A las Ocho

Isabel cerró los ojos y sonrió, una sonrisa amplia que le arrugó las comisuras de los ojos. Releyó el mensaje de Jared una y otra vez. Yo no he podido pensar en otra cosa.

Antes de que pudiera teclear una respuesta, la pantalla de su teléfono cambió. Una llamada entrante. Y en la pantalla, el nombre que ahora lo ocupaba todo: Jared.

Su corazón dio un vuelco. Se levantó del sofá de un salto, con una mezcla de pánico y euforia. Dudó un segundo, con el pulgar flotando sobre el botón verde. Tomó una bocanada de aire y contestó.

—¿Hola? —su voz salió como un susurro.

—Hola, Isabel —respondió la voz de él, profunda y cálida—. Creo que esto es mejor que escribir.

—Me has sorprendido —logró decir ella, una risa nerviosa escapándosele.

—Esa era la idea —dijo él, y su tono se volvió más serio, más íntimo—. Escucha, Isabel... No quiero pasar el resto del domingo enviando mensajes. Quiero verte.

La franqueza de sus palabras la dejó sin aliento.

—Hay un restaurante italiano pequeño en el Casco Ant
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