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Capítulo 3: Mandatos de la casa

Al llegar a la entrada, el guardia estaba allí, como siempre, firme y atento. Esta vez se acercó con una ligera sonrisa, y me sorprendió la amabilidad en su gesto.

—Buenos días, señorita. Me llamo Enrique —dijo, inclinando ligeramente la cabeza—. Felicidades por haber conseguido el trabajo. Me alegra verla de nuevo.

Asentí, un poco sorprendida, todavía acomodándome el bolso sobre el hombro. Habíamos intercambiado saludos breves antes, pero nunca me había dicho su nombre. Había algo en su voz, tranquila y respetuosa, que me transmitía seguridad.

—Gracias —respondí—. Es un gusto conocerlo, Enrique.

El hombre me hizo una ligera reverencia con la cabeza y me abrió la puerta. Crucé el umbral, dejando atrás el aire fresco del jardín, y un escalofrío de emoción recorrió mi espalda. No podía evitar notar que el jardinero no estaba en su puesto habitual; el silencio en esa área me resultó extraño. Tal vez estaba ocupado en alguna otra parte del terreno, pensé, aunque un pequeño vacío se acomodó en mi pecho al no verlo.

No tardó en aparecer el mayordomo, con esa tranquilidad que siempre parecía imperturbable.

—Bienvenida de nuevo, señorita —dijo, con voz grave y calmada—. Permítame mostrarle su nuevo cuarto.

Lo seguí por los pasillos, prestando atención a cada detalle que me rodeaba: el suelo impecable, las puertas cerradas que ocultaban misterios, el murmullo distante de la casa que parecía vivir a su propio ritmo. Cuando abrió la puerta de mi habitación, el aire cambió; de inmediato me sentí más cerca de pertenecer a ese lugar.

El cuarto era amplio, luminoso, elegante en su sencillez. La cama estaba hecha con esmero, las sábanas perfectamente estiradas, y un pequeño escritorio frente a la ventana me invitaba a sentarme y observar el jardín desde allí. Sobre la mesita de noche, una lámpara emitía un brillo cálido que hacía acogedor el espacio. Coloqué la maleta con cuidado, como si no quisiera perturbar el orden que parecía inherente al cuarto.

Al mirar alrededor, mis ojos se detuvieron en un perchero junto a la pared. Allí estaba el uniforme que usaría: el típico traje de mucama, impecable, con su delantal cuidadosamente planchado. Lo tomé entre mis manos, sintiendo la suavidad de la tela y recordando que pronto sería mi segunda piel en este mundo lleno de reglas, modales y rutina estricta.

Me senté un momento en la cama, sosteniendo el uniforme, y dejé que mis pensamientos vagaran. Cada paso que me había llevado hasta aquí parecía cobrar sentido en ese instante. El cuarto no era solo un espacio para descansar; era un punto de partida, el escenario donde mi vida comenzaría a cambiar de manera irrevocable.

Llevaba ya puesto el uniforme, impecable, ajustado a mi cuerpo como si me recordara mi nuevo rol en la casa. Me miré brevemente en el espejo: la tela blanca y el delantal perfectamente planchado me daban una sensación extraña, una mezcla de orgullo y nerviosismo. El día comenzaba, y aunque mi interior deseaba avanzar a mi propio ritmo, sabía que aquí todo tendría que hacerse con precisión.

El mayordomo me esperaba, con su expresión tan calmada como siempre.

—Señorita —dijo—, la señora Isabel no se encuentra en este momento. Pero dejó una lista de tareas que desea que complete antes de la una de la tarde.

Tomé la hoja que me ofreció y la sostuve con cuidado, como si tocarla me diera una idea de la seriedad de las órdenes. Los puntos estaban escritos con claridad: lavar los baños de las 3 recámaras y el de la entrada, tirar la basura y limpiar la cocina. Las palabras parecían simples, pero para mí eran un recordatorio de que estaba entrando en un mundo donde cada detalle importaba, donde incluso la rutina más básica tenía que hacerse con exactitud y respeto.

