El convento había vuelto a la calma, al menos en apariencia. Los cantos sonaban a la misma hora, las oraciones llenaban la capilla al anochecer, y las novicias caminaban con la misma docilidad de siempre. Pero el aire estaba denso. Como si una tormenta se hubiera infiltrado en los muros de piedra y no encontrara salida.
Tras el ataque, nadie hablaba del intruso. Las hermanas atribuían el suceso a un asalto más de los que sufría la ciudad. Pero Jacinto no lo creía. Y Teo tampoco. —¿Tú viste al padre Dante esa noche? —preguntó Teo al jardinero, mientras ambos limpiaban las herramientas. —Lo vi salir solo del ala oeste. Sin un rasguño. —Y la sangre en el piso… —No era de él —interrumpió Jacinto, limpiando con fuerza un cuchillo de poda—. Ese hombre no es quien dice ser. Teo asintió en silencio. Desde que llegó, Dante no había mostrado una devoción real. Sus manos, aunque firmes en el rosario, eran manos de alguien que había disparado antes. Que había huido. Que había luchado por su vida más de una vez. Y entonces, estaba Elena. ⸻ La joven novicia ya no era la misma. Después del beso furtivo en el jardín, y del ataque en la noche, algo en ella había cambiado. Sus oraciones eran más largas. Sus silencios, más profundos. Pero lo que más delataba su alma era su forma de mirar a Dante cuando creía que nadie los observaba. Él evitaba su mirada. La saludaba con respeto, se alejaba antes de que alguien notara lo que ardía entre ellos. Pero por las noches, cuando ambos estaban despiertos en sus respectivas celdas, pensaban el uno en el otro con una mezcla punzante de culpa y necesidad. Elena ya no podía rezar sin imaginar sus ojos azules fijos en ella. Y Dante… él comenzaba a preguntarse si había llegado ahí para esconderse o para encontrar algo que su vida nunca le dio: redención. ⸻ Una tarde, mientras barría el atrio, Elena sintió una presencia a su espalda. Se giró y lo vio. Alto, en su abrigo negro, el cabello revuelto, con la sombra de una preocupación que no desaparecía desde aquella noche. —Necesito hablar contigo —dijo él, bajando la voz. Ella asintió y lo siguió a la sacristía, vacía a esa hora. —Están buscándome —confesó, sin rodeos—. El hombre que irrumpió aquí no vino por casualidad. Elena palideció. —¿Por qué? —Mi familia… es peligrosa. Mi tío, más aún. Quiere lo que yo heredé. Lo que no quise seguir. —Se acercó un poco más—. Elena, si te quedas cerca de mí, puedes salir herida. —Ya estoy herida, Dante —respondió, mirándolo a los ojos—. Desde que llegaste, cada día siento que camino entre el deseo y el infierno. Pero no puedo… no quiero alejarme. Dante la miró como si esas palabras fueran una condena y una promesa. —No tienes que quedarte —murmuró. —Y tú tampoco —respondió ella, con un temblor apenas perceptible. Por un momento, el mundo desapareció. La sacristía entera pareció encogerse hasta quedar en ese metro de distancia entre ambos. Pero no se tocaron. El deseo los sostenía como un puente invisible que no se atrevía a quebrarse. ⸻ Esa noche, Jacinto se acercó a Sor Teresa con rostro grave. —Madre, con todo respeto… creo que el Padre Dante no es quien aparenta ser. —¿Qué dices? —Hay algo en sus ojos. En cómo camina. En cómo mira a la hermana Elena. No quiero levantar falsos… pero si hay peligro, debemos proteger a las nuestras. Sor Teresa frunció el ceño. Apreciaba la discreción de Jacinto, pero lo que insinuaba era demasiado grave. —Estaré atenta —dijo, sin comprometerse. Pero esa noche, permaneció despierta más tiempo que de costumbre. ⸻ A la mañana siguiente, alguien dejó una carta sin remitente en la reja del convento. Jacinto fue quien la encontró. La llevó a Sor Teresa. El sobre era grueso, de papel caro, con un sello familiar que solo Dante reconocería: un león negro sobre fondo rojo. Su tío. Dentro, una nota escrita con tinta gruesa: “Sabemos dónde estás. Y no estarás a salvo ni tú, ni quienes te cubren.” Sor Teresa mandó llamar al Padre Dante de inmediato. Elena, que ayudaba en la cocina, sintió el corazón caerle al estómago cuando escuchó su nombre por los pasillos. ⸻ Dante leyó la carta con el rostro imperturbable. —No hay firma —dijo Sor Teresa—. Pero el mensaje es claro. —No se preocupe, madre —respondió él—. Me encargaré de esto. —¿Y si lo que arrastra hasta aquí pone en peligro a las hermanas? Dante apretó los labios. —No dejaré que eso ocurra. —Entonces tome una decisión. O se marcha… o habla con la verdad. Dante asintió, pero no dio una respuesta concreta. Cuando salió de la oficina, Elena lo esperaba entre sombras. —¿Qué decía la carta? —Que el pasado ha llegado —respondió él, sin detenerse. Ella lo tomó del brazo. —No me dejes fuera. Dante bajó la mirada. —No quiero que esto te toque, Elena. —Ya me tocó. ⸻ Esa noche, cuando la luna colgaba como una herida en el cielo, una figura oscura trepó el muro trasero del convento. Caminó en silencio por los pasillos de piedra hasta la bodega de herramientas. Dentro, alguien lo esperaba. Un disparo sordo rompió la quietud. Y el silencio volvió… como si nada hubiera pasado. Pero al amanecer, Jacinto encontró una mancha de sangre bajo la puerta trasera. Y al lado, una pequeña figura de plata: un crucifijo italiano, con las iniciales F.C. El tío de Dante había llegado más cerca de lo que imaginaban.