El domingo por la mañana, la luz del sol inundó el dormitorio de Isabel sin ninguna piedad, una claridad brutal que contrastaba con la oscuridad confusa de sus pensamientos. Se despertó con la sensación pesada de haber dormido en un campo de batalla. Cada músculo le dolía, un cansancio que no era físico, sino emocional.
Su mirada recayó inmediatamente sobre el teléfono, una losa de cristal negro sobre la mesita de noche. Apagado. Silencioso. Un monumento a su huida de la noche anterior.
Se sentó en el borde de la cama, el pijama de seda pegado a su piel. El recuerdo de su propia cobardía la abrumó. Huyó. Sin una palabra, sin una excusa. Dejó a sus amigas preocupadas y a Alexis con esa pregunta terrible suspendida en el aire.
No puedes esconderte para siempre, Isabel, se dijo a sí misma, la voz de su conciencia severa y clara. No eres una niña. Cometiste un error, huiste. Ahora asúmelo.
Con la determinación de quien se arranca una tirita de un solo golpe, cogió el teléfono. El cristal estaba frío al tacto. Mantuvo presionado el botón de encendido hasta que la pantalla cobró vida, un destello blanco que le pareció una acusación.
El teléfono vibró en su mano, una y otra vez, un espasmo incesante a medida que la avalancha de notificaciones de la noche anterior se abría paso hasta el presente. Mensajes de W******p. Llamadas perdidas. El mundo exterior, que había silenciado por unas horas, regresaba con toda su fuerza.
Abrió el registro de llamadas primero. Cinco de Valeria. Tres de Daniela. Nada de Alexis.
Luego, abrió el chat grupal. Una cascada de mensajes: Daniela: Isa se fue? Alguien la vio irse? Carolina: No, se levantó y se fue sin más. Valeria: No contesta el teléfono. Daniela: Estoy preocupada. Estaba rara. Valeria: Déjenla. Ya llamará. Pero sí, estaba rara.
Isabel cerró los ojos, sintiendo el peso de la preocupación que había causado. Se merecía la reprimenda que seguramente le daría Valeria. Se merecía la charla maternal de Daniela. Lo que fuera. Era el precio de su pánico.
Respiró hondo, mirando la pantalla del teléfono, un campo minado de afectos y preguntas sin respuesta. Sabía que no podía responder a todas a la vez. Tenía que empezar por una.
Isabel miró la pantalla de su teléfono, el mosaico de rostros de sus mejores amigas y sus mensajes llenos de preocupación. La idea de llamarlas una por una, de escuchar sus voces, de tener que mentir o, peor aún, de tener que contar una verdad que ni ella misma entendía, le pareció una tarea hercúlea.
Llamar a Daniela sería sumergirse en un mar de cariño y preguntas emocionales para el que no tenía fuerzas. Llamar a Valeria sería someterse a un interrogatorio preciso y sin anestesia que la dejaría exhausta.
No. Necesitaba una solución que fuera un bálsamo, no un bisturí.
Con una nueva resolución, abrió el chat que compartían las seis, el que tenía el nombre "Las Jefas". Sus dedos se movieron con rapidez sobre el teclado, escribiendo un mensaje que era a la vez una disculpa, una tranquilización y, sobre todo, una barrera.
Isabel: Chicas, perdón por lo de anoche. Tuve un día muy complicado y necesitaba irme. Estoy bien. Hablamos luego.
Pulsó "enviar" y sintió cómo una parte de la presión en su pecho se aliviaba. Era una solución temporal, lo sabía, pero por ahora era suficiente.
Las respuestas no tardaron en llegar, cada una un reflejo perfecto de la personalidad de su autora.
Daniela: Ay mi Isa! No te preocupes! Lo importante es que estés bien. Te queremos! Llámanos cuando puedas ❤️❤️❤️
Carolina: Nos tenías con el Jesús en la boca! Pero ok, te perdonamos si nos cuentas el chisme completo después 😉
Valeria: Ok. Llámame.
El alivio que sintió Isabel al ver las respuestas comprensivas de sus amigas fue inmediato, pero efímero. Había puesto una tirita sobre una herida, pero sabía que la herida seguía ahí.
Sin embargo, había ganado algo precioso: un respiro.
Y en ese respiro, solo había un pensamiento, un nombre. Jared.
