Para Isabel, una exitosa empresaria de cuarenta años, el control no es una opción, es un mecanismo de supervivencia forjado tras un doloroso divorcio siete años atrás. El día que celebra su mayor triunfo profesional, su mundo perfectamente ordenado es literalmente salpicado por Jared, un carismático empresario cuyo encuentro accidental la saca de su zona de confort. Lo que comienza como un desastre se transforma en un romance vertiginoso, lleno de ingenio y una química innegable que la obliga a confrontar su pasado, encarnado en su exnovio Alexis, el hombre que le ofreció "paz" y seguridad. A medida que su conexión con Jared se profundiza, los obstáculos se multiplican: desde la hostil madre de Jared, hasta el descubrimiento de que un proyecto profesional clave la obligará a trabajar directamente con Alexis. Una mentira piadosa de Jared, pensada para "protegerla", amenaza con destruir su confianza al tocar la fibra de su trauma más profundo: el miedo a que un hombre vuelva a decidir por ella. Forzados a enfrentar sus pasados y a definir el futuro, Isabel y Jared deben decidir si su amor es una simple coincidencia o una alianza capaz de superar cualquier tormenta.
Leer másIsabel sentía el sabor de la victoria en el aire, o quizás era solo el ozono que anunciaba la tormenta sobre la ciudad. Daba igual. Mientras sus tacones repiqueteaban con una seguridad aplastante sobre la acera del bulevar principal, el maletín de cuero en su mano pesaba lo justo: el peso de un contrato cerrado, de una batalla ganada. La reunión había sido un baile de cifras y egos, y ella, como siempre, había dirigido la coreografía. Una sonrisa discreta, casi un secreto para sí misma, se dibujó en sus labios. Cuarenta años. Divorciada desde hacía siete. Dueña de su vida. Joder, se sentía bien.
Levantó la vista hacia el cielo. Las nubes, antes blancas e inofensivas, se habían teñido de un gris violáceo, denso y amenazante. La energía de la metrópoli pareció contener la respiración por un segundo, esperando el inminente diluvio. La primera gota, gruesa y tibia, le golpeó la frente como una advertencia. Aceleró el paso, calculando la distancia hasta el aparcamiento. Tenía el control. Siempre tenía el control.
Fue entonces cuando lo vio. Una camioneta de lujo negra, ajena a su victoria y a sus planes, girando hacia su calle sin reducir la velocidad. Vio cómo la rueda delantera se hundía en el charco que ocupaba todo el bordillo, un mar oscuro de agua de lluvia y suciedad urbana. El tiempo se ralentizó. Isabel abrió la boca para maldecir, pero ya era tarde. Una ola gélida y sucia se alzó como un monstruo efímero y la golpeó con la fuerza de una humillación.
El universo de Isabel se redujo a un instante helado y nauseabundo. Lo primero fue el frío, un látigo líquido que se le coló por el cuello de la blusa de seda, pegándole la tela al cuerpo como una segunda piel gélida. Inmediatamente después, el olor: un perfume denso a asfalto mojado, a polución, a humillación. La rabia subió como un volcán, barriendo cualquier atisbo de compostura.
—¡Maldito seas, imbécil! —gritó al aire, a la ciudad, al universo entero. La voz le salió ronca, irreconocible.
El maletín se le resbaló de los dedos y cayó al suelo con un golpe sordo. Le importó un bledo. Su traje caro, su cabello rubio perfectamente peinado, su día de triunfo… todo arruinado, manchado, hecho un asco por un idiota en un coche. No, no era un coche. La bestia negra que se había detenido unos metros más adelante era una camioneta de lujo, un tanque imponente que hacía su crimen aún más arrogante.
La camioneta negra se detuvo unos metros más adelante. La puerta del conductor se abrió y de ella descendió un hombre. Isabel entrecerró los ojos, preparándose para la batalla. Sintió cómo las palabras, afiladas y venenosas, se agolpaban en su boca. Le iba a decir sus cuatro verdades, le iba a recordar a toda su estirpe. Estaba lista para la confrontación, la deseaba.
Pero el hombre que se detuvo frente a ella no era el patán que había imaginado. Era alto, y lo que vio en su rostro no fue indiferencia, sino una expresión de genuina, casi cómica, mortificación. Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios, una sonrisa que no era de burla, sino de absoluta culpabilidad.
