Mundo ficciónIniciar sesiónKiara siempre supo que era un peón en el juego de su padre, una propiedad que se debía subastar al mejor postor. Pero con lo que no contaba, era que naciera siendo albina; con su cabello blanco, su piel pálida y sus ojos violetas. Todos la consideraban un fenómeno por no cumplir con los estándares de belleza. Por eso, cuando su padre le anuncia que Alexander Westwood ha aceptado convertirla en su esposa, en lugar de emocionarse, se horroriza. Era el hombre con mayor influencia en el país y también el más despiadado. No entendía por qué aquel hombre que parecía tallado en mármol y podía conseguir a la mujer que quisiera, la había escogido a ella. Pero algo tenía por seguro: No debía ser para nada bueno. Desesperada, decide escapar con Marcos, su primer novio, dejando a Alexander plantado en el altar. Sin embargo, sus planes se vienen abajo cuando Marcos la abandona, dejándola en las garras del CEO despiadado. Tres años después, ha procurado ser una esposa obediente por su propia supervivencia, pero todo parece salirse de control cuando una sombra de su pasado regresa; Marcos Kent. Él planea recuperarla, pero Alexander está dispuesto a todo para demostrar que Kiara le pertenece y que nadie… Ni siquiera su pasado, se la arrebatará.
Leer másCapítulo 1: Matrimonio bajo coacción
El corazón me latía a una velocidad bestial, al punto de sentir que se me saldría del pecho. Miraba por la ventana del segundo piso de mi habitación, con el celular en mano. Esperaba una señal, un milagro, pero el tiempo pasaba y no recibía ninguna notificación de mi novio. Se supone que ya debería estar aquí, debajo de mi ventana, para ayudarme a escapar de este maldito matrimonio por contrato que planificó mi padre. Pero en su lugar, estaba en mi habitación, con un vestido blanco de corte princesa y con un velo cayendo sobre mi espalda, a punto de casarme con Alexander Westwood; uno de los hombres más despiadados del país. Pero eso no le importaba a mi padre, solo quería llenarse los bolsillos. —Marcos… ¿Dónde estás? —susurré, sintiendo como la mano que sostenía el celular no dejaba de sudar. Un crujido en la puerta me hizo sobresaltar, giré sobre mis talones, sabiendo muy bien lo que me esperaba. Mi padre entró en la habitación, sus ojos fueron en mi dirección como si fuera atraído por el miedo que brotaba de mi cuerpo. —¿Qué carajos crees qué haces aquí? —gruñó, caminando hasta plantarse frente a mí—. Ya deberías estar en el maldito auto. ¡Llegaremos tarde a la iglesia por tu culpa! Tragué saliva, sintiendo como mi garganta se cerraba por si sola. Marcos no aparecía y mi padre estaba frente a mí, queriendo llevarme con mi nuevo captor. Nadie me salvaría, solo me tenía a mí misma… Y eso no era mucho que digamos. —Padre… Rechazo este matrimonio —El labio inferior me temblaba mientras hablaba—. Ese hombre es cruel y despiadado. No quiero convertirme en su esposa. No me había atrevido a decir aquellas palabras antes, porque sabía cuál sería su reacción. Pero tenía que decirlo, que intentarlo. Porque aún albergaba la esperanza de que mi padre entrara en razón. Que por primera vez en mis veintiún años de vida, me viera como su hija y no como una moneda de cambio. Pero toda mi esperanza murió cuando me volteó el rostro de un bofetón. Podía sentir como mi mejilla ardía y las lágrimas amenazaban con salir, pero las contuve, respirando profundo. —¡Deberías estar agradecida que Alexander Westwood haya aceptado desposarte a pesar de tu condición! —Tomó mi mentón con fuerza, obligándome a ver sus ojos negros y vacíos—. Él es tu última oportunidad de casarte. Ningún otro hombre de clase alta te aceptará como esposa porque están acostumbrados a mujeres perfectas. O al