pudiera irritarla. Ella se acomodó también, erguida, con las manos entrelazadas sobre la mesa, y me observó un instante más, como si esperara que yo me incomodara antes de hablar.

—La familia Salvatierra —comenzó con un tono pausado, grave, ensayado— es una familia de alcurnia y de poder. Durante generaciones hemos sabido mantener no solo nuestro nombre, sino también el lugar que nos corresponde en esta sociedad.

Mientras hablaba, sus palabras se alzaban como muros, y yo me sentía cada vez más pequeña en aquella silla demasiado grande para mi cuerpo.

—Nuestro tiempo está ocupado en asuntos importantes —continuó—, por lo que necesitamos personas capaces de mantener esta casa impecable. Cada rincón debe estar en orden, cada superficie limpia, y además, habrá que atender algunos mandados y tareas menores. No se trata solo de limpiar; se trata de ser confiable, obediente y discreta.

Hizo una breve pausa. Yo apenas respiraba, temiendo interrumpir su discurso.

—Así que, antes de decidir si es usted adecuada, necesito conocerla. —Sus ojos volvieron a escudriñarme—. Dígame su nombre completo.

Tragué saliva, consciente de que mi voz podía sonar temblorosa si no me controlaba.

—Sofía… Sofía Méndez, señora —respondí, obligándome a mirar un punto fijo en el escritorio, incapaz de sostenerle la mirada.

Ella asintió apenas, como si anotara en una libreta invisible, y enseguida lanzó la siguiente pregunta.

—Edad.

—Diecinueve años.

No reaccionó. No parecía importarle si tenía diecinueve o cincuenta; lo preguntaba porque debía hacerlo, nada más.

—¿Nivel de estudios?

Sentí un nudo en el estómago. Aquella era la parte más delicada. Podría decir la verdad: que solo había cursado lo básico, lo que el orfanato pudo darme. Pero algo en mí se rebeló. No podía arriesgarme. Yo sabía cómo eran las familias de alcurnia, o al menos lo había imaginado; para ellas, alguien salido de un orfanato sería poco más que una carga indeseable, un error social. No, esa verdad debía quedar enterrada. Respiré hondo y respondí con cautela.

—Lo básico, señora. Hasta donde he tenido oportunidad de estudiar.

Ella entrecerró los ojos como si quisiera leer entre líneas, pero no insistió. En ese momento, agradecí que no me hiciera más preguntas, porque cada una que pudiera acercarse a mi pasado era como una trampa en la que no debía caer.

No podía quedarme callada, así que decidí tomar la palabra, aunque la voz me salió suave, casi quebrada al principio.

—Quiero comenzar a trabajar cuanto antes, señora —dije—. Me esforzaré mucho. Soy bastante buena en la limpieza, rápida y cuidadosa. Aprendo con facilidad y no me cuesta obedecer. Sé seguir instrucciones y cumplir con lo que se me pide. Lo único que pido es una oportunidad.

Me detuve, respirando hondo, y sentí que el corazón me latía con fuerza.

—Estaré agradecida, de verdad, si me la concede.

Mientras hablaba, notaba cómo mi sinceridad se desbordaba en cada palabra. No tenía nada más que ofrecer que mi disposición y mis manos dispuestas a trabajar. Esa casa, con sus muros imponentes y su dueña implacable, era la promesa de un lugar donde al menos podría pertenecer, aunque fuera en la sombra.

Su mirada volvió a recorrerme de pies a cabeza, lenta, meticulosa, como si quisiera asegurarse de que no había ningún fallo, ningún resquicio de debilidad que pudiera interpretarse como una amenaza a su casa. Sentí el peso de sus ojos en cada centímetro de mi cuerpo, y por un instante me pregunté si algún día me acostumbraría a sentirme tan examinada. Era incómodo, sí, pero también extraño: había algo fascinante en esa manera de observar, como si mi presencia fuera un reto que debía superar.

Finalmente, se recostó un poco en la silla y, con la misma voz fría y precisa que había usado antes, dijo:

—Muy bien. Le daré la oportunidad.