Se pasó una mano por el pelo, y con un tono de voz profundo, a medio camino entre una disculpa sincera y un juego para suavizar el desastre, dijo:
—Bueno… —dijo él, su voz profunda, a medio camino entre una disculpa y un juego—. Creo que la respuesta es obvia, pero tengo que preguntar. ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que tu día no esté completamente arruinado por mi culpa?
Isabel se quedó inmóvil. El arsenal de insultos que había preparado se disolvió en su lengua. El guion que había escrito en su cabeza para la confrontación se hizo cenizas. Parpadeó, sintiendo el rímel corrido empezar a picarle en los ojos, y lo único que pudo hacer fue abrir la boca y volver a cerrarla, completamente sobrepasada. El hombre que esperaba aniquilar con su furia acababa de desarmarla con una simple pregunta.
Al ver su estado de shock, él dio un paso más cerca. Su sonrisa se suavizó, convirtiéndose en una expresión de genuina preocupación.
—Vale, mi pregunta no ha ayudado mucho —admitió—. Estás empapada y temblando. Hay una cafetería estupenda aquí a la vuelta. Por favor, déjame invitarte a algo caliente mientras... bueno, mientras piensas en todos los adjetivos con los que quieres describirme. Es lo mínimo que puedo hacer.
Todavía aturdida, Isabel solo pudo asentir levemente. No era una decisión consciente; era el único curso de acción que su cerebro paralizado podía procesar. Caminaron en silencio los pocos metros hasta la cafetería, ella tiritando, dolorosamente consciente de la ropa pegada a su cuerpo. Una vez dentro, el calor y el olor a café la envolvieron. El le preguntó que le gustaría tomar y mientras él hablaba con el camarero, ella se refugió en una mesa apartada.
Cuando Jared se sentó frente a ella, la observó con una expresión de cautelosa esperanza. El rastro de la sonrisa culpable no había abandonado sus ojos.
—Dime, por favor, que la promesa de un café caliente está empezando a salvar mi alma de la condenación eterna —dijo en voz baja.
Isabel lo miró. El calor del local estaba devolviendo la sensibilidad a sus dedos y, con ello, una extraña lucidez. Vio su carísimo traje arruinado, su cabello pegado a la frente, y la imagen le pareció tan ridícula, tan alejada de la mujer poderosa de hacía apenas media hora, que una risa seca se le escapó sin permiso.
—Tu alma sigue en período de prueba —respondió ella, y se sorprendió al escuchar un rastro de su propio humor en la voz—. Pero el café ayuda. Aunque no creo que mi blusa de seda opine lo mismo. Estaba destinada a una muerte más digna.
La risa de Jared fue abierta y genuina, y el sonido relajó un nudo que Isabel no sabía que tenía en el pecho.
—Anotado. Le debo a tu blusa un funeral con todos los honores. Y a ti, una nueva. O una docena. Lo que sea que cueste el perdón.
—El perdón todavía está en negociación —bromeó ella, sintiéndose por primera vez dueña de la situación y tomando un sorbo de valor—. Pero me has dado una buena historia que contar.
—¿Ah, sí? —inquirió él, inclinándose un poco más, genuinamente interesado.
Fue entonces cuando ella lanzó el anzuelo, tal como lo indicaste. Dejó escapar un suspiro, una mezcla de ironía y cansancio real.
—Sí. La historia de cómo, el día que cerré el contrato más importante del año para mi agencia, el día en que me sentía absolutamente invencible… el universo decidió darme un chapuzón de humildad. Literalmente.
El rostro de Jared cambió. La diversión dio paso a un respeto evidente.
—¿Tienes tu propia agencia? Vaya. Eso es… impresionante. ¿De qué es?
—Marketing digital —respondió Isabel, sintiendo un cosquilleo de su orgullo profesional—. Ayudamos a las marcas a no hacer el ridículo en internet. Aunque hoy, la experta en hacer el ridículo he sido yo.
—Yo no diría ridículo. Diría… dramático. Cinematográfico, incluso —dijo él, y le guiñó un ojo—. Y tú, ¿a qué te dedicas además de aterrorizar a los peatones con tu camioneta? —preguntó ella, la pregunta surgiendo con una naturalidad que la asombró.
—Tengo una empresa de logística. Y sí, también venía de una reunión estresante. Supongo que por eso no vi el océano que tenía en frente. Ha sido un largo camino para llegar hasta aquí.
Isabel asintió, sintiendo un peso familiar en esa frase.
—Ni me lo digas —musitó—. Sobre todo cuando tienes que empezar completamente de cero.
