Renata les preparó una habitación al fondo de la casa. El lugar olía a tierra húmeda y lavanda, y aunque el silencio reinaba, había una tensión invisible flotando entre las paredes.
Dante miraba el cuaderno de tapas gastadas. No se atrevía a abrirlo todavía. Elena, sentada junto a Alma, lo observaba con una mezcla de ternura y preocupación.
—¿La conociste? —preguntó.
—A mi abuela… no realmente —respondió Dante, con la voz baja—. Mi padre nunca hablaba de ella. Decía que era débil. Que creía en rezos en lugar de en balas.
Elena acarició el cabello de Alma.
—Pues parece que esa “debilidad” fue lo único que intentó dejarle sentido a tu apellido.
Dante no respondió. Solo sostuvo el rosario con fuerza. Como si buscara en ese objeto la respuesta que llevaba años negándose a escuchar.
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En otra parte de la ciudad, Alexander recibía a Jacinto y a Lucía. La joven estaba descompuesta, con los ojos enrojecidos y la voz temblorosa.
—¡Se fue sin decir nada! ¡Con la niña! ¡¿Cómo pudo?!
Jacinto se m