La voz de Marc Anthony llenaba el interior del coche, un torrente de salsa y pasión que Isabel usaba como combustible. Cantaba sobre vivir la vida, sobre reír y gozar, y ella subió el volumen, dejando que el ritmo vibrara en su pecho, un conjuro contra el nudo de ansiedad que se le había instalado en el estómago.
Puedes hacer esto, Isabel, se dijo a sí misma, sus nudillos blancos por la fuerza con que agarraba el volante. Es solo una barbacoa. Es solo Alexis. Sonríes, eres educada, te tomas una copa de cava, hablas con Valeria un rato y te vas. No es nada.
Repitió el mantra tres veces, pero no se lo creyó ni una.
Aparcó su coche en una calle tranquila y sombreada por árboles frondosos, en una de las zonas residenciales más exclusivas de la ciudad. El lujo silencioso del barrio contrastaba con la tormenta que sentía por dentro. Al caminar hacia la imponente puerta de hierro de la casa de Daniela y Ricardo, los sonidos de la fiesta llegaron hasta ella: un murmullo de risas, el tintineo de copas, una base de música chill-out y, por encima de todo, el chisporroteo familiar de la carne en la parrilla. Olía a verano, a amistad, a una vida que había sido suya de una forma tan cómoda que ahora le daba miedo.
Respiró hondo y empujó la puerta.
Atravesó el fresco vestíbulo de mármol de la casa y salió al jardín trasero, donde la escena estaba en pleno apogeo. Unas veinte personas, todas caras conocidas, charlaban en pequeños grupos sobre el césped perfectamente cortado. La primera persona que la vio fue Daniela.
—¡Isa! ¡Viniste! —gritó su amiga, corriendo hacia ella con los brazos abiertos.
Daniela la envolvió en un abrazo que olía a perfume caro y a protector solar. Antes de que Isabel pudiera decir nada, ya tenía una copa de cava helado en la mano.
—No se puede estar en mi casa sin una copa en la mano, es la regla número uno —dijo Daniela con una sonrisa radiante, completamente ajena a la procesión que iba por dentro de su amiga—. Ven, que te sirvo algo de picar.
—Gracias, Dani. Estoy bien así por ahora —logró decir Isabel, aferrándose a la copa como si fuera un salvavidas.
Y entonces, por encima del hombro de Daniela, lo vio.
Fue un capricho del destino, un enfoque selectivo en medio del caos social. Su mirada atravesó el jardín, saltando por encima de las risas y las conversaciones, y chocó directamente con la de él. Alexis. Estaba de pie junto a la barbacoa, con una cerveza en la mano, hablando con Ricardo. No llevaba la máscara de empresario serio, sino la ropa relajada de un sábado por la tarde: una camisa de lino y unos vaqueros. Se veía guapo, familiar, tranquilo. En su elemento.
El mundo de Isabel se detuvo por un instante. El aire se volvió denso. Pudo sentir la pregunta silenciosa en los ojos de él, una intensidad que la conocía demasiado bien. Y entró en pánico. Fue un reflejo, una reacción visceral e incontrolable. Esquivó la mirada. La bajó bruscamente hacia su copa de cava, observando las burbujas subir como si contuvieran la respuesta a un enigma universal.
Su corazón martilleaba contra sus costillas, un tambor furioso que ahogaba la música de fondo. No necesitó volver a mirar para saber que él seguía observándola; podía sentir su mirada profunda e inquisitiva como una caricia invisible que le erizó la piel. Se sintió expuesta, transparente, como si los últimos siete días de su vida estuvieran escritos en su rostro. El juego acababa de empezar, y ella ya sentía que iba perdiendo.
El hechizo se rompió con la voz alegre de Daniela, tan llena de sol que parecía de otro mundo, uno donde no existían las miradas cargadas ni los pasados complicados.—¡Oye, tú! ¿Te vas a quedar ahí parada como una estatua? —bromeó Daniela, enganchando su brazo con el de Isabel con una familiaridad afectuosa—. ¡Ven, saluda a todo el mundo! Las chicas están allí.
Antes de que pudiera protestar, Isabel se vio arrastrada a través del césped. Era una marcha forzada, con una sonrisa tensa pegada en los labios. Con cada paso, luchaba por recomponer su máscara de serenidad, la que tan bien había perfeccionado. No se atrevió a mirar en dirección a la barbacoa, pero era dolorosamente consciente de la presencia de Alexis a su izquierda, una fuerza magnética que tiraba de su atención.