Él la miró fijamente, su expresión ahora seria, intensa. Como si reconociera algo en sus palabras.
—¿Cuándo empezaste tú tu "desde cero"? —preguntó con suavidad.
La pregunta era directa, pero no invasiva. Se sintió como una puerta que la invitaba a entrar, no que la forzaba.
—Hace siete años —confesó Isabel—. Justo después de mi divorcio.
Jared no apartó la mirada. Su rostro permaneció inmóvil, pero algo en sus ojos se oscureció, una sombra de reconocimiento, de shock. Se quedó en silencio por un instante que pareció eterno, el único sonido era el murmullo de la cafetería a su alrededor. Luego, tragó saliva y dijo las dos palabras que volverían a detener el tiempo para Isabel.
—Siete años. —Hizo una pausa, como si la cifra le pesara en la boca—. Yo también.
Y ahí está. La bomba ha caído. Silenciosa, íntima, devastadora. No es solo una coincidencia. Es un destino compartido.
El eco de esas dos palabras —Yo también— rebotó dentro del cráneo de Isabel, ahogando el murmullo de la cafetería. Su primera reacción fue una ola de cinismo helado. Venga ya. ¿Qué probabilidad había? Esto tiene que ser una estrategia, una frase ensayada para crear una falsa intimidad. Un truco de manual. Su mente, entrenada para analizar y juzgar, emitió un veredicto instantáneo: él era el culpable. Un hombre con esa camioneta, con esa seguridad, con esa sonrisa que podía desarmar ejércitos… seguro que fue él. Se aburrió, fue infiel, rompió el corazón de una pobre mujer y ahora iba por la vida con una historia de divorcio perfectamente empaquetada para generar simpatía. El juicio fue rápido, brutal y, por un segundo, la hizo sentir segura en su superioridad moral. Pero entonces, levantó la vista y lo miró de verdad. Y su teoría, tan lógica y protectora, se hizo añicos contra la expresión de los ojos de Jared. No había rastro de arrogancia ni de falsa modestia. Lo que vio fue un dolor antiguo, una cicatriz en el alma tan profunda y familiar que le provocó un escalofrío. Era la misma sombra que ella había visto en su propio espejo durante años: la lucha silenciosa por reconstruirse sobre un campo de ruinas. La contradicción la dejó sin aire. Su mente le decía una cosa, pero sus ojos —y algo mucho más profundo, una intuición que creía dormida— le decían otra completamente distinta. Y en medio de esa confusión, una certeza absurda la invadió: el universo se estaba riendo a carcajadas de ella. El día de su gran triunfo, no solo la había humillado con un chapuzón, sino que ahora sentaba frente a ella a su reflejo masculino, a un hombre que era un rompecabezas viviente de su propio pasado. La rabia inicial regresó, pero esta vez no era contra él. Era contra el cosmos, por su retorcido sentido del humor.Justo en ese instante de caos interno, apareció el camarero. Colocó frente a ella, con delicadeza, un capuchino con una nube de espuma perfecta, sin el azucarero al lado. Y frente a él, una taza de café negro, humeante y puro. La pequeña, casi ridícula, sincronía de sus pedidos fue la gota que colmó el vaso.
El juicio se evaporó. La rabia contra el universo se disipó. Solo quedó una cosa, una emoción pura y poderosa que lo barrió todo: una curiosidad insaciable. La necesidad de saber. De entender la historia que se escondía detrás de esos ojos.
Isabel tragó saliva, humedeciéndose los labios. Su voz, cuando por fin salió, fue apenas un susurro.
—¿De verdad?
La pregunta queda flotando entre ellos, cargada de un peso inmenso. La conversación está a punto de pasar a un nivel de intimidad para el que ninguno de los dos estaba preparado.
La pregunta de Isabel, apenas un susurro —"¿De verdad?"—, quedó suspendida en el aire entre ellos.
Jared no necesitó palabras. Simplemente asintió, una sola vez, de forma lenta y deliberada. En ese gesto y en la profunda seriedad de su mirada, Isabel encontró la confirmación que necesitaba. No había engaño. Solo una verdad compartida, tan pesada y tan inesperada que resultaba casi sagrada.
