Bajo el hábito , el instinto

Los días en el convento transcurrían con una calma tan perfecta que podía parecer falsa. Las campanas marcaban las horas con precisión sagrada, los pasos resonaban en los pasillos de piedra como un eco atemporal, y los rezos flotaban en el aire como incienso. Para la mayoría, era un refugio. Para Dante, un campo minado de silencios.

Desde que había llegado, disfrazado de sacerdote bajo el nombre de “Padre Lorenzo”, había aprendido a fingir una fe que nunca fue suya. Había asistido a misas, respondido con versículos memorizados a toda prisa, y hecho confesiones falsas con una voz serena. Pero nada le resultaba tan difícil como convivir con la mirada limpia de Elena.

La novicia chaparrita, de ojos café y mejillas redondas, tenía una dulzura que lo desarmaba más que cualquier bala. Lo observaba con curiosidad, con desconfianza a veces, pero sobre todo con una ternura que le dolía. No por lo que era. Sino por lo que no podía ser.

Esa mañana, Elena lo encontró en la biblioteca, revisando un libro de oraciones. Fingía leer, pero estaba atento a los pasos. El convento era tranquilo, sí, pero él sentía una presión en el pecho. Como si alguien lo estuviera buscando. Como si algo se acercara.

—Ese libro está al revés, Padre —dijo ella con una sonrisa tímida.

Dante bajó el volumen de inmediato, descubriéndose.

—Vaya… mi vista ya no es lo que era.

—O quizás su fe aún necesita acomodarse —bromeó ella suavemente, y él soltó una carcajada auténtica.

Esa tarde, Sor Teresa pidió ayuda para descargar provisiones. Dante se ofreció sin dudar. Necesitaba ocupar su cuerpo para silenciar sus pensamientos. En la cocina, entre cajas de pan y sacos de arroz, se sentía más en control.

—Gracias, Padre Lorenzo —le dijo sor Martina—. A veces siento que usted hace el trabajo de tres hombres.

—Tal vez solo disimulo bien —respondió él, cargando una caja como si no pesara nada.

Fue entonces cuando Elena entró con una canasta de hierbas del huerto. Lo miró en silencio unos segundos, luego bajó la vista, apenada.

—¿Qué traes hoy? —preguntó Dante, con tono suave.

—Tomillo, orégano, lavanda… —empezó ella—. ¿Quiere olerlos?

Le tendió una ramita de orégano, y cuando sus dedos se rozaron, una chispa imperceptible los conectó. Él cerró los ojos al olerla.

—El orégano huele a casa… ¿y la lavanda?

—A recuerdos —susurró ella, sin pensarlo.

Dante la miró con intensidad. Sus mundos eran tan distintos, y sin embargo, se estaban tocando en los márgenes.

—Gracias, Elena —dijo, pronunciando su nombre como si lo paladeara.

Ella asintió, pero al girarse para salir, tropezó con una caja mal puesta. Dante la sostuvo antes de que cayera. Quedaron tan cerca que él pudo oler la mezcla de jabón, hierba y lavanda en su piel.

—Estoy bien —murmuró ella, sin mirarlo.

—Lo sé —dijo él, sin soltarla de inmediato.

Esa noche, mientras todos dormían, Dante salió al jardín. Caminó hasta el muro más alejado, revisando con cuidado cada rincón. El instinto no mentía. Sentía que alguien se acercaba. Había sobrevivido demasiado para ignorarlo. Y si su tío Vittorio lo había encontrado, el convento no sería suficiente para protegerlo.

O protegerla a ella.

“Maldita sea”, pensó, cerrando los ojos. No podía permitirse sentir nada. Mucho menos por una novicia. Y sin embargo… ya era demasiado tarde.

La campana del convento sonaba con su ritmo habitual al mediodía. Las monjas cruzaban el claustro en silencio, los pasos suaves sobre la piedra antigua. Jacinto, el jardinero, cortaba ramas secas junto al huerto, silbando una melodía vieja. Teo, el joven ayudante de mantenimiento, ajustaba las bisagras de una puerta oxidada.

Dante estaba en la cocina, moviendo cajas con el delantal puesto. Sor Martina tarareaba un salmo mientras anotaba cosas en una libreta. Todo parecía tranquilo.

Pero entonces lo sintió.

Un temblor leve bajo sus pies. Un murmullo sordo que no correspondía a nada normal. Se irguió con tensión, los ojos azules escaneando cada sombra.

—¿Padre Lorenzo? —preguntó sor Martina.

Él no respondió.

El sonido de madera astillándose llegó desde la entrada trasera. Luego, un golpe seco. Un grito.

Y el caos estalló.

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