El roce del alma

El convento de Santa Clara dormía bajo el calor constante de Nueva Orleans. Las paredes encaladas y los ventanales con vidrios de colores dejaban pasar una luz suave, casi celestial. Pero no había paz dentro de Elena. Y desde que Dante llegó, su mundo había comenzado a tambalear, como si un susurro del exterior se hubiera colado por la rendija de sus votos.

La primera vez que lo vio no sintió nada que pudiera nombrar. Lo confundió con un nuevo sacerdote enviado por la diócesis. Pero había algo en su postura: un aire ajeno, tenso, como si su cuerpo supiera pelear, no orar. Y aun así, sus ojos azules sostenían la mirada con una calma que parecía esconder siglos de tormenta.

“No es de aquí,” pensó Elena. “Ni de la Iglesia, ni del silencio.”

Dante la había notado desde el primer instante.

Pequeña, de mejillas redondas, ojos cafés como tierra húmeda después de la lluvia. No era la más joven, ni la más callada, pero había en ella una devoción honesta, y una dulzura que le revolvía las entrañas. No por deseo, al principio. Sino por una necesidad que no supo reconocer. Como si su alma, endurecida por los años, sintiera sed y ella fuera agua.

Una mañana, él cruzó el jardín mientras ella podaba rosales. Sus manos estaban cubiertas de tierra, y la frente brillaba de sudor.

—¿Quieres ayuda? —preguntó él.

—¿Sabe usted diferenciar una flor de una mala hierba?

—Sé arrancar lo que estorba. Lo demás, lo aprendo mirando.

Elena rió por lo bajo. Era la primera vez que reía con alguien fuera del claustro. Y él la miró como si ese sonido fuera el único milagro que le importara.

Los días se repitieron con lentitud. El sonido del órgano en la capilla, los rezos al amanecer, los cantos vespertinos. Pero en medio de todo, los encuentros entre Elena y Dante se volvieron más frecuentes. Una mirada sostenida más de lo necesario. Un roce de manos al pasarle un libro. Un silencio compartido que ninguno se atrevía a romper.

Una tarde, mientras llovía, quedaron atrapados bajo el techo de madera que cubría el claustro. Las gotas repicaban sobre las tejas. Elena temblaba ligeramente por el frío.

Dante se quitó el abrigo negro.

—No puedo aceptarlo —dijo ella, bajando la mirada.

—No es un regalo —respondió él—. Es abrigo. Y estás tiritando.

Ella lo tomó, y por un instante, sus dedos se tocaron.

Ambos se quedaron quietos.

“Dios nos ve,” pensó Elena. Pero no apartó la mano.

Dante no entendía lo que le pasaba. Había amado antes. Había poseído. Había perdido. Pero nunca había sentido esa necesidad de tocar sin herir, de hablar sin corromper. Elena lo miraba sin miedo, sin deseo oculto, y eso lo desarmaba más que cualquier pistola.

—¿Por qué te escondes aquí? —le preguntó una noche, sentados en el jardín, después de las vísperas.

—¿Y tú por qué elegiste encerrarte? —respondió él.

Ella sonrió, sin contestar.

Y él tampoco.

Porque en esa tregua de palabras, algo crecía. Algo que los asustaba más que el mundo exterior.

Las noches se hicieron más largas. Elena comenzó a soñar con él. No con caricias ni besos, sino con su voz, con su risa breve, con la manera en que la observaba sin decir nada. Y cada mañana se despertaba con el pecho apretado, dudando si Dios la estaba probando o castigando.

Una vez, en la capilla vacía, lo encontró de rodillas, los ojos cerrados, el ceño fruncido. No rezaba. Luchaba. Contra sí mismo. Contra su pasado.

Elena se acercó en silencio y dejó una flor junto al altar.

—¿Crees que Dios perdona todo? —le susurró.

Dante abrió los ojos. No se sorprendió de verla.

—No. Pero creo que nos deja elegir qué queremos ser a partir de ahora.

Elena sintió que el suelo bajo sus pies cambiaba.

“Yo ya elegí,” pensó.

Jacinto, el jardinero, observaba en silencio. Teo también. Ninguno hablaba, pero ambos notaban cómo la atmósfera entre la novicia y el “padre” era distinta. Como si el aire se cargara cuando estaban cerca.

Un día, Jacinto tomó a Elena aparte mientras recogía ruda.

—Hija —dijo con suavidad—. La tierra reconoce los pasos que la pisan con verdad. Y también los que huyen.

—¿Qué quieres decir?

—Ese hombre no vino buscando a Dios. Vino buscando refugio. Solo asegúrate de que no seas tú quien se lo dé… si eso te arranca el alma.

Elena lo miró largamente.

—¿Y si el alma ya estaba herida antes de él?

Jacinto no respondió.

Una noche, Elena salió al jardín tras una pesadilla. Dante también estaba allí. No hablaron. Se miraron a través de la oscuridad. Y luego, sin pensarlo, ella se acercó. Él la tomó por los hombros. Sus frentes se tocaron.

—Dime que esto está mal —pidió ella.

—Está mal —dijo él, pero no se apartó.

Y entonces se besaron.

Lento. Con miedo. Con fe rota y deseo contenido. No fue lujuria, fue rendición.

Y en ese beso, los dos supieron que ya no había vuelta atrás.

Después de aquel momento, se alejaron por días. La culpa los mantuvo separados, pero el recuerdo los unió más. Cada vez que se cruzaban, fingían indiferencia, pero las manos temblaban, los ojos buscaban.

Elena se confesó una tarde. No con Sor Teresa, sino consigo misma.

“No sé si lo amo,” pensó. “Pero tampoco sé cómo vivir sin él.”

Dante, por su parte, comenzó a planear cómo irse. No por miedo. Sino por amor. Porque cada día que pasaba cerca de ella, temía arrastrarla a su infierno. Y sin embargo, cada noche oraba con las palabras que no sabía pronunciar: “No me dejes solo.”

Y así, poco a poco, como el agua que erosiona la piedra, se fueron enamorando. No con promesas, ni caricias, ni cartas. Sino con silencios, con gestos, con la certeza de que algo puro podía nacer incluso en el pecado.

Pero lo que aún no sabían era que el amor, cuando florece donde no debe, siempre despierta algo más.

Una sombra.

Un juicio.

O una bala.

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