La sombra entre vitrales

Elena se detuvo frente a la puerta de la sacristía, con el corazón latiéndole en los oídos. El sol caía a través de los vitrales, pintando su rostro con tonos cálidos y difusos. Sus dedos jugaron con el rosario que colgaba de su cintura, como buscando fuerza en la oración que no salía.

Dentro, Dante limpiaba una copa de latón, ensimismado. El delantal colgaba aún de su cintura, y su camisa blanca, arremangada, dejaba ver el contorno firme de sus brazos. Cuando la vio, sonrió con suavidad. Pero algo en sus ojos azules estaba distinto. Más oscuro. Más inquieto.

—¿Está todo bien, hermana Elena?

Ella asintió, aunque en su interior sabía que no era así. Había algo en él, en su manera de moverse, en cómo se tensaban sus hombros. Como si esperara… algo. Un peligro, tal vez. O una decisión que estaba por tomar.

—¿Y usted, padre…? —preguntó con voz baja, casi un susurro—. ¿Está huyendo de algo?

Dante la miró fijamente. Por un segundo, el mundo pareció detenerse.

Pero antes de que pudiera responder, un golpe sordo resonó en el ala este del convento. Un portazo. Rápido. Seco. Como una señal.

Y en ese instante, los ojos de Dante se transformaron.

Ya no eran los de un sacerdote.

Eran los de un hombre que recordaba el peligro.

Y el caos, como una sombra, comenzaba a acercarse.

Elena retrocedió un paso, sin darse cuenta. Dante dejó caer la copa sobre el paño, y su cuerpo entero pareció adoptar otra postura, una alerta natural, como si cada fibra supiera qué hacer.

—¿Qué fue eso? —preguntó ella, inquieta.

—Quédese aquí —ordenó él, con una voz que ya no sonaba clerical, sino cortante, entrenada—. No salga hasta que yo regrese.

Elena quiso protestar, pero algo en su tono le recordó las historias que Sor Teresa contaba de los hombres que volvían de la guerra: mirada de acero, pasos decididos, y un silencio que escondía más que palabras.

Dante salió de la sacristía y avanzó por el pasillo como un cazador. A cada paso, sus sentidos se agudizaban. En la cocina, Jacinto levantó la vista desde las zanahorias que pelaba.

—¿Padre? —musitó.

Dante negó con la cabeza. —No soy quien crees —susurró—. Quédate con Elena.

Cruzó el claustro central, donde algunas hermanas rezaban sin saber que algo se avecinaba. A lo lejos, la silueta de Teo se deslizaba entre los corredores, armado con una linterna y su inseparable crucifijo de madera.

Desde una ventana abierta, Dante distinguió el leve crujido de pasos. Dos sombras se deslizaban entre el muro trasero y los setos del huerto. No eran jardineros. No eran visitantes. Llevaban chaquetas oscuras y se comunicaban con gestos.

Los reconoció.

—Malditos… —murmuró.

La sangre le golpeó en las sienes. Su tío había cumplido su amenaza.

Volvió a la sacristía por una ruta más corta, y encontró a Jacinto aún allí, junto a Elena, que temblaba como hoja.

—Hay intrusos —dijo con frialdad—. No estamos seguros aquí. ¿Dónde está Sor Teresa?

—En la biblioteca… con Lucía —respondió Elena, aferrándose al borde de una mesa.

—Ve con ella. No le digas nada aún. Jacinto, quédate cerca del ala norte. Si los ves, no enfrentes. Solo toca la campana tres veces. ¿Entendido?

—Sí, padre —asintió Jacinto con gravedad.

Dante la miró una última vez. Elena sostenía su rosario con fuerza, como si pudiera conjurar paz desde su fe. Pero sus ojos cafés, grandes y llenos de preguntas, estaban fijos en él. En su espalda ancha. En su voz que no parecía la de un sacerdote. En el hombre que, por alguna razón inexplicable, le hacía doler el pecho cada vez que se alejaba.

Elena corrió al interior, con su corazón latiendo más rápido de lo que debía en tierra santa.

Y Dante volvió al peligro, sabiendo que el pasado acababa de encontrarlo.

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