Isabel sentía el sabor de la victoria en el aire, o quizás era solo el ozono que anunciaba la tormenta sobre la ciudad. Daba igual. Mientras sus tacones repiqueteaban con una seguridad aplastante sobre la acera del bulevar principal, el maletín de cuero en su mano pesaba lo justo: el peso de un contrato cerrado, de una batalla ganada. La reunión había sido un baile de cifras y egos, y ella, como siempre, había dirigido la coreografía. Una sonrisa discreta, casi un secreto para sí misma, se dibujó en sus labios. Cuarenta años. Divorciada desde hacía siete. Dueña de su vida. Joder, se sentía bien.Levantó la vista hacia el cielo. Las nubes, antes blancas e inofensivas, se habían teñido de un gris violáceo, denso y amenazante. La energía de la metrópoli pareció contener la respiración por un segundo, esperando el inminente diluvio. La primera gota, gruesa y tibia, le golpeó la frente como una advertencia. Aceleró el paso, calculando la distancia hasta el aparcamiento. Tenía el control. S
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