Llegaron a un pequeño círculo formado por el resto de sus amigas, sentadas en unos cómodos sofás de jardín. Valeria, la emprendedora de carácter fuerte, levantó su copa a modo de saludo.
—¡Hombre, miren quién llegó! —dijo Valeria con su habitual tono directo y divertido—. Pensábamos que te nos habías perdido en el mundo de los negocios.
—¡Isa, qué guapa estás! —añadió otra, mientras se levantaba para darle un abrazo.
Los saludos y las exclamaciones la envolvieron, un bálsamo de normalidad sobre su pánico interno. Abrazó a sus amigas, respondió a sus cumplidos, comentó lo bien que se veían. Por unos minutos, se refugió en la cómoda rutina de su amistad, en las bromas internas y el ponerse al día. Se sentía como una actriz representando el papel de "Isabel, la amiga de siempre", y por un momento, casi se convenció a sí misma. Tenía su copa de cava en la mano, a sus amigas alrededor... estaba a salvo.
Pero aunque reía y charlaba, una parte de su radar seguía activa, escaneando el jardín discretamente. Y ahí estaba él. Había vuelto a su conversación con Ricardo, pero su postura era diferente. Ya no estaba relajado. Y de vez en cuando, de forma casi imperceptible, su cabeza se giraba y su mirada volvía a buscarla. El hilo invisible entre ellos seguía tenso, vibrando a través del jardín.
El círculo de amigas era un refugio ruidoso y reconfortante. Isabel se dejó llevar por la corriente de la conversación, riendo de un chiste de Valeria, preguntando por los hijos de las demás, poniendo la cara de interés que la situación requería. Pero era una actuación. Una parte de su mente seguía fuera de ese círculo, en alerta máxima, consciente de que a solo quince metros de distancia, Alexis reía de algo que le decía Ricardo. En un momento, mientras las demás debatían sobre las ventajas de un nuevo sérum facial, Isabel se quedó en silencio, con la mirada perdida en el hielo que se derretía en una cubitera. Su mente viajó al brunch del domingo, a la mirada intensa de Jared.
Una voz suave la sacó de su ensoñación.
—Isa...
Era Carolina. Se había acercado a ella, aprovechando que las otras seguían enfrascadas en su debate. A pesar de ser siempre el centro de la fiesta, Carolina tenía una intuición aguda para leer el estado de ánimo de sus amigas. Se inclinó hacia Isabel, bajando la voz para crear una burbuja de privacidad.
—¿Todo bien? —preguntó, sus ojos buscando los de Isabel con una preocupación genuina—. ¿Ya hablaste con Alexis?
La pregunta, aunque susurrada, fue como un foco de luz apuntando directamente a su nerviosismo. Isabel se sintió completamente expuesta. Forzó una pequeña sonrisa, intentando restarle importancia.
—Hola, Caro. No, aún no. Si acabo de llegar —mintió a medias, tomando un sorbo de cava para ganar tiempo—. Todo perfecto, no te preocupes.
Carolina la estudió un segundo más, no del todo convencida, pero lo suficientemente amiga como para no presionar. Le dio una suave palmada en el brazo.
—Ok. Bueno, ya sabes —dijo, con una mirada que lo decía todo—. Cualquier cosa, me avisas.
Isabel asintió, agradecida por la discreción de su amiga, pero con el corazón latiéndole aún más fuerte. Ya no era solo ella. Ahora Carolina también estaba observando. Isabel asintió, agradecida por la discreción de su amiga, pero el refugio se sentía cada vez menos seguro. Y justo en ese momento, como si fuera una invocación, una sombra se proyectó sobre su pequeño círculo y una voz familiar, tranquila y con un toque de ironía, dijo:
—Vaya, vaya. ¿Mucha conspiración por aquí o hay espacio para uno más?Isabel levantó la vista. Era Alexis. Estaba de pie junto a ellas, sonriendo con esa familiaridad de años, sosteniendo su cerveza con una mano en el bolsillo del pantalón. Se veía relajado, atractivo y completamente en su salsa.
Valeria soltó una carcajada y le respondió sin perder el ritmo.
—Depende, Alexis. ¿Traes más cava o solo vienes a escuchar secretos de estado?
