Nueva Orleans respiraba con el aliento tibio de la humedad y los secretos. Las campanas del convento de Santa Agatha repicaban en la bruma de la mañana, mezclándose con el murmullo de las hojas de magnolia. En la capilla, el aire olía a incienso y cera derretida. Las novicias se recogían en oración mientras la luz traspasaba los vitrales con la delicadeza de una promesa.
Entre ellas, Elena. Pequeña, de mejillas redondas y ojos cafés como tierra húmeda. Su hábito le caía torpemente sobre los hombros, aún no se acostumbraba a él del todo. Era torpe para el silencio, y aún más para esconder lo que sentía. Aunque intentaba ser discreta, su corazón siempre parecía hablar más fuerte que sus palabras.
Esa mañana algo había cambiado en el aire. Un rumor había cruzado los pasillos como una sombra: llegaría un nuevo sacerdote al convento. Uno joven. Uno de “Roma”, según murmuró sor Teresa, con esa media sonrisa que significaba “no preguntes más”.
Elena sintió un cosquilleo en la nuca. No era temor. Era… anticipación.
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La camioneta negra apareció por el sendero de grava como una mancha en el paisaje puro del convento. El motor rugía con una cadencia demasiado viva para ese lugar donde todo debía parecer dormido. Cuando se detuvo, la puerta se abrió lentamente y descendió un hombre que no se parecía a ningún padre que Elena hubiera visto antes.
Era alto. Demasiado alto para pasar desapercibido. Su cuerpo era ancho, marcado por músculos que tensaban la tela de su camisa negra bajo la sotana que apenas lo cubría. Caminaba con la seguridad de alguien que ha visto morir a otros por menos. Y sus ojos… azules, helados, como el agua de un pozo sin fondo.
—Padre Lorenzo —dijo sor Teresa, extendiéndole la mano con gesto cordial. Él asintió, sus labios apenas se curvaron.
Elena lo miró desde lejos, oculta tras la columna de piedra del claustro. Y sintió que algo en su pecho daba un pequeño vuelco. No fue deseo, ni siquiera curiosidad. Fue reconocimiento. Como si algo en ella supiera que ese hombre no pertenecía allí.
Dante Caravaggio, el verdadero nombre tras el alias, sabía perfectamente cómo disfrazarse de cordero. Había matado por necesidad. Había sobrevivido al filo de traiciones que aún ardían en su espalda. Y ahora, obligado a esconderse por el intento de asesinato ordenado por su propio tío, solo tenía una opción: desaparecer entre las sombras de lo sagrado.
El convento era su refugio. Y también su jaula.
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—Padre Lorenzo, esta es sor Elena. Será quien le ayude a instalarse —dijo sor Teresa, señalándola. Elena sintió cómo su estómago se retorcía. Él la miró y asintió con lentitud.
—Gracias, hermana —respondió con una voz grave, cargada de un acento suave, elegante. Italiano, claramente. Como los hombres de los cuentos que su madre solía leerle cuando niña.
Caminaron juntos por los pasillos. Ella evitaba su mirada, pero sentía su presencia como una vibración constante en el aire. En cada palabra suya, había algo que no era del todo sacerdotal. Un peso. Una historia detrás.
—¿Y usted, hermana Elena? ¿Hace mucho que está aquí? —preguntó él, observando cómo ella abría la puerta de la pequeña celda que le habían asignado.
—Dos años… desde que sentí el llamado —respondió con voz baja.
—¿Y está segura de ese llamado?
Ella se giró, sorprendida por la pregunta. Él no sonreía. La miraba con seriedad, como si quisiera arrancarle una verdad enterrada. Pero antes de que pudiera responder, una voz a lo lejos los llamó.
—¡Padre Lorenzo! Necesitamos su bendición en el comedor.
Elena se inclinó levemente y se alejó sin decir más. Pero sintió que la mirada de él se quedaba clavada en su espalda hasta que dobló la esquina.
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Esa noche, Dante no durmió.
El camastro era duro, pero no era eso. Era la sensación de que lo estaban observando. Que lo que había hecho para sobrevivir estaba a punto de alcanzarlo incluso allí. Tenía el crucifijo de plata en la mano, el mismo que le había entregado su madre antes de que la perdiera. Detrás de la cruz, apenas perceptibles, estaban grabadas las letras “F.C.”
Famiglia Caravaggio.
Había creído que podía escapar del legado de sangre. Había creído que su tío, Vittorio, no se atrevería a ir tan lejos. Pero ahora, oculto entre mujeres consagradas a la paz, sabía que eso era una ilusión.
Afuera, la brisa movía las ramas del magnolio como cuchillos entre sombras.
Dentro, una novicia soñaba con unos ojos azules que no debía recordar.
Y un mafioso disfrazado de padre cerraba los ojos, sabiendo que el infierno acababa de entrar al paraíso.