Elena avanzaba entre la niebla de la madrugada, con Alma envuelta contra su pecho. La mochila le pesaba poco; lo que de verdad le dolía era el alma. Sabía que Jacinto y Lucía despertarían furiosos, que Dante se volvería loco cuando supiera que se había ido sola. Pero algo dentro de ella —un fuego distinto, más profundo— le decía que no podía seguir escondiéndose.
No si la amenaza llevaba la sangre de Dante.
Caminó hacia la estación más cercana, pidió un taxi y dio una dirección que recordaba de oídas: una vieja casa donde una mujer, Renata, había cuidado a Alexander durante sus años como informante. No sabía si la encontraría, pero era el único hilo que tenía.
La ciudad despertaba lentamente, pero Elena iba decidida como nunca.
Alma abrió los ojos por un instante. La miró con la inocencia de quien no sabe el peligro, pero siente el corazón de su madre acelerado.
—No tengas miedo —susurró Elena, besándole la frente—. Miedo van a tener ellos cuando sepan de qué estamos hechas.
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Dante,