Isabel se levantó del sofá y caminó hacia el gran ventanal de su salón, que daba a una calle tranquila y arbolada. El sol de la mañana entraba a raudales, dibujando rectángulos de luz sobre el suelo de madera. Afuera, el mundo seguía su ritmo de domingo: gente paseando al perro, parejas camino de un brunch. Un mundo normal que contrastaba violentamente con el caos que había sentido la noche anterior.
Cogió su teléfono de la mesa de centro, el pulgar rozando la pantalla fría. Abrió su conversación con él. Releyó su último mensaje, enviado desde la fiesta: El alto consejo está en un receso... muy ruidoso. Pero tu mensaje ha sido recibido y apreciado :) Te escribo en cuanto logre escapar. Prometido.
Había escapado. Pero, ¿cómo continuar la conversación? Una parte de ella, la parte adulta y sensata, le sugirió una respuesta simple y formal. "Hola, disculpa la tardanza. Tuve que irme de un compromiso". Sería lo correcto, lo maduro. Pero se sintió frío, distante. Se sintió como traicionar el idioma secreto que habían empezado a construir, un idioma hecho de ingenio, de juegos y de una complicidad chispeante. Ese idioma era un refugio, y en ese momento, necesitaba un refugio más que nunca.
Decidió no ser la empresaria sensata. Decidió ser la mujer que sonreía al leer los mensajes de un hombre que había conocido de la forma más absurda posible. Con una nueva determinación, sus dedos volaron sobre el teclado.
Isabel: Escape completado. El monstruo del pantano está a salvo en su cueva. Gracias por la asistencia remota ;)
Pulsó "enviar" y sintió un conocido nudo de vulnerabilidad en el estómago. ¿Y si él no respondía? ¿Y si su juego sonaba infantil a la luz del día? Contuvo la respiración. No tuvo que esperar mucho. Su teléfono vibró casi al instante.
Jared: Misión cumplida, entonces. El equipo de extracción se alegra de que el activo esté a salvo. ¿El monstruo del pantano requiere suministros? (Café, croissants, etc.)
Isabel soltó una carcajada, un sonido de pura y genuina alegría que llenó el silencio de su apartamento. Se llevó una mano a la boca, sorprendida por su propia reacción. La tensión acumulada en sus hombros desde la noche anterior pareció disiparse con esa simple frase. Él no solo seguía el juego, lo elevaba. Se sintió ligera, divertida.
Isabel: El activo agradece la preocupación del equipo de extracción. Los suministros de cafeína siempre son bienvenidos para la recuperación post-misión.
La respuesta de él llegó de nuevo, inmediata y directa, haciendo que su corazón diera un vuelco.
Jared: Lo digo en serio. Dime una dirección. Te llevo el mejor capuchino de la ciudad.
La oferta era una línea directa tendida sobre el caos de su fin de semana. La imagen de él, apareciendo en la puerta de su casa, era a la vez un sueño y una alarma de pánico. Su casa era su santuario, el único lugar donde su armadura podía descansar. Era demasiado pronto para dejarlo entrar. Demasiado íntimo. Con una sonrisa pícara, decidió aceptar la oferta, pero desviando el aterrizaje.
Isabel: Una oferta muy generosa del equipo de extracción. Pero la cueva del monstruo es 'top secret' por ahora. Propongo un punto de encuentro neutral para la entrega de los suministros.
Esperó su respuesta, preguntándose si él interpretaría su evasiva como una falta de interés. Pero su réplica demostró que entendía perfectamente.
Jared: Entendido. La seguridad del activo es la máxima prioridad. El agente de campo acatará las órdenes. Indique las coordenadas del punto de encuentro.
Ella rio de nuevo, sintiéndose ingeniosa y en control. Pensó en un lugar. Un sitio público, pero con encanto. Un lugar que fuera neutral.
Isabel: Parque de la Costa, junto al carrusel antiguo. En 30 minutos. El monstruo estará esperando su capuchino. No tardes ;)
Jared: En camino.
Y así, de la nada, tenía un plan. Una cita. La Isabel del sábado por la noche, huidiza y asustada, se había evaporado, reemplazada por la Isabel del domingo por la mañana: una mujer con una cita espontánea para tomar un café con un hombre que la hacía reír.