menos, en tu caso, a las normales. ¡No a una albina! Las personas como Alexander, que nacieron con la cuchara de plata metida en donde no les daba el sol, se creían con el derecho de despreciar a la gente a su antojo. Y en mi caso particular, jamás cruzamos palabra por esa razón. Para Alexander Westwood yo no era más que una cucaracha. Por eso, no entendía por qué alguien como él, aceptaría un matrimonio por conveniencia con una cucaracha albina como yo. O al menos, así me han llamado algunos. —Padre… No puedo casarme, yo no lo amo —dije en un hilo de voz, escuchando los latidos desbocados de mi corazón. Mi progenitor agrandó los ojos y su gesto de sorpresa fue digno de una fotografía. —¿Te falta materia gris en el cerebro? —Usó su dedo índice para tocar bruscamente mi frente, como si de esa forma me pudiera introducir sus palabras en la cabeza—. Estás a punto de convertirte en miembro de una de las familias más influyentes del país y tú me sales a hablar de amor. ¿Sabes en la posición en la qué nos encontramos? Pertenecemos a la clase alta, pero apenas. ¡Estamos en lo más bajo de la jerarquía y por fin tenemos la oportunidad de subir gracias a que un Westwood aceptó el contrato de matrimonio! ¡Tú y tu aspecto fantasmagórico jamás podrán conseguir algo mejor! Sus palabras solo aumentaban el odio que sentía por mi aspecto. No me gustaba tener el cabello, las cejas y las pestañas blancas, ni los ojos entre lilas y violetas. Yo quería ser normal, como las demás mujeres. Pero nací con la misma condición que mi madre. Tomó mi brazo, tirando con fuerza, al punto de sentir que me sacaría el hombro de lugar. Me hizo avanzar por la mansión sin contemplaciones, con los empleados observando mi humillación sin inmutarse. Ya estaban acostumbrados. Mi madre se encontraba en la puerta del ala de servicio, con su ropa sucia llena de polvo, observándome con un gesto de tristeza. Ella no podía hacer nada por mí. A pesar de ser la señora de esta mansión, no era tratada mejor que una sirvienta. Y algo me decía, que ese era el futuro que me esperaba a mí al lado de Alexander Westwood. Reprimí las lágrimas que amenazaban con salir, enfrentándome a mi realidad. De un tirón de pelo, logró sacarme por la puerta principal, hasta encerrarme en la parte de atrás del carro. Él se introdujo en el asiento del conductor, pisando el acelerador como si no hubiera un mañana. Miré por la ventanilla como se alejaba la prisión donde crecí, para ser reemplazada por una nueva. Durante el trayecto, mi padre no dejó de insultarme, de menospreciarme. Yo solo podía ver por la ventanilla, observando como todo se movía tan rápido, pero yo parecía haberme quedado estancada. De pronto, pasamos frente al muelle. Se supone que yo debería estar en ese muelle, en una de esas embarcaciones, huyendo de este país de la mano de Marcos. Pero todos mis planes se habían derrumbado con su ausencia. Y como si el universo me estuviera hablando, el auto se detuvo en una luz roja. Un impulso viajó por mi columna vertebral, causando un intenso cosquilleo en mis extremidades. Sin tener control sobre mi cuerpo, salí del coche. No me detuve a pensar en lo que estaba haciendo, ni en las consecuencias de mis acciones. Corrí entre los vehículos, con los gritos de mi padre siendo opacados por la brisa. No me importaba nada en estos momentos, solo quería mi libertad. Los pulmones me ardían, el corazón me latía con una fuerza abrasadora y los pies me dolían, pero no me detuve hasta que estuve en el muelle, con el olor del agua salada invadiendo mis fosas nasales. Mis ojos fueron a la muchedumbre, buscando, diferenciando rostros, hasta que me encontré con su cabellera rubia como si fuera un milagro. —¡Marcos! —grité con