Elena caminaba por el pasillo de piedra con los dedos entrelazados, apretando con fuerza el rosario que colgaba de su cintura. Desde la llegada del supuesto padre Lorenzo, algo dentro de ella se había desajustado, como si la vida tranquila que había construido en el convento comenzara a resquebrajarse por dentro.
Lo había sentido en su mirada —esos ojos azules que no parecían de un hombre de fe—, y en su presencia, demasiado corpulenta, demasiado alerta, como si estuviera siempre preparado para atacar o huir. No era el tipo de paz que irradiaban los sacerdotes. Era otra cosa. Algo más oscuro. Y, aun así, cada vez que lo veía, su corazón latía con una fuerza que no entendía. El claustro estaba silencioso esa mañana. Las nubes ocultaban el sol, y el aire olía a tierra húmeda y pan recién horneado. Sor Teresa le había pedido a Elena que ayudara a repartir las cestas de mimbre con pan entre las hermanas. Era una tarea sencilla, pero su mente estaba lejos de allí. —¿Estás bien, hija? —preguntó sor Martina, mientras recogía su porción. —Sí, hermana. Solo un poco cansada —respondió Elena, con una sonrisa forzada. Al doblar la esquina, casi chocó con Dante, quien salía de la despensa con un saco de harina al hombro. El impacto hizo que el rosario de Elena se soltara y cayera al suelo con un leve tintineo. Ambos se agacharon al mismo tiempo para recogerlo. Sus manos se tocaron. Y por un segundo que pareció eterno, sus ojos se encontraron. Él no dijo nada. Solo sostuvo su mirada con una intensidad que a Elena le hizo temblar las rodillas. Dante tomó el rosario y lo colocó suavemente en su mano. —Tiene fe en sus manos —murmuró, sin dejar de observarla—. Eso es raro hoy en día. Elena no supo qué responder. Se quedó ahí, petrificada, sintiendo el calor de sus dedos incluso después de que él se hubiera alejado. ⸻ Jacinto, el jardinero, miraba todo desde el invernadero. Observaba a Dante con ojos desconfiados. No le gustaba cómo se movía por el convento, ni la forma en que miraba a Elena. Lo había visto varias veces por la noche, recorriendo los pasillos como si estuviera buscando salidas o rutas de escape. Y aunque no podía probar nada, su instinto le decía que ese hombre no era un sacerdote. —Ese tipo no está aquí por Dios —le susurró a Teo mientras clavaba una pala en la tierra húmeda—. Lo vi afilando un cuchillo en la cocina. Como si esperara que alguien viniera a por él. —Sor Teresa confía en él. Y Elena… bueno, ya viste cómo lo mira —respondió Teo, algo incómodo. —Por eso mismo. Hay algo raro, Teo. No es por celos. Es… por precaución. Ese hombre tiene una historia, y no es precisamente la de un apóstol. ⸻ Esa tarde, Dante ayudó a Elena a acomodar unas cajas de mantas en el desván. Era un lugar polvoriento y olvidado, con ventanas altas por donde entraban los rayos del sol como espadas doradas. —¿Tú querías ser monja desde siempre? —preguntó Dante, mientras levantaba una caja con una sola mano. —No —respondió Elena, sorprendida por la pregunta—. No desde siempre. Solo… buscaba un lugar donde no doliera tanto vivir. Dante la miró. No como un cura. Como un hombre. —Aquí también se siente dolor —dijo, en voz baja—. Solo que nadie lo dice en voz alta. El silencio que siguió fue casi íntimo. La forma en que se miraban ya no era accidental. Había una corriente, invisible y fuerte, que los empujaba a romper el límite de lo permitido. —Usted no habla como los demás padres —se atrevió a decir Elena. —Porque no soy como los demás —respondió él, con una media sonrisa que no alcanzaba a borrar la sombra en sus ojos. ⸻ Esa noche, Elena no pudo dormir. Se revolvía en su cama, sintiendo el calor en sus mejillas cada vez que recordaba la forma en que Dante la había mirado. En su pecho, algo nuevo latía, peligroso y embriagante. Un fuego que nunca antes había sentido. A la mañana siguiente, al pasar por el patio de las camelias, lo vio sentado en un banco, solo, con un cuaderno entre las manos. Lo estaba dibujando. A ella. Su silueta, su rostro inclinado en oración, su sonrisa escondida tras el velo. —Eso no es apropiado, padre —dijo, con la voz temblorosa. —Lo sé —admitió él—. Pero tampoco es pecado admirar la belleza de una creación divina. Elena retrocedió, confundida. Pero dentro de ella, algo floreció. Algo que no se parecía en nada a la obediencia.