Mientras revisaba la lista, sentí cómo mi mente comenzaba a organizar un plan. Primero, pensé, los baños; luego, la basura; y finalmente, la cocina. No solo se trataba de cumplir, sino de hacerlo bien, de sentirme satisfecha al final de cada tarea. Para mí, cada acción, por pequeña que pareciera, tenía un propósito y una forma correcta de ejecutarse.

—Si me acompaña —dijo el mayordomo—, le mostraré el pasillo de arriba donde se encuentran las habitaciones, allí se encuentran los baños, además del que está aquí abajo, que tendrá que limpiar

Ascendimos por la escalera, cada paso resonando suavemente en el silencio del hogar. El pasillo era amplio y acogedor, con la luz filtrándose por los ventanales y reflejándose en los pisos pulidos. A cada lado se encontraban las puertas que daban acceso a las habitaciones, cada una con su propio carácter, aunque todavía cerradas y silenciosas en ese momento.

—Aquí está la habitación de el señor don Manuel y la señora Isabel —señaló, abriendo una puerta brevemente para que pudiera verla—. Luego, a la derecha, la de Valentina, la hija, y finalmente, la de invitados.

Me detuve frente a cada puerta, respirando profundamente, tomando en cuenta los detalles. La habitación de los esposos parecía grande y elegante, con un aroma sutil que me sugería cuidado y orden. La de Valentina, aunque igualmente impecable, transmitía un aire más cálido, juvenil, con destellos de personalidad que se percibían incluso sin entrar. La de invitados, en cambio, era neutral, pulcra y preparada para recibir a cualquiera, pero sin un carácter propio que la hiciera memorable.

El mayordomo me observaba con paciencia, consciente de mi manera de absorber todo con calma antes de actuar. Yo asentí, guardando la lista de tareas en mi delantal, lista para comenzar con lo que debía hacerse mientras él bajaba de nuevo y me dejaba aquí sola

Abrí la puerta de la habitación de la pareja con cuidado, dejando que el clic del pomo resonara suavemente en el silencio. Inmediatamente, un escalofrío recorrió mi espalda. Había algo en aquel cuarto que no podía ignorar: un aura oscura, pesada, casi tangible. No había fotografías, ni recuerdos personales visibles; solo mobiliario impecable y una sensación de distancia que hacía que el espacio se sintiera frío y casi inaccesible.

Me moví lentamente, mis ojos recorriendo cada rincón mientras intentaba entenderlo. Aún no sabía quién era exactamente mi jefe, Don Manuel, y ese vacío de información se combinaba con la sensación de que había secretos escondidos en cada esquina. Mi atención se detuvo en el escritorio: un montón de papeleo desordenado, carpetas abiertas y papeles apilados que parecían ignorar cualquier lógica. Al lado, un peinador con un gran estuche de maquillaje, prolijamente organizado, me hizo pensar en la señora Isabel y su rutina.sentí una curiosa mezcla de fascinación y recelo: alguien tan meticuloso con su imagen debía ser igual de cuidadoso con todo lo demás, y eso me ponía en alerta.

Me acerqué al baño, sabiendo que era hora de comenzar con la primera tarea. Al abrir la puerta, el aire húmedo y el olor a limpieza anterior me dieron la bienvenida. Mientras empezaba a frotar las superficies, mi mirada se desvió hacia ciertos frascos alineados en una repisa: medicamentos de aspecto extraño, algunos con etiquetas que no reconocía y otros sin ninguna indicación visible. Mi curiosidad se disparó, y por un instante me detuve a observarlos, preguntándome para qué podrían ser. Algunos parecían pastillas pequeñas, otros jarabes espeso; todo me parecía fuera de lugar, aunque no podía determinar si era peligroso, medicinal o simplemente personal.

Apreté el trapo con un poco más de fuerza, como si al concentrarme en la limpieza pudiera distraerme de la incómoda sensación que me producía aquel baño.

Dejé atrás el cuarto de la pareja y me dirigí a la habitación de Valentina. Apenas abrí la puerta, un estallido de color me envolvió: rosa suave en las paredes, detalles brillantes en cojines y cortinas, todo tenía un toque de diva. Mis ojos recorrieron la habitación con calma, observando los pequeños detalles que hablaban de ella sin necesidad de palabras. En el escritorio había maquillaje cuidadosamente dispuesto, desde lápices de labios hasta brochas y sombras de colores vivos. La ropa colgaba ordenada en el armario abierto: vestidos, blusas y accesorios que reflejaban gusto y lujo, cada pieza cuidadosamente combinada.

