La tensión se había vuelto rutina. El convento, antaño refugio de oración, parecía ahora un cuartel encubierto. Tras el ataque nocturno y la amenaza anónima, Sor Teresa ordenó vigilancia constante. Jacinto reforzaba puertas, Teo organizaba rondas. Las hermanas rezaban más, pero con miedo.
Dante Caravaggio, aún con el costado vendado, recorría los pasillos en silencio. Su sombra se alargaba bajo la luz de los vitrales. No era solo el dolor físico lo que lo carcomía: era la certeza de que su tiempo se agotaba.
Esa noche, mientras contemplaba la imagen de San Miguel en la capilla, Elena se le acercó. Iba en silencio, pero él la sintió.
—No deberías estar aquí —murmuró él.
—Y tú deberías haber muerto —respondió ella, sin suavidad.
El silencio que siguió fue denso.
—¿Quién dejó la medalla en la puerta? —preguntó ella.
—Mi tío. Vittorio Caravaggio.
Elena se estremeció al escuchar el apellido. Lo dijo como si escupiera veneno.
—¿Él es el que quiere matarte?
Dante asintió.
—Quiere mi lugar. E