El disparo resonó por todo el puerto. Por un instante, pareció que el tiempo se congelaba. El cuerpo de Silvano se tambaleó hacia atrás, una mancha roja abriéndose lentamente en su pecho. Cayó sobre las maderas podridas como un rey destronado, con los ojos abiertos, fijos en el techo.
Dante jadeaba, arrodillado, con el arma todavía en la mano. La sangre le corría por el costado, pero no soltó la pistola. Alexander corrió hacia él.
—¡Dante!
—Estoy bien —gruñó, intentando ponerse de pie—. No… no lo dejes moverse.
Pero Silvano ya no se movía. Ni una palabra más, ni una amenaza. Solo su bastón, caído a su lado, con el escudo de la Famiglia Caravaggio grabado en plata.
La abuela no lloró. Solo caminó lentamente hacia el cuerpo de su nieto caído, se hincó a su lado y le cerró los ojos.
—La sangre se cobra con sangre —dijo, sin mirar a Dante—. Pero tú… tú rompiste el ciclo.
—No lo hice por él. Ni por ti. Lo hice por Elena. Por Alma.
La anciana levantó la mirada. Y por primera vez, pareció ca