La atención del grupo rebotó entonces hacia Isabel. Era su turno. Sintió todas las miradas sobre ella, esperando su reacción. Por dentro, su pulso se aceleró, pero por fuera, activó el protocolo que tan bien había ensayado durante siete años. Se reclinó ligeramente en su asiento, forzó una calma que era una obra de arte y le dedicó una pequeña sonrisa, tan pulcra y controlada como su casa minimalista.
—Estábamos debatiendo si tu técnica en la barbacoa había mejorado —dijo, su voz saliendo sorprendentemente serena y con un toque de ingenio—, o si Ricardo sigue haciendo todo el trabajo.
La broma, un eco de sus conversaciones de antaño, funcionó. El grupo rio, y el propio Alexis soltó una carcajada genuina, negando con la cabeza.
—Siempre tan directa, Isabel —dijo él.
Y en ese instante, después de la risa, sus miradas se encontraron de verdad, sin el filtro de la distancia del jardín. La sonrisa de Alexis permaneció, pero se suavizó, perdiendo el tono de la broma y adquiriendo una profundidad nostálgica. La de ella se mantuvo, un ejercicio de tranquilidad impecable que enmascaraba a la perfección el torbellino de su interior. Para el resto del mundo, eran dos ex que se llevaban estupendamente. Pero en el silencio de ese cruce de miradas, flotaba el peso de tres años de historia, de una ruptura sin culpas y de una conexión que ninguno de los dos había logrado replicar.
El saludo grupal ha terminado con éxito. La tensión se ha disimulado con ingenio y sonrisas. La conversación del grupo continúa, con Alexis ahora integrado en el círculo.
Pero el verdadero encuentro, la conversación privada entre Isabel y Alexis, sigue pendiente. Es inevitable.
El alivio inicial de Isabel por la broma exitosa se instaló como una calma precaria. Alexis se integró en el círculo de amigas con la facilidad de la costumbre, apoyándose en el respaldo del sofá donde estaba sentada Valeria, participando en la conversación. Durante la siguiente media hora, Isabel se mantuvo en su papel. Rio de las anécdotas de Carolina, opinó sobre el nuevo proyecto de Valeria y escuchó a Daniela hablar de sus planes de remodelación.
Participaba, pero estaba hiperconsciente de todo. De la distancia calculada que Alexis mantenía. De cómo sus miradas se rozaban a veces, pero nunca se sostenían. De cómo él reía con las demás, pero con ella, su interacción se limitaba a una sonrisa educada si sus ojos se cruzaban por accidente. Era una danza social perfectamente coreografiada, un tango de evasión mutua en el que ambos eran expertos.
El sol comenzó a bajar, pintando el cielo de un naranja suave y encendiendo las luces automáticas del jardín, que esparcían un brillo cálido sobre el césped. El ambiente de la fiesta se hizo más relajado, más íntimo.
—¡Ya está lista la entraña! —gritó Ricardo desde la parrilla, su voz resonando con orgullo de asador—. ¡Vengan antes de que se enfríe!
El grito fue la señal que disolvió el grupo.
—¡Voy! Muero de hambre —anunció Valeria, levantándose con decisión.
—Te acompaño, necesito otra copa de vino —dijo Carolina, siguiendo a su amiga.
Daniela, como buena anfitriona, se levantó también. —Voy a ver si Ricardo necesita ayuda con las ensaladas. Isa, mi amor, ahora vuelvo. No te muevas de aquí.
Isabel sonrió y asintió, viendo cómo su escudo humano se desintegraba pieza por pieza. Se quedó sola, sentada en el sofá, con su copa de cava ya tibia en la mano. Iba a levantarse, a buscar refugio en la mesa del buffet, a hacer cualquier cosa para evitar lo inevitable, pero una voz la detuvo.
—Ellas nunca cambian.
La voz de Alexis, "Ellas nunca cambian", flotó en el aire, rompiendo el hechizo del grupo pero creando uno nuevo, mucho más denso, entre ellos dos. El bullicio de la fiesta pareció retroceder.
Isabel lo miró. Diez meses. Diez meses sin ver su rostro fuera de una fotografía, sin escuchar su voz en directo. El tiempo suficiente para que la herida dejara de sangrar, pero no tanto como para que la cicatriz no doliera al rozarla. Se había preparado para este momento, había ensayado en su mente una docena de escenarios. Y en todos ellos, ella era la que tenía el control. Decidió que la realidad no sería diferente. Poniendo en orden el caos de su interior, tomó la iniciativa.