fuerza, sintiendo la esperanza en el fondo de la garganta. Sus ojos marrones se encontraron con los míos. Una sonrisa de dibujó en mis labios, pero él no me la devolvió. Esperaba ver felicidad en su rostro, sin embargo, fui recibida por una frialdad que jamás había visto en mi vida. Me barrió con sus ojos antes de terminar de embarcar, fingiendo que no me había visto, que era tan insignificante para él que no merecía sus palabras. El labio inferior me tembló y sentí el impulso de gritarle a pesar de que ya no estaba a la vista, pero mis pensamientos fueron dispersos al sentir mi cuero cabelludo siendo jalado hacía atrás con tanta fuerza, que caí de culo al piso. Agrandé los ojos al ver a mi padre frente a mí, con aquella expresión mortal. Mi primer pensamiento fue disculparme, implorar, pero no pude hacer nada de lo planeado, porque su mano no dudó en impactar contra mi mejilla ya lastimada. —¡Maldita ingrata! —gruñó desde su posición—. No permitiré que arruines este día. Será mejor que te cases con ese hombre el día de hoy, porque si no es así, te juro que lamentarás regresar a mi mansión. ¿Qué decides? La amenaza cayó sobre mí como un balde de agua. Sabía de lo que era capaz de hacer mi padre cuando estaba molesto. Él no media su furia, sus golpes. Por un instante, preferí convertirme en la esposa de Alexander Westwood antes de continuar siendo el saco de boxeo de mi padre. —Está bien… Me casaré.••Narra Kiara••Esos reporteros eran unos salvajes. Casi y me pegué contra una de las cámaras al huir de ellos. Sentía que me asfixiaban al tratar de salir de la muchedumbre, pero lo logré y corrí sin mirar atrás hasta lograr perderlos. Conocía más o menos la ciudad donde crecí. No la habré recorrido como otros ciudadanos, pero si prestaba atención cuando Alexander me sacaba de la mansión para ir a distintos eventos. Así mismo como lo hacía mi padre.Y por la ubicación… El negocio de Alexander estaba a pocas cuadras de la mansión de mi padre. Quería creer ciegamente en mi madre, pero la duda carcomía mi cabeza con cada segundo que pasaba. Necesitaba saber la verdad. Solo entraría de visita y conseguiría un cabello de mi padre, su cepillo de dientes, cualquier cosa. Sin hacer preguntas, sin gritos, ni discusiones. Ese era el plan. Necesitaba realizar una prueba de ADN.Al llegar al portón, los empleados me reconocieron inmediatamente. Me permitieron pasar como si nada, pero las mi
Fueron ocho horas de viaje. Ocho horas en los que ninguno de los dos dormimos a pesar de estar encerrados en un tubo metálico en el cielo. Kiara parecía perdida en sus pensamientos, negándose a hablar o comer. Era como si su cerebro se estuviera moviendo a una velocidad inhumana, procesando todo lo ocurrido. Y yo, me había limitado a observarla, darle su espacio mientras seguía recibiendo llamadas de los noticieros queriendo hacerme una entrevista. Pero no había nada que declarar. No hasta que vea de primera mano los destrozos. Dos negocios quemados. Eran los más pequeños que teníamos, pero el mensaje era claro. Los bomberos dijeron que no encontraron rastros de acelerante y que no había sido intencionado, que fue un incendio eléctrico. Pero… Dos de mis negocios, a la misma hora, de la misma manera. ¿Una coincidencia? Imposible. Fue intencionado. Habían atacado mi imperio. Fue un movimiento de guerra. Y todos se habían dado cuenta. Especulaban, comentaban en redes sociales sobre e
