El padre nuevo

La lluvia golpeaba el tejado del convento como si el cielo mismo murmurara secretos antiguos. Sor Teresa caminaba con paso firme por el pasillo de piedra, el rosario entre los dedos y la preocupación frunciendo su frente. A su lado, Elena caminaba en silencio, la mirada baja, como si algo en el ambiente la hiciera más pequeña aún.

—El Arzobispo nos avisó con muy poco tiempo —decía Sor Teresa—. No hay registro oficial, pero la carta lleva su firma. Viene de Italia, al parecer… una misión especial de recogimiento espiritual.

Elena asintió, aunque no entendía del todo. ¿Un nuevo sacerdote en el convento? ¿Un hombre, aquí? Las reglas eran claras. Pero Sor Teresa parecía más preocupada que contrariada, lo que solo añadía un peso invisible al ambiente.

En la entrada del claustro, lo vieron.

Alto, de traje oscuro y cruz de madera colgando del cuello. El rostro curtido, la barba bien recortada, y los ojos… los ojos azules como el mar antes de una tormenta. Fríos. Intensos. Observando cada rincón con precisión, como si calculara rutas de escape.

Elena sintió un estremecimiento. No de miedo. No exactamente. Era como si algo dentro de ella se activara por primera vez.

—Padre Lorenzo —anunció Sor Teresa, extendiendo la mano.

El hombre tardó un segundo en reaccionar. Luego sonrió, apenas.

—Un gusto, hermana. Me alegra encontrar un sitio tan… tranquilo.

Su voz era grave, con un leve acento extranjero. No parecía un sacerdote. Parecía un actor interpretando uno.

—Ella es sor Elena, una de nuestras novicias —dijo Sor Teresa, haciendo que la joven bajara aún más la mirada.

—Encantado —dijo él, sus ojos clavándose en los de Elena apenas por un segundo. Pero bastó.

Ella sintió que le faltaba el aire.

Durante los días siguientes, el nuevo “padre” se integró a la rutina del convento con una rapidez sospechosa. Ayudaba en la cocina, organizaba los libros de la biblioteca, reparaba puertas, cargaba cajas. Tenía una fuerza que no coincidía con la vida sacerdotal. Y una forma de moverse que alertaba a cualquiera con algo de instinto.

Jacinto, el jardinero, lo observaba de lejos, desconfiando. Teo también, aunque se mantenía en silencio. Ambos habían vivido lo suficiente como para reconocer a un hombre acostumbrado al peligro.

Pero Sor Teresa, luego de unos días, parecía más tranquila. “El nuevo padre tiene buen corazón”, dijo una mañana. “Y manos firmes”.

Elena, en cambio, evitaba estar a solas con él.

No por temor.

Por lo contrario.

Había algo en su voz, en su forma de mirar, que la desarmaba. Y en sus sueños, los ojos azules de Dante —aunque ella aún no sabía su nombre real— aparecían como presagio, como fuego envuelto en incienso.

Una tarde, mientras acomodaba frascos en el dispensario, Elena sintió una presencia detrás. Se volteó, y ahí estaba él.

—¿Sor Elena?

Su voz, tan cercana, la hizo girar el rostro bruscamente. Uno de los frascos cayó y estalló en el suelo.

—¡Perdón! —dijo ella, agachándose enseguida.

Dante se arrodilló junto a ella y, sin pensar, tomó su mano para evitar que tocara los vidrios. Fue un segundo. Pero ese segundo bastó para que ambos sintieran la electricidad que no debería existir entre un sacerdote y una novicia.

Elena se puso de pie de inmediato, el rostro rojo.

—Gracias… Padre.

—Tiene manos delicadas —murmuró él, apenas audible.

Ella salió del cuarto casi corriendo, con el corazón en llamas. Dante la siguió con la mirada, pero no la llamó.

No podía.

No debía.

Esa noche, Dante se encerró en la pequeña habitación que le habían asignado. En el crucifijo sobre su mesita de noche, apenas visible, una inscripción grabada en letras diminutas: “F.C.”. Famiglia Caravaggio. Un recordatorio de quién era. Y de quién debía dejar de ser, al menos por un tiempo.

Su tío seguía buscándolo. Había matado a dos de sus aliados. Lo había traicionado. Y Dante había huido con lo poco que quedaba de su lealtad y su vida.

El convento era su escondite. Su disfraz. Pero no contaba con encontrarse con una mujer como ella.

“Novicia Elena”, pensó, mirando el techo.

Ese nombre ya no le sonaba inocente.

Al día siguiente, el sol bañaba los vitrales de colores con una luz tibia. Dante se ofreció a ayudar en la cocina, donde Sor Martina y Elena organizaban los víveres.

—¿Sabe cortar zanahorias, padre? —preguntó Martina, medio en broma.

—No, pero puedo aprender rápido —dijo él, tomando el cuchillo con naturalidad.

Elena lo miró de reojo. Sus manos eran precisas. Cortaba como un cirujano… o como un soldado.

—Usted no parece un sacerdote —dijo sin pensar.

Él la miró, con esa media sonrisa peligrosa.

—Y usted no parece tan inocente.

Elena desvió la mirada, sonrojada hasta las orejas. Martina no escuchó. Pero en ese instante, sin palabras, ambos supieron que algo estaba cambiando.

Y que no había vuelta atrás.

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