Y entonces, ocurrió la verdadera magia. Liberados por el peso de esa verdad compartida, empezaron a hablar. Y no pararon. Afuera, la tormenta desató su furia sobre la ciudad. El aguacero golpeaba los cristales de la cafetería, aislando su mesa del resto del mundo, convirtiéndola en una isla, un refugio. La luz del día, prematuramente devorada por los nubarrones, se convirtió en un crepúsculo gris y plomizo, obligando a que las luces cálidas del interior se encendieran y los envolvieran en un halo íntimo. Ellos no se dieron cuenta de cómo la lluvia pasaba de ser un diluvio a un repiqueteo constante y, finalmente, a una llovizna suave. No se dieron cuenta de cómo la cafetería se fue vaciando a su alrededor. Simplemente hablaron, esperando a que el cielo se calmara, sin ninguna prisa por abandonar su burbuja.
Pasaron tres horas que se sintieron como diez minutos. Isabel se olvidó de su ropa húmeda, de la reunión, del mundo exterior. Hasta que un escalofrío traicionero le recorrió la espalda. El frío de la blusa mojada volvía a ganarle la partida a la calidez del café.
Jared lo notó al instante. Sin decir una palabra, se quitó la chaqueta —un blazer de corte impecable— y con un movimiento natural y protector, la colocó sobre los hombros de Isabel. El calor inmediato la envolvió, junto con su aroma: una mezcla limpia de pino y de algo más, algo que era simplemente él. El gesto fue tan íntimo, tan instintivo, que Isabel sintió un rubor que nada tenía que ver con el frío.
Ese acto de calidez fue también lo que la trajo de vuelta a la realidad. Se miró las manos, la chaqueta de un hombre que no conocía de nada cubriéndola, y la burbuja estalló.
—Dios mío —dijo, riendo suavemente—. Tengo que irme. Llevo tres horas aquí, parezco un monstruo del pantano y probablemente he arruinado tu chaqueta.
—Mi chaqueta ha cumplido el propósito más noble de su existencia —respondió él, con una sonrisa genuina—. Pero no puedo dejar que te vayas así. Tengo una deuda pendiente. La tintorería. Y al menos una docena de blusas.
—No es necesario, de verdad...
—Para mí sí lo es —insistió él, y en su tono no había juego, solo una seriedad amable—. Mira, hagamos un trato para que mi conciencia me deje dormir esta noche.
Sacó su teléfono, pero no se lo tendió a ella. Abrió una nota nueva y lo deslizó sobre la mesa.
—Apunta tu número. Te prometo que el único uso que le daré será para enviarte un mensaje mañana y preguntarte a qué tintorería paso a recoger... las pruebas de mi crimen. Después, si quieres, puedes bloquearme y lanzarme una maldición vudú.
La solución era elegante, práctica y le devolvía a ella todo el control. Era imposible negarse. Con los dedos aún torpes por el frío, Isabel tecleó su número en el teléfono de él.
Salieron a la noche fresca y limpia de después de la lluvia. Él la acompañó hasta su coche en silencio, un silencio cómodo, lleno de todo lo que se había dicho y lo que no.
—Gracias por el café —dijo ella, mientras se quitaba la chaqueta para devolvérsela. Olía tan bien que sintió una punzada de pérdida.
—Gracias a ti por no denunciarme —respondió él, tomándola—. Cuídate, Isabel.
Y con esa simple despedida, se dio la vuelta y se fue, dejándola sola con el eco de su nombre en sus labios y una mezcla imposible de agotamiento, confusión y la extraña y vertiginosa certeza de que el universo acababa de poner su vida, de nuevo, patas arriba.
Isabel se quedó de pie en la acera durante un segundo que se sintió eterno, viendo cómo la figura de Jared se perdía en la noche. El aire fresco le rozó la piel, recordándole que ya no llevaba su chaqueta, aunque el fantasma de su calor y su aroma a pino parecían haberse quedado impregnados en ella. Mecánicamente, caminó hasta su propio coche, un vehículo impecable que ahora parecía de otro mundo, de otra vida.
Se deslizó en el asiento del conductor y cerró la puerta, encerrándose en un silencio que era casi ensordecedor. No encendió la radio. El viaje a casa transcurrió en un duermevela, con las luces de la ciudad desenfocándose a través del parabrisas como acuarelas borrosas. Su mente era una repetición caótica de las últimas tres horas.
Siete años.
La cifra golpeaba contra sus sienes al ritmo de los semáforos. Veía la sonrisa de él, esa que pedía perdón y prometía travesuras al mismo tiempo. Recordaba la seriedad en sus ojos al hablar de empezar de cero. Recordaba la contradicción que había sentido, su juicio instantáneo hecho añicos por una vulnerabilidad que no esperaba.