—Ha pasado tiempo, Alexis —dijo, y se sorprendió de lo firme que sonó su propia voz—. ¿Cómo has estado?
Él pareció ligeramente sorprendido por su franqueza, pero su sonrisa se suavizó, tiñéndose de una melancolía que ella reconoció al instante.
—He estado bien —respondió, su tono era cálido—. Ocupado. Mucho trabajo, ya sabes cómo es. —Hizo una pausa, sus ojos recorriendo el rostro de ella—. Pero me alegra verte, Isa. Te ves... tranquila. Feliz.
La palabra "feliz" era una pregunta disfrazada de afirmación. Isabel esquivó la bala con la elegancia de una torera experta.
—He estado bien también. Tranquila, sí. La agencia consume todo mi tiempo, pero de una buena manera.
—Me imagino. Siempre has sido imparable cuando te enfocas en algo —dijo él.
La conversación fluyó durante unos minutos, torpe y educada. Hablaron de trabajo, de un amigo en común que se había mudado, del calor que hacía ese verano. Eran dos extraños interpretando el papel de dos viejos amigos, cada frase cuidadosamente elegida para no pisar ninguna mina del pasado. El aire estaba lleno de todo lo que no se decían: del porqué de su ruptura, de las noches en vela, de los hábitos que tuvieron que olvidar.
Finalmente, fue él quien se atrevió a dar un paso más cerca del borde del abismo.
—Te he echado de menos en el grupo, ¿sabes? —dijo en voz baja, casi para sí mismo—. Se sintió raro no verte en Navidad en casa de Ricardo.
La frase, tan simple y sincera, golpeó a Isabel donde más dolía. Porque era verdad. Ella también los había echado de menos. Había echado de menos esa sensación de pertenencia, esa familia elegida.
—Yo también los he echado de menos —respondió, usando el plural como un escudo.
Él asintió, comprendiendo el escudo y aceptándolo. El silencio volvió a caer, pero esta vez era diferente. Menos tenso, más triste. Un reconocimiento silencioso de lo que habían perdido.
El asentimiento de Alexis y el silencio que siguió fueron un reconocimiento tácito de todo lo que habían sido. Por un instante, Isabel sintió el tirón de la familiaridad, la agridulce comodidad de una historia compartida. Era un terreno conocido, un dolor suave.
Y entonces, su teléfono, que sostenía lánguidamente en la misma mano que la copa de cava, vibró contra sus dedos.
Fue un pulso breve, eléctrico, que la arrancó de la nostalgia y la ancló de golpe en el presente. Instintivamente, sus ojos bajaron hacia la pantalla que se iluminaba.
Y allí, en la parte superior, un banner de notificación con un nombre que le hizo dar un vuelco al corazón.
Jared: Espero que el alto consejo no esté siendo demasiado duro conmigo. Pensando en ti.
El aire se le atascó en los pulmones. Pánico. Culpa. Y una innegable, punzante oleada de felicidad. Todo en un solo segundo. Su primer impulso fue girar el teléfono, esconder la pantalla como si contuviera un secreto de estado. Levantó la vista bruscamente y se encontró con la mirada de Alexis.
Su expresión ya no era nostálgica. La suave melancolía se había evaporado, reemplazada por una chispa de curiosidad. Él había notado el cambio en ella, el respingo casi imperceptible, la forma en que sus ojos se habían dilatado.
—¿Todo bien? —preguntó él, su tono ahora neutro, observador.
La mentira le salió antes de poder pensarla.
—Sí, sí, nada —dijo, forzando una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Un mensaje del trabajo. Ya sabes.
Era la primera mentira que le decía. Y se sintió sucia, como una adolescente atrapada en una falta. El teléfono en su mano de repente pesaba como un ladrillo, un recordatorio incandescente de su nueva y complicada realidad. La conversación íntima y melancólica de hacía un segundo se había evaporado, y ahora solo quería huir.
La mentira —"Un mensaje del trabajo"— quedó suspendida en el aire, frágil y transparente. Alexis no dijo nada, simplemente la observó, su mirada una mezcla de curiosidad y algo más que ella no pudo descifrar.
Isabel sintió el pánico subir por su garganta. El teléfono en su mano era una brasa ardiente. No respondas, le gritó una voz en su cabeza. No le des ese poder. No aquí. No ahora.
