En un antiguo convento de Nueva Orleans, el silencio es ley, y el pecado no entra… hasta que llama a la puerta. Elena, una joven novicia con el alma dividida entre la fe y la duda, encuentra una noche a un hombre herido en los límites del claustro. Su nombre es Dante Ruggieri, un mafioso italiano en fuga. Para protegerlo, lo esconde. Para salvarse, él se disfraza: ahora es el Padre Lorenzo, un sacerdote con pasado de sangre y mirada de fuego. A medida que Dante predica falsas palabras ante las hermanas, Elena guarda el secreto más peligroso de todos. La mentira se vuelve hábito. El deseo, oración. Y entre ellos nace un vínculo tan prohibido como inevitable. Pero en el corazón de la Iglesia, ningún pecado se oculta para siempre. Y cuando la verdad salga a la luz, ya será demasiado tarde para volver atrás.
Leer másUn año despuésLa tierra estaba húmeda por la lluvia de la madrugada. Las flores silvestres florecían en cada rincón del jardín. Alma, con un vestido blanco lleno de flores bordadas, lanzaba pétalos sobre el camino de piedra mientras reía con una corona de jazmines en la cabeza.—¡Mamá ya viene! —gritó, emocionada—. ¡Papá, no llores!Dante se frotó los ojos con disimulo. Alexander, a su lado, le palmeó el hombro.—Nunca te vi temblar ni cuando disparaban a matar. Pero hoy… pareces un niño perdido.—Porque hoy estoy ganando lo único que siempre temí perder —respondió Dante con la voz quebrada.La música comenzó a sonar. No era una marcha nupcial tradicional, sino una melodía suave, casi como un canto de cuna. Y entonces apareció ella.Elena.Vestida de blanco, sin velo, sin culpa. Con el cabello suelto y una mirada que contenía años de dolor, lucha y amor. Caminaba despacio, con un ramo de gardenias y un rosario entrelazado entre los dedos. Y en sus brazos, envuelto en una manta celest
El campo brillaba bajo el sol de primavera. En la pequeña casa al borde del bosque, la vida se sentía lenta, tranquila, como si el tiempo mismo hubiera cedido ante la paz.Alma corría descalza por la hierba, riendo. Sus rizos oscuros brillaban como carbón encendido, y sus ojos azules, los mismos que su padre, cortaban el aire con inocencia pura. Tenía la sonrisa ladeada de Dante, esa que él mostraba sólo cuando estaba realmente en paz. Y la dulzura silenciosa de Elena, que la miraba desde el porche con una mano sobre el vientre, más redondo que antes.—No corre, Alma —dijo con voz suave—. Acuérdate de papá, que se pone nervioso.La niña rió y corrió más fuerte hacia donde Dante arreglaba una cerca de madera.—¡Papá! ¡Mira!Dante dejó las herramientas y la cargó en brazos, girando con ella en el aire. La besó en la mejilla y le acarició el cabello.—Tienes el espíritu de una tormenta —le dijo—. Igual que tu madre.—¡Y tú tienes mis ojos! —gritó Alma, riéndose de su propio invento.Dant
El disparo resonó por todo el puerto. Por un instante, pareció que el tiempo se congelaba. El cuerpo de Silvano se tambaleó hacia atrás, una mancha roja abriéndose lentamente en su pecho. Cayó sobre las maderas podridas como un rey destronado, con los ojos abiertos, fijos en el techo.Dante jadeaba, arrodillado, con el arma todavía en la mano. La sangre le corría por el costado, pero no soltó la pistola. Alexander corrió hacia él.—¡Dante!—Estoy bien —gruñó, intentando ponerse de pie—. No… no lo dejes moverse.Pero Silvano ya no se movía. Ni una palabra más, ni una amenaza. Solo su bastón, caído a su lado, con el escudo de la Famiglia Caravaggio grabado en plata.La abuela no lloró. Solo caminó lentamente hacia el cuerpo de su nieto caído, se hincó a su lado y le cerró los ojos.—La sangre se cobra con sangre —dijo, sin mirar a Dante—. Pero tú… tú rompiste el ciclo.—No lo hice por él. Ni por ti. Lo hice por Elena. Por Alma.La anciana levantó la mirada. Y por primera vez, pareció ca
El amanecer llegó cargado de un silencio espeso. En la casa de Renata, todos se preparaban sin decirlo en voz alta, como si presentaran un duelo anticipado. Elena preparó una pequeña bolsa con pañales, ropa, y el rosario antiguo que ahora no se separaba de su cuello. Alma dormía plácidamente, ignorando el peso de los apellidos que la rodeaban.Dante se colocó una camisa negra y ajustó la pistola a su espalda. No era la primera vez que salía a matar. Pero sí la primera vez que temía no volver.Alexander llegó con Jacinto apenas despuntaba el sol. Se veían agitados, cubiertos de polvo.—Silvano ya se movió —dijo Alexander sin rodeos—. Anoche se reunió con alguien. Al parecer, tu abuela está viva, Dante. Pero no está de nuestro lado.El silencio cayó como una losa.—¿Cómo que no está de nuestro lado? —preguntó Elena, incrédula.Alexander negó con la cabeza.—No lo sabemos con certeza. Lo que sí sé es que ella lleva otro cuaderno. Otro igual al tuyo, Dante. Puede estar manipulada… o puede