¿Quién era ese hombre? ¿Un accidente del destino o un presagio?
Condujo en piloto automático por calles que conocía de memoria, pero esa noche se sentía como una extranjera en su propia ciudad. Cuando finalmente llegó a la tranquila calle de su casa y el motor del coche se detuvo en la oscuridad de su garaje, se dio cuenta de que no sentía alivio. Su santuario de orden y control la esperaba al otro lado de la puerta, pero por primera vez en mucho tiempo, temía que el silencio que encontraría dentro no le traería la paz, sino que solo amplificaría el eco de la voz de Jared en su cabeza. Tomó el maletín del asiento del copiloto, respiró hondo y se encaminó hacia la puerta principal.
La puerta de su casa se cerró detrás de ella, y el silencio de su santuario la recibió. El orden minimalista, las superficies limpias, los colores neutros... todo lo que normalmente le proporcionaba una sensación de paz y control, esta noche le parecía ajeno, como el decorado de la vida de otra persona. Dejó las llaves en el cuenco de la entrada y, sin encender más que una luz tenue, caminó directamente hacia el baño.
El agua caliente de la ducha era una bendición. Mientras el vapor empañaba los espejos, Isabel se quedó quieta bajo el chorro, dejando que el agua se llevara la suciedad de la calle, el estrés de la reunión y el frío de sus huesos. Se frotó la piel hasta que estuvo roja, como si pudiera borrar físicamente la memoria del día. Pero no funcionó.
Porque mientras el agua limpiaba su cuerpo, su mente era un torbellino llamado Jared.
Veía su sonrisa torcida, esa que pedía perdón y prometía travesuras al mismo tiempo. Escuchaba el eco de su voz profunda diciendo su nombre. Podía sentir el peso reconfortante de su chaqueta sobre los hombros y, si cerraba los ojos, casi podía volver a oler ese aroma a pino y a hombre. Siete años. La cifra resonaba en el ruido del agua. Siete años.
Salió de la ducha y se envolvió en la toalla más mullida que tenía. Se miró en el espejo empañado y pasó una mano para limpiar un trozo. La mujer que le devolvía la mirada tenía los ojos demasiado abiertos, demasiado brillantes. No era la mirada de triunfo profesional de la mañana, ni la de furia de la tarde. Era una mirada de pura y absoluta perplejidad.
El resto de la noche fue una farsa. Se puso su pijama de seda más cómodo, intentó leer un libro pero leía el mismo párrafo cinco veces, encendió la televisión pero no registró nada de lo que pasaba en la pantalla. Su casa, su santuario de orden se vio invadido por el caos de esta nueva emoción hasta que se durmió muy tarde.
El lunes por la noche, a las ocho en punto, sonó el timbre. Isabel respiró hondo, una última vez, y abrió la puerta.Jared estaba allí, y la visión le robó el aliento por un segundo. Llevaba una camisa azul oscuro, arremangada hasta los codos, y unos pantalones grises. Casual, pero impecablemente elegante.No hubo un "hola" al principio. Sus ojos se encontraron y la electricidad fue instantánea. Él dio un paso adentro, dejando la botella de vino en una mesita cercana, y la atrajo hacia sí por la cintura. El saludo fue un beso profundo, un beso que no era una pregunta, sino una afirmación. Un beso que decía "te he echado de menos todo el día". Isabel se rindió a él, sus manos en su nuca, devolviéndole la intensidad, perdiéndose en el sabor a menta y a la promesa que era él.Pero mientras lo besaba, una imagen fugaz cruzó su mente: la cara de Alexis, su mirada triste en el jardín. Se sintió desleal. Su cuerpo estaba allí, con Jared, pero una parte de su mente estaba en la conversación q
El domingo transcurrió en una bruma de felicidad para Isabel. La euforia del fin de semana no se desvaneció; se asentó en una calma cálida, en una sonrisa que aparecía en su rostro sin previo aviso mientras leía un libro en su sala. Cada vez que su mente volvía al beso en el parque, a la cena en casa de Jared, a la confesión de sus pasados, sentía una certeza que la anclaba.Por la tarde, tal como él había prometido, su teléfono sonó. Era Jared.La conversación fue fácil, natural. Hablaron de sus días, de cosas triviales. Él le preguntó cómo se sentía después de un fin de semana tan intenso.—Me siento... bien —respondió ella, y se dio cuenta de que era la verdad más simple y más profunda—. Muy bien.Confirmaron su cita para el lunes por la noche. La llamada no duró más de diez minutos, pero cuando colgaron, Isabel se sintió aún más segura. La conexión era real. No había sido un sueño febril de fin de semana.Con esa nueva fortaleza, supo lo que tenía que hacer.Se sentó en el sofá de