Con un movimiento deliberado, casi desafiante, su pulgar rozó la pantalla, deslizando la notificación de Jared hacia el olvido. La pantalla se oscureció. Sin mirarlo, metió el teléfono en su bolso, cerrándolo con un clic que sonó como el cerrojo de una celda. Acto seguido, levantó la vista, no hacia los ojos de Alexis, sino por encima de su hombro, hacia el humo que se elevaba de la parrilla. Forzó una sonrisa brillante, social, un poco más amplia de lo normal.
—La barbacoa de Ricardo huele increíble, ¿verdad? —dijo, su tono un grado más alto, demasiado alegre—. Parece que su técnica sí ha mejorado después de todo.
Era un intento torpe de rebobinar el tiempo, de volver a la conversación ligera de antes, a las bromas seguras.
Alexis no es tonto. Vio el gesto, notó el cambio de tema, sintió la puerta de acero que ella acababa de cerrar entre ellos. La melancolía de su mirada se desvaneció, reemplazada por una expresión educada, casi fría. La intimidad se había roto. Él sonrió también, pero fue una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—Sí —respondió, su voz ahora notablemente más distante—. Ricardo es el mejor en lo que hace.
Asintió cortésmente, y el puente que habían empezado a construir se derrumbó en un abismo de silencio educado. Ella lo había alejado, y él se lo estaba permitiendo. La conversación estaba muerta.
El silencio se alargó, volviéndose pesado y denso. Isabel podía sentir los latidos de su propio corazón en sus oídos. Cada segundo que pasaba sin que ninguno de los dos hablara, el abismo entre ellos se hacía más grande. Estaba atrapada, buscando desesperadamente una vía de escape en su mente, pero todas las puertas parecían cerradas.
Justo cuando creía que el silencio se volvería audible, un torbellino de energía alegre se materializó a su lado.
—¡Aquí están! —exclamó Daniela, llegando con una bandeja en la que se balanceaban tres vasos altos y coloridos—. No se me escondan. Tienen que probar estos mojitos de maracuyá que acabo de preparar. ¡Están peligrosos!
Daniela, con la inconsciencia feliz de la anfitriona perfecta, le entregó un vaso a Isabel y otro a Alexis, rompiendo el hechizo con el tintineo del hielo contra el cristal. La tensión se hizo añicos, reemplazada por la obligación social de sonreír y aceptar.
—Gracias, Dani, qué buena pinta —dijo Isabel, agradecida por el salvavidas líquido.
—Se ven espectaculares —añadió Alexis, su tono volviendo a ser el del invitado encantador, su máscara social encajando de nuevo en su sitio tan perfectamente como la de ella.
—¿Verdad que sí? —continuó Daniela, ajena a que acababa de desactivar una bomba—. La gente está devorando la entraña, creo que Ricardo tendrá que poner más. Ay, Isa, no sabes lo que me ha contado Valeria de su nuevo proyecto...
Daniela siguió hablando, enlazando un tema con otro, y los obligó a ambos a participar en la conversación trivial de la fiesta. Isabel asentía, sonreía, comentaba, pero su mente estaba a mil por hora. La llegada de Daniela había sido su salvación y su jaula. La había salvado del silencio incómodo, pero ahora estaba atrapada en una conversación de tres en la que tenía que fingir una normalidad que no sentía, todo mientras Alexis estaba de pie a su lado.
Necesitaba escapar.
Aprovechando que Daniela se giró para saludar a otro invitado que pasaba, Isabel vio su oportunidad.
—Dani, qué rico el mojito, gracias —dijo con una sonrisa convincente—. Oye, voy a buscar a Valeria, que la vi antes y no hemos podido hablar. Ahora vuelvo.
—¡Claro, mi amor! Está por allá, cerca de la piscina.
Con esa excusa, Isabel finalmente logró lo que ansiaba: se dio la vuelta y se alejó, dejando atrás a Alexis conversando con la anfitriona. Se sintió como una fugitiva logrando cruzar la frontera.
Con el mojito en la mano como coartada, Isabel se alejó del epicentro del drama. No fue a buscar a Valeria. En lugar de eso, se deslizó entre los grupos de invitados, sonriendo y asintiendo a su paso, en una misión silenciosa. Su objetivo era la puerta de cristal que daba al salón.
