Elena solía visitar el pozo viejo en las madrugadas. Era su rincón secreto, el único lugar donde podía pensar sin sentir el peso de los votos, del hábito, de las miradas ajenas. Allí, entre la hiedra y las sombras, encontraba el silencio que la ayudaba a sostenerse.
Aquella madrugada, sin embargo, no estaba sola. —No imaginé que alguien más viniera aquí —dijo una voz profunda, detrás de ella. Elena se giró. Dante estaba apoyado en uno de los pilares de piedra, con las mangas arremangadas y la sotana desabrochada hasta el pecho. Su silueta alta se recortaba contra el cielo grisáceo del amanecer. Parecía una figura sacada de otro tiempo. —No es lugar para un sacerdote —murmuró ella, nerviosa. —Ni para una novicia —replicó él, dando un paso hacia ella. Hubo un silencio tenso. Solo el canto lejano de los gallos rompía la quietud. —¿Por qué vino aquí? —preguntó Elena, bajando la mirada. Dante no respondió de inmediato. Caminó hasta el pozo, miró el agua quieta y se reflejó junto a ella. —A veces uno busca lugares donde no duele tanto recordar. Elena giró el rostro hacia él. Por un instante, ya no lo vio como un padre. Ni siquiera como un hombre. Lo vio como un alma rota, como la suya. Algo se les parecía. El dolor, tal vez. La necesidad de escapar. La lucha interna. —¿Qué recuerda usted, padre? —Cosas que es mejor enterrar —respondió él, sin apartar la vista del agua. —¿Y si algún día salen a flote? Dante la miró entonces. Sus ojos azules eran como un mar sin orilla. Había algo peligroso y al mismo tiempo tierno en su mirada. —Entonces quizás será demasiado tarde para rezar. ⸻ Ese día, en la cocina, el ambiente era diferente. Las hermanas reían mientras amasaban el pan y cantaban salmos suaves. Dante pelaba papas con una destreza que no pasaba desapercibida. No parecía un sacerdote. Parecía un hombre acostumbrado a sobrevivir. Jacinto lo observaba desde la ventana, con el ceño fruncido. —Ese tipo tiene más callos en las manos que yo —dijo entre dientes—. Y yo llevo veinte años con esta tierra. Teo se encogió de hombros, aunque compartía la sospecha. —Tal vez fue obrero antes. O marinero. —O mafioso —escupió Jacinto, y se persignó por si acaso. ⸻ Mientras tanto, Elena intentaba concentrarse en las tareas del día, pero su mente divagaba. Cada vez que escuchaba la voz grave de Dante, cada vez que lo veía cruzar el claustro, sentía un latido extraño en el pecho. No era miedo. No era admiración. Era algo más. Lucía, su amiga de toda la vida, lo notó de inmediato. —Te está pasando algo —le dijo en voz baja, mientras arreglaban las flores del altar. —No digas tonterías —replicó Elena, bajando la vista. —No soy tonta. Cada vez que él entra, tú te tensas. Y cuando él sale, suspiras. ¿Qué pasa con ese padre Lorenzo? Elena mordió su labio y negó con la cabeza. —No es lo que piensas. Solo me desconcierta. Es distinto. —¿Distinto cómo? —Como si llevara un secreto en el pecho… y a mí me doliera no saberlo. Lucía entrecerró los ojos, curiosa. —¿Y qué harás? —Rezar, supongo —respondió Elena con una sonrisa amarga. ⸻ Esa noche, el convento parecía más callado que nunca. El viento golpeaba las ventanas, y la lluvia comenzaba a caer en un compás suave. Dante caminaba por los pasillos oscuros, en silencio, hasta llegar al ala oeste, donde se encontraba el despacho de sor Teresa. Tocó la puerta con los nudillos. —¿Padre Lorenzo? —¿Puedo pasar? La superiora lo invitó a sentarse. Su expresión era grave, como si intuyera que algo estaba por desbordarse. —Hermano… he recibido noticias. Al parecer, un par de hombres fueron vistos rondando los límites del convento. Dante se tensó de inmediato, aunque no lo dejó ver del todo. —¿Sospechosos? —Demasiado para mi gusto. ¿Hay algo que debamos saber? Dante bajó la mirada. El juego se volvía cada vez más peligroso. No podía mentir por mucho más tiempo, pero tampoco podía permitirse bajar la guardia. No si quería seguir vivo. Y no ahora que algo dentro de él empezaba a temer por alguien más que por sí mismo. —Hay quienes me buscan… por razones que no son santas. Pero aquí no están en peligro. Lo prometo. Sor Teresa lo estudió unos segundos. Luego asintió. —Si dice ser hombre de fe, le creeré. Pero si algo ocurre, usted será el primero en responder ante Dios y ante mí. Dante se puso de pie, con respeto. —Lo entiendo, madre. Cuando salió al pasillo, se encontró de frente con Elena. Ella lo miró en silencio. Llevaba una vela en las manos, y la cera le caía entre los dedos. No hizo preguntas. Solo lo miró. Y él, por primera vez, deseó poder decirle la verdad. Pero no era tiempo. Todavía no.