••Narra Alexander••Vinicius hizo el ademán de ir tras de mi mujer, pero no sé lo permití, colocando una mano en su pecho. —Ni se te ocurra, Oliveira —gruñí. No entendía lo que carajos estaba pasando en estos momentos. ¿Qué estaba tramando Vinicius? Era un viejo zorro que solo se preocupaba por expandir su fortuna cada vez más. Manipulaba, quebraba y usaba a las personas a su antojo con tal de subir en la cadena alimenticia. Y sinceramente, no le veía el problema a eso, ya que en el mundo empresarial sobrevive el más acto. Pero si en estos momentos, me veía a mí como un objetivo a destruir e intentaba usar a Kiara porque era mi debilidad, no se lo iba a permitir. Si este imbécil quería guerra, se la daría. Aunque era incompresible, ya que nuestros negocios jamás chocaron, ni siquiera el que había montado en mi ciudad.—Es mi hija, Westwood —La preocupación en sus ojos se veía genuina, pero lo más probable era que fuera una farsa. Oliveira era un manipulador de primera y yo no era
Parpadeé repetidas veces, sin ser capaz de comprender al cien porciento lo que decía este hombre que apenas conocía. ¿Su hija? ¿Se estaba dando cuenta de lo que decía? Yo ya tenía un padre. Un padre por el que fui criada a base de golpes desde que nací. —¿De qué está hablando usted, señor? —Fruncí el ceño. Sus palabras comenzaban a irritarme. Nos había interceptado en la pista de aterrizaje para decir disparate—. Yo no soy su hija. Yo tengo un padre y no es usted. Por más que odiara a mi padre, era la verdad. No podía negar la realidad ni cambiar mi origen. Por mi sangre corría el apellido Banks y ya lo había aceptado hace mucho. —¿Qué carajos estás tramando, Vinicius? —gruñó mi esposo, poniéndose delante de mí como si fuera una barrera—. ¡No metas a mi esposa en tus malditos juegos mentales! ¡Estamos apurados! Kiara sube al jet. Las escaleras estaban justo detrás de mí y pensé en hacerlo, pero en eso, Vinicius gritó. —¡Kiara, yo soy tu padre! ¡Hice un análisis de ADN c
Sus palabras resonaban en mi cabeza una y otra vez. «Regresamos a nuestro país»Mis manos se movieron con desespero mientras acomodaba la maleta, contagiada por el ritmo frenético con el que Alexander también lo hacía. No comprendía lo que pasaba, pero seguro se trataba del trabajo, ya que fue Víctor quién lo llamó. ¿Qué había ocurrido que era tan importante que Alexander asistiera? ¿Qué era tan importante que estábamos a punto de dejar la subasta por la cual nos habíamos hospedado en este hotel desde hace días? Pero no me atreví a preguntar mientras veía a Alexander salir y entrar de la habitación, cada vez con el ceño más fruncido, hablando por el celular. Creo que ya era la quinta persona que llamaba. —¿Hubo algún herido? —dijo de pronto, llamando mi atención. ¡¿Heridos?!¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quién podría estar herido? ¿Por qué lo hacía sonar como si más de una persona pudiera haber salido lastimada? ¿Era en la mansión? ¿En la empresa? Las dudas abarcaban mi mente, pero n
—¿Hoy no tienes que ir a tus reuniones? —Le pregunté a Alexander, quién seguía con su pijama a las nueve de la mañana—. ¿Y la subasta? —Hoy solo son formalidades, nada importante. Me quedaré contigo —habló con normalidad, mientras desayunamos. Quise concentrarme en la medialuna que estaba cubriendo con una espesa capa de queso de cabra, pero no podía evitar pensar que la razón por la cual no iba a esas reuniones era para evitar enfrentarse a los otros empresarios, a la vergüenza que le causé. —Si le sigues untando queso, perderás el sabor del pan —añadió Alexander, llamando mi atención. —Sí… Tienes razón. Por un segundo me perdí en mis propios pensamientos y terminé convirtiendo la medialuna en un desastre de queso. Se veía tan repugnante que lo dejé a un lado y tomé una medialuna nueva. —Hoy podríamos salir. El clima está templado y el sol de esta ciudad es muy bueno. No te hierve vivo como en nuestro país —Suponía que era su intento de hacer un chiste, pero era difícil s
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