Entró en la casa. El aire acondicionado le rozó la piel como una caricia helada, un alivio instantáneo al calor bochornoso del jardín y de sus emociones. El murmullo de la fiesta se atenuó. Siguió por un pasillo corto y encontró lo que buscaba: un pequeño baño de visitas. Se metió dentro y cerró la puerta, girando el pestillo. El clic metálico fue el sonido más tranquilizador que había escuchado en toda la tarde.
Apoyó la espalda en la fría madera de la puerta y cerró los ojos, respirando hondo. El silencio era una bendición. Dejó el vaso sobre el lavamanos de mármol y, con las manos temblándole ligeramente, sacó su teléfono del bolso.
La pantalla se iluminó, mostrándole el mensaje que la había desestabilizado. Lo leyó de nuevo, esta vez sin la presión de la mirada de Alexis.
Jared: Espero que el alto consejo no esté siendo demasiado duro conmigo. Pensando en ti.
"Pensando en ti". Esas tres palabras eran un bálsamo. Un ancla en medio de su tormenta personal. Eran un recordatorio de que existía otro mundo fuera de ese jardín, un mundo que había empezado a explorar el domingo y que le provocaba un vértigo delicioso. Tenía que responderle. No podía dejarlo en visto, no a él.
Abrió el teclado, sus pulgares volando sobre la pantalla. Borró tres borradores. Un simple "Hablamos luego" era demasiado frío. Un "Estoy en una reunión familiar" era una mentira demasiado específica. Finalmente, encontró las palabras que eran a la vez una verdad y un juego, su nuevo idioma.
Isabel: El alto consejo está en un receso... muy ruidoso. Pero tu mensaje ha sido recibido y apreciado :) Te escribo en cuanto logre escapar. Prometido.
Pulsó "enviar". Una oleada de alivio la recorrió. Había tendido un puente hacia él, una promesa de futuro que le daba fuerzas para soportar el presente. Se miró en el espejo. Su rostro seguía sonrojado, pero sus ojos tenían una nueva determinación. Se retocó el brillo de labios, respiró hondo una última vez y giró el pestillo. Estaba lista para volver al campo de batalla.
Isabel salió del baño y se detuvo un instante en el umbral que daba al jardín, usando la penumbra del pasillo para escanear el terreno. El sol ya casi se había ocultado, y el jardín estaba ahora iluminado por antorchas de bambú y las luces cálidas que colgaban de los árboles. La música era más animada, las risas más fuertes. Su mirada buscó y encontró su objetivo.
Valeria.
Estaba de pie cerca de la piscina, con una copa de vino tinto en la mano, gesticulando animadamente mientras contaba una historia que tenía a un pequeño grupo de conocidos completamente cautivado. Era un imán, un centro de gravedad social. Justo lo que Isabel necesitaba.
Con un propósito claro, Isabel se abrió paso entre la gente, sonriendo y asintiendo a su paso, hasta llegar al círculo de Valeria. Esperó pacientemente a que su amiga terminara el remate de su anécdota, que fue recibido con una carcajada general. En ese momento, Isabel se acercó y le tocó el brazo.
—Val, ¿te robo un minuto? No hemos podido hablar nada con tanto jaleo.
—¡Isa, mi vida! ¡Claro que sí! —respondió Valeria, girándose para dedicarle toda su atención—. A estos ya los tengo aburridos. Vamos a por más vino.
Valeria la tomó del brazo y la guió hacia la barra improvisada que habían montado en un extremo de la terraza. Era la coartada perfecta. Una vez con las copas llenas, en lugar de volver al grupo grande, Valeria las condujo a un par de sillas altas un poco más apartadas. Su trinchera.
La estrategia de Isabel funcionó a la perfección. La arrolladora personalidad de Valeria era un campo de fuerza. Hablaba de sus nuevos proyectos con una pasión contagiosa, criticaba con un ingenio mordaz el atuendo de otro invitado y contaba un chisme inofensivo que hizo que Isabel se riera de verdad por primera vez en toda la tarde. Isabel podía relajarse, escuchar, asentir y sentirse protegida. Si alguien se acercaba, la conversación de Valeria era tan absorbente que la mayoría de la gente solo interactuaba brevemente antes de seguir su camino.
Desde su posición segura, Isabel se permitió observar. Vio a Alexis. Él también era una mariposa social, moviéndose de grupo en grupo, siempre encantador, siempre el invitado perfecto. Sus caminos no volvieron a cruzarse, pero ella era consciente de él, de su risa, de su silueta recortada por las luces del jardín. La trinchera era segura, sí, pero el campo de batalla seguía a la vista.