Mi corazón dio un vuelco. No era un “bienvenida” ni un gesto amable, solo un reconocimiento práctico. Pero para mí era suficiente; era la llave que podía abrir un futuro que hasta hace unas horas parecía imposible.

—Se ve joven y rápida —continuó—. Eso es exactamente lo que apreciamos por ahora. Que pueda moverse con agilidad, atender a la casa y cumplir con las tareas sin retrasos. La eficiencia es importante. Y la discreción, aún más.

Tragué saliva y asentí, sin atreverme a decir palabra. La tensión no había desaparecido; la seguía sintiendo en cada movimiento, en cada silencio que llenaba el despacho.

—Quiero que sepa —dijo Isabel, con un leve gesto que no admitía interrupciones— quiénes viven en esta casa. Mi esposo, Don Manuel Salvatierra, y mi hija, Valentina.

Al escuchar sus nombres, sentí que mi cuerpo reaccionaba de manera automática. No eran solo nombres; eran los dueños del lugar, los guardianes de un poder que podía aplastar cualquier error. Isabel continuó, y yo escuchaba con atención cada palabra, consciente de que no podía permitirme distraerme:

—Son las personas que tienen la autoridad de decirle qué hacer y qué no hacer. Si en algún momento se aprovéchase de esta oportunidad… —hizo una pausa breve, y su mirada adquirió un filo más intenso, como un cuchillo invisible— …si sustrae algo que no le pertenece, ya sea dinero, objetos, o cualquier cosa que signifique robo, si abusa de la bondad que esta casa le ofrece, no solo será despedida inmediatamente, sino que también me encargaré de que le haga la vida imposible.

Su advertencia cayó sobre mí como un frío alarido. La frialdad de su tono, la precisión de sus palabras, me hicieron comprender que no era solo un recordatorio de normas; era una amenaza tangible, calculada para dejar claro que la lealtad y la obediencia eran la única moneda válida en aquella casa.

—Entendido, señora —dije con voz firme, aunque por dentro mi corazón latía con fuerza, mezclando miedo y determinación.

—Espero que lo tenga claro —replicó ella—. Esta no es una invitación a jugar, ni un experimento de buena voluntad. La oportunidad que le doy es real, pero también limitada. Cada acción será observada, y cualquier falla tendrá consecuencias. No toleramos abusos.

Mientras hablaba, noté cómo sus manos descansaban sobre el escritorio, entrelazadas, pero rígidas, como si la misma tensión se transmitiera a través de sus dedos. Había algo en su postura que me decía que era una mujer que no se dejaría engañar ni por súplicas, ni por lágrimas. Solo la verdad, la obediencia y la eficacia podían mantenerme en esa casa.

Intenté grabar cada palabra en mi memoria. Cada detalle contaba. No podía permitirme olvidar nada; incluso el más mínimo descuido podría ser fatal. Sabía que no solo Isabel me observaba, sino que también debía ganarme la confianza de su esposo, Don Alejandro, y de Valentina, su hija. Ellos también serían jueces silenciosos de cada movimiento, y en sus manos descansaba la capacidad de convertir mi vida en un infierno

—Muy bien —dijo finalmente, rompiendo el silencio—. Tiene para mañana para traer sus cosas y comenzar. Llegue temprano, lista para trabajar. Recuerde lo que le he dicho. No confunda mi confianza con indulgencia.

Asentí de nuevo, incapaz de sonreír, porque sabía que cualquier gesto mal interpretado podría cambiar todo. Me levanté con cuidado, cuidando de no tocar nada fuera de lugar, de no hacer ruido. Mi corazón aún latía con fuerza, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de esperanza: había pasado la primera prueba. Isabel me había dado la oportunidad.

Mientras salía del despacho, sentí la mirada que me seguía hasta que la puerta se cerró detrás de mí. Era una mirada que pesaba, que evaluaba, que recordaba: cada error tendría consecuencias, pero también cada acierto podría abrir un poco de luz en esa casa implacable.

Y con esa mezcla de miedo y determinación, supe que debía comenzar a aprender rápido, a obedecer más rápido, y a mostrar que, a pesar de todo, podía ser la persona que necesitaban.

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