El sábado por la noche, Isabel se preparaba sintiendo una extraña mezcla de terror y adrenalina. Había elegido un vestido negro, elegante y atemporal, una pieza que era tanto una declaración de poder como una armadura.Jared llegó por ella. La cena, le explicó en el coche, era en parte de negocios. Ricardo, su amigo tenista, era un gran empresario y quería que Jared fuera su cliente. Esto, extrañamente, relajó a Isabel. Le daba a la noche un marco, una estructura.Llegaron a "Brisa", el restaurante elegante con vistas a las luces de la ciudad. Ricardo y Daniela ya estaban en una mesa, esperándolos. Al acercarse, Daniela se levantó para saludar.—¡Isa! ¡Qué guapa estás! —dijo, abriendo los brazos para un abrazo.Mientras la abrazaba, los ojos de Daniela pasaron por encima del hombro de Isabel y se posaron en Jared. La sonrisa de Daniela se transformó en una expresión de puro asombro y complicidad. Se separó ligeramente de Isabel y le susurró al oído, su voz, un chispazo de emoción cont
El sábado por la mañana, Isabel se encontró sonriendo frente a su armario. La pregunta ya no era qué armadura ponerse, sino qué versión de sí misma quería ser hoy. Optó por unos shorts de tenis blancos y elegantes y un polo azul marino. Práctica, sí, pero impecable.Jared la esperaba en la entrada de un club de tenis exclusivo, un oasis de césped verde y arcilla roja en medio de la ciudad. Él ya vestía de blanco, y se veía atlético y relajado.—¿Lista para la lección, agente? —la saludó con un beso rápido y una sonrisa.—Más que lista para derrotarte, comandante —respondió ella, aunque no había cogido una raqueta en casi una década.La hora que pasaron en la cancha fue una revelación. Fue pura diversión. Isabel era torpe al principio, y sus primeros golpes enviaron la pelota a la red o a la cancha de al lado. Jared, en lugar de reírse, se acercó a ella.—Te estás precipitando —le dijo, su voz tranquila junto a su oído—. Deja que te enseñe.Se colocó detrás de ella, su pecho casi rozan
El martes por la mañana, Isabel estaba completamente sumergida en su trabajo. Se sentía dueña de su universo, sentada en su despacho en casa, analizando las métricas de una campaña digital para un cliente importante. Estaba concentrada, con esa calma profesional que era su seña de identidad.A las once y media, su teléfono, puesto en silencio sobre el escritorio, se iluminó con una llamada entrante. El nombre Jared apareció en la pantalla, y la armadura de profesionalidad de Isabel se desintegró al instante. Su corazón dio un vuelco, y una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios. Descolgó la llamada, intentando que su voz no sonara demasiado eufórica.—Jared... hola —dijo, y no pudo evitar que una risa suave se colara en su voz—. Qué sorpresa. Justo estaba... dominando el mundo, como dices tú.Él se rio al otro lado de la línea, un sonido cálido y cercano.—Lo sé, por eso no quería interrumpir mucho —dijo—. O sí. Pasó que han pasado como quince horas desde que te vi y me pareció
El lunes, el día de trabajo fue para Isabel una dulce tortura. Cada correo electrónico, cada llamada, era una distracción que la alejaba de la anticipación de la noche. La promesa de "mañana" de Jared se había materializado en una llamada a mediodía.—He estado pensando... —dijo él, su voz sonaba cercana, íntima a través del teléfono—. Y creo que esta noche merecemos un poco de tranquilidad, lejos de restaurantes y camareros. ¿Qué tal si cocino yo? Te prometo que mi pasta es casi tan buena como la de Il Postino. Y así... podemos hablar. De verdad.Isabel aceptó sin dudarlo.A las ocho, condujo hacia la dirección que él le había enviado, una zona residencial diferente a la suya, más moderna, con casas de arquitectura limpia y grandes ventanales. Se detuvo frente a una de ellas. Era una casa de dos plantas, de líneas rectas, con paredes de hormigón visto y detalles en madera cálida. Era masculina, elegante y sólida. Como él.Respiró hondo y llamó al timbre.La puerta se abrió y allí est
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