Pasó casi una hora. Se sentía más tranquila. Quizás podría sobrevivir la noche sin más incidentes. Estaban en medio de una anécdota de Valeria sobre un cliente imposible cuando una voz las interrumpió. Una voz tranquila, masculina y dirigida inequívocamente a ella.
—Perdona que te la robe, Valeria, pero necesito hablar con Isa un momento.
Isabel se quedó helada, con la copa a medio camino de sus labios. Era Alexis. Había esperado, había observado, y ahora había decidido romper la trinchera.
Por un instante que se sintió eterno, Isabel se quedó congelada. El pánico, frío y afilado, le subió por la garganta. Su primer impulso fue mirar a Valeria, un ruego silencioso en sus ojos para que dijera algo, para que la salvara, para que construyera un muro con sus palabras y lo mantuviera alejado. Sintió el deseo infantil de que su amiga la protegiera.
Pero entonces, otra voz, más profunda y más fuerte, se abrió paso en su interior. Era la voz que había cultivado durante siete años. La voz que había construido una agencia desde cero. La voz que había aprendido a quererse y a respetarse.
No, se dijo a sí misma. Tú no te escondes. No más.
El cambio fue casi imperceptible para los demás, pero para ella fue un terremoto. Sintió cómo su espalda se enderezaba. Su mano, que temblaba ligeramente, se posó con firmeza sobre la mesa. Levantó la barbilla y miró a Alexis, no con la calidez de antes, sino con una cortesía pulcra y controlada. Su armadura acababa de encajar en su sitio con un clic audible solo para ella.
—Claro, Alexis —dijo, su voz tan serena que se sorprendió a sí misma—. Val, hablamos ahora.
Valeria, que había estado observando la escena con sus agudos ojos de lince, captó el cambio al instante. Vio la decisión en la mirada de su amiga y le dedicó un asentimiento casi imperceptible, un gesto de pura sororidad que decía: "Tú puedes. Estoy aquí si me necesitas".
Isabel se levantó con una gracia fluida, dejando su copa a medio beber sobre la mesa. Se giró para encarar a Alexis, completamente dueña de su espacio. Él parecía un poco sorprendido por su inmediata y fría aceptación; quizás esperaba más resistencia. Por primera vez desde que se acercó, la ventaja en ese juego silencioso parecía ser de ella.
—¿Decías? —preguntó Isabel, indicando con un gesto que podían apartarse unos pasos para tener más privacidad.
Isabel se irguió, aceptando el reto. Se habían alejado unos pasos del grupo, encontrando un espacio de relativa privacidad bajo la sombra de una gran palmera iluminada desde abajo. La música y las risas de la fiesta creaban un telón de fondo surrealista para la tensión que vibraba entre ellos. La fachada de control de Isabel era impecable, pero por dentro sentía el latido de su corazón en la garganta.
Alexis la miró, y la sonrisa social que había mantenido en el grupo se desvaneció, dando paso a una expresión seria, vulnerable, que ella no había visto en diez largos meses. Rompió el silencio, y sus palabras fueron un golpe directo a la armadura de Isabel.
—No podía irme de aquí sin hablar contigo —dijo, su voz era un murmullo grave, cargado de sinceridad—. Te he echado de menos, Isa.
La confesión la golpeó con la fuerza de una ola. El aire pareció escapársele de los pulmones. Todas las respuestas ingeniosas, todas las frases preparadas, se evaporaron. Su mente se quedó en blanco. No. No digas eso. No ahora. No hagas esto más difícil. La palabra "vértigo" volvió a ella, el recuerdo de Jared, y chocó violentamente con la "paz" que el hombre que tenía delante le había representado durante tanto tiempo.
Sintió la tentación de decir "yo también", porque una parte de ella, la parte cómoda y nostálgica, lo sentía. Pero sería una mentira, una traición a la nueva y caótica emoción que había empezado a anidar en ella.
Incapaz de sostener la intensidad de su mirada, desvió la vista por un segundo hacia las luces del jardín. Cuando volvió a mirarlo, su fachada de control se había agrietado, mostrando la vulnerabilidad que había debajo.
—Alexis, por favor... —susurró, y en esas dos palabras se contenía todo: Por favor, no me hagas esto. Por favor, no volvamos atrás. Por favor, entiende.
