El eco de lo prohibído

La mañana en el convento se había deslizado con su acostumbrada paz, como un suspiro contenido entre los muros de piedra y los rezos murmurados. Pero en el corazón de Elena, no había paz. Desde aquella conversación con Dante —el supuesto Padre Lorenzo— algo nuevo vibraba dentro de ella, algo que no tenía nombre en sus libros de oraciones.

Elena intentó ocupar su mente: ayudó a sor Teresa con la cocina, lavó los manteles del altar, rezó más de lo normal. Pero bastaba con que escuchara el eco de sus pasos al otro lado del claustro para que su pecho se apretara con una emoción indescifrable. No era miedo. Era otra cosa. Algo que la hacía sentir viva… y culpable.

Dante, por su parte, parecía haberse adaptado con sorprendente facilidad al ritmo del convento. Vestido con sotana prestada y una biblia que nunca abría, había logrado convencer a sor Teresa de que era un hombre de fe en retiro espiritual. Pero su mirada, fría y calculadora, no coincidía con la de ningún sacerdote. Observaba todo. A todos. Y cuando cruzaba la mirada con Elena, parecía leer en ella como si conociera todos sus secretos.

Esa tarde, mientras barría las hojas del jardín central, Elena lo encontró allí. Dante estaba junto a Jacinto, el jardinero, cargando sacos de tierra. Su camisa remangada dejaba al descubierto unos brazos que no correspondían a un hombre de oración.

—¿No cree que eso es mucho peso para un padre? —preguntó ella con un dejo de ironía, deteniéndose junto a él.

Dante la miró de lado, con esa media sonrisa que la desarmaba.

—El Señor da fuerza a quien la necesita. Hoy necesitaba que pareciera fuerte —respondió, acomodando un saco en el suelo.

Jacinto soltó una carcajada sin malicia y se retiró al invernadero. Elena, en cambio, se quedó allí, mirando a Dante con mezcla de desafío y curiosidad. Sentía que debía irse. Pero no podía.

—No me pareces un sacerdote —dijo en voz baja.

—Y tú no pareces una mujer resignada a este lugar —respondió él, sin apartar la vista de sus ojos.

El silencio que siguió fue denso. Cargado. Ella sintió cómo su corazón comenzaba a latir con violencia. No por temor, sino por la manera en que la miraba. Como si en su mundo de sombras, Dante hubiera encontrado una luz inesperada.

—¿Por qué estás aquí, de verdad? —preguntó Elena, con voz temblorosa.

Dante se acercó un paso, lo justo para que ella percibiera el calor de su cuerpo, su olor limpio con un fondo casi salvaje. Se inclinó levemente hacia ella.

—Estoy huyendo de algo. Pero cuando te miro… no quiero huir más.

Elena se apartó, con el rostro encendido. No por vergüenza, sino por la necesidad desesperada de entender lo que le estaba pasando. Corrió de regreso al convento, sin mirar atrás. Pero esa noche, en su celda, no durmió. Cerraba los ojos y lo veía. Oía su voz. Recordaba sus palabras.

Los días siguientes se llenaron de encuentros furtivos: una charla mientras regaban las plantas, un cruce de miradas durante el rosario, un roce accidental de manos que duraba apenas un segundo, pero dejaba un incendio bajo la piel. Nadie más parecía notarlo. O quizás no querían verlo. Solo Lucía, la mejor amiga de Elena, empezó a sospechar algo.

—Tienes los ojos distintos —le dijo una tarde mientras acomodaban flores en la capilla—. Como si vieras algo que las demás no vemos.

Elena no supo qué responder. Su amiga la observó con dulzura y luego sonrió.

—Cuando quieras hablar, aquí estoy.

Un día, sor Teresa pidió a Dante que acompañara a Teo al sótano para mover unas cajas. Dante obedeció sin protestar. Bajaron juntos la escalera de piedra, entre sombras húmedas y olor a incienso viejo. Cuando llegaron, Teo habló por fin.

—Sé que no eres quien dices ser —dijo con calma.

Dante giró lentamente hacia él. No se molestó en fingir.

—¿Y qué crees que soy?

—Alguien que corre peligro. Y que, sin quererlo, podría traerlo aquí.

El silencio entre ellos fue denso, casi amenazante. Pero en los ojos de Teo no había acusación, sino advertencia.

—Yo solo cuido este lugar. Y a las que viven aquí. No me obligues a elegir.

Dante asintió, reconociendo la fuerza que había en aquel hombre delgado y tranquilo. Una fuerza que no necesitaba violencia.

—Entendido —respondió, y luego agregó—. Pero no soy el único que guarda secretos.

Teo no dijo nada más. Pero Dante supo que, por ahora, tenía un aliado… vigilante.

La tarde siguiente, mientras la campana del convento marcaba la hora del almuerzo, todo parecía fluir como siempre. Las monjas cruzaban el claustro en silencio. Jacinto cortaba ramas secas. Teo reparaba la puerta del ala este. Dante, en la cocina, ayudaba a mover cajas con un delantal prestado.

Y entonces ocurrió.

Un ruido seco, sordo, rompió la rutina. Un murmullo lejano. Una vibración que solo un hombre como Dante podía reconocer.

Se irguió, dejando caer la caja. Sus ojos azules buscaron en la sombra. Un segundo después, oyó la madera astillarse. Un grito. Un disparo.

El convento, por un instante eterno, dejó de respirar.

Dante corrió hacia el pasillo, empujando a una novicia que huía. Al fondo, vio dos figuras encapuchadas que habían forzado la entrada trasera. Uno de ellos empuñaba un arma.

—¡Al suelo! —gritó Dante, arrojándose sobre una de las hermanas para cubrirla.

Jacinto apareció detrás, con una pala en las manos, y sin pensarlo la lanzó contra uno de los intrusos, aturdiéndolo. Teo, con un viejo garrote, arremetió contra el segundo.

Dante se abalanzó sobre el primero, logrando desarmarlo tras una breve lucha cuerpo a cuerpo. Cuando el peligro pasó, varios rostros temblorosos asomaban desde los rincones. Elena, de rodillas tras un pilar, lo miraba con los ojos abiertos por el miedo… y la certeza.

Él no era un sacerdote. Nunca lo fue.

Pero había salvado su vida.

Y en ese instante, entre el silencio que siguió al caos, lo supo.

Lo que sentía por él ya no tenía retorno.

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