Renata les preparó una habitación al fondo de la casa. El lugar olía a tierra húmeda y lavanda, y aunque el silencio reinaba, había una tensión invisible flotando entre las paredes.Dante miraba el cuaderno de tapas gastadas. No se atrevía a abrirlo todavía. Elena, sentada junto a Alma, lo observaba con una mezcla de ternura y preocupación.—¿La conociste? —preguntó.—A mi abuela… no realmente —respondió Dante, con la voz baja—. Mi padre nunca hablaba de ella. Decía que era débil. Que creía en rezos en lugar de en balas.Elena acarició el cabello de Alma.—Pues parece que esa “debilidad” fue lo único que intentó dejarle sentido a tu apellido.Dante no respondió. Solo sostuvo el rosario con fuerza. Como si buscara en ese objeto la respuesta que llevaba años negándose a escuchar.⸻En otra parte de la ciudad, Alexander recibía a Jacinto y a Lucía. La joven estaba descompuesta, con los ojos enrojecidos y la voz temblorosa.—¡Se fue sin decir nada! ¡Con la niña! ¡¿Cómo pudo?!Jacinto se m
Elena avanzaba entre la niebla de la madrugada, con Alma envuelta contra su pecho. La mochila le pesaba poco; lo que de verdad le dolía era el alma. Sabía que Jacinto y Lucía despertarían furiosos, que Dante se volvería loco cuando supiera que se había ido sola. Pero algo dentro de ella —un fuego distinto, más profundo— le decía que no podía seguir escondiéndose.No si la amenaza llevaba la sangre de Dante.Caminó hacia la estación más cercana, pidió un taxi y dio una dirección que recordaba de oídas: una vieja casa donde una mujer, Renata, había cuidado a Alexander durante sus años como informante. No sabía si la encontraría, pero era el único hilo que tenía.La ciudad despertaba lentamente, pero Elena iba decidida como nunca.Alma abrió los ojos por un instante. La miró con la inocencia de quien no sabe el peligro, pero siente el corazón de su madre acelerado.—No tengas miedo —susurró Elena, besándole la frente—. Miedo van a tener ellos cuando sepan de qué estamos hechas.⸻Dante,
La bodega de operaciones estaba en silencio. Alexander había salido a coordinar vigilancia, y los hombres de confianza patrullaban las calles cercanas. Dante se quedó solo con el relicario y la foto. No podía dejar de mirar la imagen de Elena y Alma. La ternura en su expresión, la fragilidad del momento… y la amenaza que la envolvía.La nota aún temblaba en sus dedos.“Hermosa familia. Sería una lástima perderla.”Ese no era el estilo de Vittorio. Él mataba rápido o manipulaba desde las sombras, pero no se rebajaba a juegos de palabras. Esto era más personal. Más sucio.Dante apretó los dientes.Y entonces, entró Alexander.—Lo encontré.—¿A quién?—Al hombre de la foto que captaron rondando la casa. Su nombre es Silvano Caravaggio.El mundo pareció detenerse.—¿Qué dijiste?Alexander lo miró con pesar.—Es hermano de tu padre. Fue dado por muerto hace veinte años, pero reapareció hace unos meses en Colombia, reconstruyendo parte del viejo negocio. Es más cruel que Vittorio… y más int
La lluvia caía sobre Nueva Orleans como si el cielo también intentara purificarse. Las calles estaban oscuras, y el aire olía a humedad, pólvora y traición.Dante caminaba sin prisa por el viejo muelle del puerto sur. Cada paso resonaba sobre la madera húmeda. Había vuelto. No como el hombre que huyó al convento, sino como el heredero de la oscuridad que lo formó.A su lado, Alexander revisaba las sombras, atento.—Tenemos una cita en el viejo club Ébano —murmuró—. Allí se están reuniendo los que no respondían a Vittorio. Pero no estarán tranquilos si te ven a ti.—Entonces tendrán que acostumbrarse —respondió Dante.Alexander suspiró.—Te estás convirtiendo en él.Dante lo miró de reojo.—No. Me estoy convirtiendo en lo que necesito ser… por ellas.⸻El club Ébano era un lugar decadente, lleno de humo y rostros endurecidos por la vida. Cuando Dante entró, las conversaciones murieron.Lo reconocieron de inmediato. No por su nombre… sino por su mirada.La de un Caravaggio.—Quien no se
La niña dormía, envuelta en una mantita blanca, sobre el pecho de Elena. El sol de la mañana apenas acariciaba sus mejillas redondas, mientras la habitación del hospital guardaba un silencio sagrado. Dante, sentado junto a la cama, no la perdía de vista.Cada vez que ella exhalaba, él contenía el aliento.Cada vez que el bebé se movía, su corazón temblaba.Nunca se había sentido así. Tan cerca de la vida. Tan lejos de todo lo demás.—Parece un milagro, ¿no? —susurró Elena, sin abrir los ojos.—Lo es —respondió él—. Y no lo merezco.Ella lo miró.—No digas eso. Alma es tuya. Nuestra. Y tú también mereces ser amado.Él bajó la mirada, tragando con dificultad.—Yo sólo sé destruir, Elena. Matar. Cargar cadáveres y secretos. Pero esto… tú y ella… son lo único que me hace querer seguir vivo.—Entonces ya no eres el mismo hombre.Dante la miró. Esa frase, tan simple, pesaba más que cualquier bala. Porque era cierta. Porque le dolía.Y porque, en el fondo, sabía que no podía quedarse.⸻Esa