Era una súplica, no un rechazo. Una barrera frágil contra una marea de historia compartida.
La súplica de Isabel, "Alexis, por favor...", quedó flotando en el aire del jardín, un ruego frágil contra el peso de su historia.
Él no retrocedió. Al contrario, pareció que la vulnerabilidad en la voz de ella le daba una extraña y tranquila certeza. Su mirada se intensificó, buscando algo en los ojos de ella, algo que quizás él mismo había perdido. Dio un paso, casi imperceptible, pero suficiente para acortar la distancia entre ellos, para invadir su espacio y hacer que el mundo se encogiera a su alrededor.
Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo que era solo para ella, una confesión que luchaba por abrirse paso entre la música y las risas de la fiesta.
—Solo digo la verdad, Isa —dijo, su tono cargado de una sinceridad que la desarmó por completo—. ¿Fue un error dejarte ir?
La pregunta cayó en el silencio que se había formado entre ellos con el peso de una bomba.
No era una pregunta. Era una llave que abría una puerta que Isabel había tardado diez meses en cerrar con siete cerrojos. La puerta a la duda, al "qué hubiera pasado si...". Todo el control que había luchado por mantener durante la última hora, toda su armadura de serenidad y cortesía, se hizo añicos.
Se quedó sin aire. Su mente era un campo de batalla. En un lado, el recuerdo del mensaje de Jared, la promesa que le había hecho de escribirle al escapar, un puente hacia algo nuevo y vibrante. En el otro, el hombre que tenía delante, el arquitecto de su paz post-divorcio, cuestionando el pasado que ella creía resuelto.
Sus manos, ahora vacías, se buscaron la una a la otra, sus dedos entrelazándose con una fuerza nerviosa frente a ella. Miró el rostro de Alexis y no encontró respuesta. Cualquier palabra sería una traición. Si decía "sí", traicionaba el vértigo y la promesa de Jared. Si decía "no", se traicionaría a sí misma y a la verdad de los tres años de felicidad que habían compartido.
El pánico la paralizó. Estaba completamente atrapada.
La pregunta de Alexis —¿Fue un error dejarte ir?— quedó suspendida en el aire cálido de la noche, un misil que había dado de lleno en el centro de su ser.
El tiempo se detuvo. Isabel lo miró, y en ese instante no vio a su exnovio, ni al empresario exitoso. Vio un camino que no tomó, una vida que podría haber sido. Una vida de paz, de comodidad, de seguridad. Una vida sin el vértigo que ahora le provocaba el nombre de Jared.
Su mente era un ruido blanco. No había una respuesta ingeniosa. No había una frase madura. No había nada. Solo un océano de pánico.
Lentamente, casi como si el gesto le doliera, Isabel negó con la cabeza.
No fue un "no" a su pregunta. Fue un "no" a la situación, un "no" a la conversación, un "no, no puedo soportar esto". Fue la rendición de una guerrera que se había quedado sin armas.
Sin decir una sola palabra, sin permitirse una última mirada, se dio la vuelta.
Y caminó.
Su cuerpo se movía por puro instinto de supervivencia, como un animal herido que busca su madriguera. El sonido de la fiesta —la música, las risas, el tintineo de las copas— se convirtió en un murmullo lejano y distorsionado, el sonido del mundo visto desde el fondo del agua. Pasó junto al grupo de Valeria, pero no las vio. Sintió que alguien decía su nombre, pero la palabra no llegó a registrarse en su cerebro.
Su único objetivo era la puerta de cristal que daba al interior de la casa. La cruzó, agradeciendo el frío del aire acondicionado en su piel febril. Atravesó el salón en penumbra, sus pasos ahora rápidos y decididos sobre el mármol. No miró a nadie. Solo veía la puerta de entrada.
La abrió, salió a la noche estrellada y la cerró detrás de sí, dejando el sonido de la fiesta atrapado en el interior. El silencio de la calle arbolada la golpeó. Corrió los pocos metros hasta su coche, buscó las llaves en el bolso con manos temblorosas y apretó el botón para abrirlo. El doble clic del seguro fue el sonido más hermoso del mundo.
Se deslizó en el asiento del conductor, arrancó el motor y se alejó de allí, dejando atrás la casa, la fiesta, a sus amigas y al hombre cuya pregunta ahora la perseguiría por las calles de la ciudad.