Me dirigí rápido al baño de Valentina , que estaba contiguo al cuarto. Abrí la puerta y, a primera vista, no encontré nada fuera de lo común: la limpieza era impecable, los productos de higiene estaban ordenados, y no había nada que me hiciera detenerme. Todo estaba listo para su uso, y una vez comprobado, continué con mi tarea de forma tranquila, sin perder tiempo innecesario.

Finalmente, me acerqué a la puerta de la habitación de invitados, lista para continuar con mi recorrido y la limpieza. Sin embargo, al intentar abrirla, descubrí que estaba cerrada. La llave no estaba disponible y no había ninguna manera de acceder a su interior. Observé la puerta por un momento, notando la perfección de su madera y la sensación de que, al igual que ciertos secretos de la casa, aquel espacio permanecía reservado, fuera de mi alcance por el momento.

Entonces escuché un leve sonido detrás de mí. Al girarme, me sobresalté: no esperaba a nadie, y allí estaba él, un hombre mayor, serio, pero con una mirada que transmitía calma y algo de calidez. Por un momento, no conecté quién era; tardé unos segundos en relacionarlo con las fotos de bodas que había visto de su esposa, Isabel. Obviamente, mucho más mayor que en las imágenes, pero definitivamente era él: Don Manuel.

—¿Buscabas algo? —dijo, con voz firme pero no dura, que me hizo dar un pequeño paso atrás.

Mi corazón dio un vuelco. Me presenté de inmediato, nerviosa, con una mezcla de respeto y aprehensión:

—S-soy Sofía, la nueva mucama… sólo me faltaba limpiar este cuarto y los baños… —dije, torpemente—… pero no tenía la llave, así que iba a hablar con el mayordomo para que me ayudara.

El señor Manuel negó con la cabeza, pero su gesto no era agresivo; parecía querer tranquilizarme mientras dejaba algo muy claro:

—No hace falta —dijo con calma—. La llave la tengo yo.

Se acercó un poco, y su mirada volvió firme, imponente, aunque sin perder la amabilidad:

—Mi esposa siempre que llega una mucama nueva, manda que limpien este cuarto —continuó—, y siempre tengo que echar llave al cuarto cada que alguien nuevo llega, así que ahora, por mandato mío, te pido que nunca entres aquí. Para empezar, ni siquiera hay un baño allí.

Sus palabras, aunque dichas con tranquilidad, tenían un peso que hizo que mi estómago se tensara. Había algo en su manera de hablar, en la firmeza de su tono, que me dejó claro que esta no era una sugerencia: era una orden absoluta.

—Si alguna vez mi esposa te dice que entres, le dirás que yo ya te lo prohibí. No tendrás que dar mas explicaciones y nadie te molestará por esto otra vez. —Su mirada se endureció levemente—. Pero si desobedeces esta orden, serás despedida inmediatamente.

Asentí, sorprendida y un poco nerviosa, con la mente tratando de procesar todo al mismo tiempo. Era un hombre amable, pero esa mezcla de autoridad y claridad me hizo comprender que no había espacio para dudas.

—Sí… sí, señor Manuel —respondí—. Obedeceré.

El hombre asintió ligeramente y se dirigió hacia su habitación, dejándome allí, en silencio. Me quedé un momento inmóvil, con las manos apretadas ligeramente, sintiendo una curiosidad y un desconcierto que no podía ignorar. ¿Por qué no querría que nadie entrara en ese cuarto? ¿Por qué tenía él la llave, y por qué era tan importante que se cumpliera esta regla? La división entre lo que mi señora Isabel esperaba y lo que el señor Manuel ordenaba parecía marcada, definitiva, y aún así, invisible.

Respiré hondo y decidí bajar para continuar con los demás quehaceres. Cada paso resonaba en mi mente mientras bajaba, no solo por la casa, sino también por los pensamientos que me rondaban: la llave, la prohibición, el secreto implícito en aquel cuarto. Me preguntaba si alguna vez podría pasar allí, o si simplemente debía aceptar que había límites que no podía cruzar.

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