Bajé a la cocina con el balde en la mano, decidida a terminar de limpiar y a sacar la basura antes de que se hiciera tarde. Estaba concentrada en limpiar cada rincón, entonces, el silencio me hizo dar un pequeño sobresalto cuando alguien hablo
— Mucama, sírveme agua —dijo una voz firme, sin un saludo, sin un porfavor Me giré y allí estaba ella, sentada con las piernas cruzadas en la silla de la cocina, mirando la pantalla del celular como si yo no existiera. Su cabello, largo y oscuro, caía con un brillo casi idéntico al de su madre en las fotos que había visto. Los ojos, grandes y expresivos, tenían esa misma mezcla de determinación y algo de distancia que recordaba en Isabel. —Hola… tú debes ser Valentina, ¿verdad? —intenté con una sonrisa, tratando de sonar amable. La chica levantó la vista, arqueó una ceja y me soltó con tono cortante: —Sí. ¿Y todavía no me has servido el agua? No solo se parecía físicamente a su madre; en su forma de actuar también veía reflejada esa mezcla de autoridad y frialdad. Me quedé helada unos segundos. Su grosería me molestaba, pero decidí no meterme en problemas. Con un suspiro, fui a buscar un vaso, llenándolo de agua mientras pensaba que ella perfectamente podría hacerlo por sí misma. Aun así, lo dejé frente a ella. Valentina tomó el vaso de agua con desgano, como si hasta eso le molestara, y lo dejó sobre la mesa sin agradecer. Luego me observó de arriba abajo. —¿Y tú qué? —preguntó de pronto, apoyando la barbilla en la mano—. No pareces de aquí. ¿No deberías estar en la escuela a esta hora? Tragué saliva, obligándome a mantener la calma. —Ahora mismo no estoy estudiando… —respondí con cuidado. —¿Y por qué? —interrumpió de inmediato, como si tuviera derecho a saber cada detalle de mi vida—. ¿Tus papás no te mandan? Sentí un vacío en el pecho. Esa pregunta me dolía más de lo que imaginaba. Pero si algo tenía claro, era que no quería mostrarle mis heridas. —Mis padres murieron hace años —dije en voz baja, bajando la mirada, realmente no me gustaba hablar de eso. Ella arqueó otra ceja, interesada. —¿Y con quién vivías entonces? —Con mi abuela… hasta que ya no pudo seguir cuidándome. —Mentí con firmeza, esperando que sonara convincente. Valentina se recostó en la silla, cruzando los brazos. —Ya veo… así que aquí te van a mantener. —Lo dijo con un dejo de burla, como si yo fuera una carga indeseada. Respiré hondo para no responder con la misma dureza. —No estoy aquí para que me mantengan. Estoy aquí para trabajar. Necesito el dinero, y por ahora no puedo estudiar. La forma en que la miré al decirlo debió sorprenderla, porque por un instante guardó silencio, como si no esperara que le respondiera tan directo. Pero enseguida volvió a sonreír con esa arrogancia que parecía heredada de su madre. Valentina se levantó despacio, con ese aire de superioridad que parecía envolverla. Tomó el vaso, dio un sorbo breve y lo dejó sobre la mesa con un golpe que sonó más fuerte de lo necesario. —Ya que necesitas tanto este trabajo —dijo con una sonrisa torcida—, tendrás que cumplir con todo lo que yo te pida. Y tranquila, no voy a desaprovecharlo. Me quedé helada, sus palabras me atravesaron como un dardo envenenado. —De hecho —añadió, acomodándose el cabello como si hablara de algo trivial—, me parece una buena idea que una chica como tú trabaje aquí —entonces solo se dio la vuelta regresando por donde vino Sentí un nudo en la garganta. Fue tan descarada, tan cruel, que no pude evitarlo: me dolió. Porque lo que decía era cierto… estaba en esa situación, necesitando el dinero, sin poder decir nada, sin derecho a quejarme. Cuando salió de la cocina, me quedé quieta, con los ojos ardiendo. No pude evitarlo: unas lágrimas me rodaron por las mejillas. —Lamento lo que pasó —escuché una voz grave a mis espaldas. Me giré y vi al mayordomo, se acercó despacio y me tendió un pañuelo limpio. —Un caballero siempre debe tener un pañuelo para cuando una dama lo necesite —me dijo con una sonrisa amable, intentando aligerar el momento. Tomé el pañuelo y lo apreté con fuerza. —Gracias… —murmuré, agradecida por su gesto. —Por cierto, mi nombre es Arnold. —Hizo una leve inclinación con la cabeza, al fin conocía su nombre —. No quise ser grosero, pero estuve cerca y escuché la conversación. Asentí, sin saber qué responder, y él continuó: —Ahora que eres parte del equipo, debo decirte que las actitudes de la señorita Valentina y de la señora Isabel pueden ser bastante molestas, lo sé. Pero recuerda: esas cosas y este trabajo no determinan quién eres ni quien serás más adelante. No permitas que los comentarios de una adulta prepotente te hagan caer. Sentí que algo en mi interior se afianzaba. —Gracias, de verdad —le respondí con la voz entrecortada. Tenía razón. Yo había venido con un plan: ahorrar lo suficiente para mi universidad, o al menos para cursar algo que me diera herramientas para un futuro distinto. Mucho mejor que este. No iba a dejar que las piedras en el camino me derrumbaran. Ni Valentina, ni su madre, ni nadie —Quiero que sepa que, cuenta conmigo para lo que necesite, nosotros los empleados tenemos que apoyarnos entre colegas, y ahora usted es una colega— me dijo de forma firme y sonriente Muchas gracias, de verdad— le dije algo sonrojada —es bueno saber que no estoy sola Arnold me sonrió por última vez, antes de regresar a la estancia Aún así, no podía sacarme de la cabeza la forma tan cruel y descarada con la que me había hablado. Y entonces recordé el cuarto que había visto… los colores vivos, los peluches, los detalles que daban la impresión de pertenecer a una adolescente caprichosa. Yo había supuesto que Valentina era solo eso: una chica mimada de unos dieciséis años. Pero estaba equivocada. Era peor. Era una mujer adulta, fácilmente mayor de veinticinco, y sin embargo se comportaba como una niña consentida. Su habitación no reflejaba su edad, y eso me resultaba inquietante. Como si tratara de aferrarse a una imagen juvenil que ya no le correspondía, una máscara para disfrazar su verdadera arrogancia. Me quedé pensando en lo extraño que era todo aquello: una adulta que se empeñaba en proyectar el aura de una adolescente. Y lo peor… es que su actitud no dejaba dudas, no había madurado un solo día desde entonces