La Luz del Sábado

Isabel se despertó por un rayo de sol que se colaba impertinente por un resquicio de la persiana. La luz era limpia y clara, la antítesis del cielo gris y plomizo del día anterior. Se estiró, sintiendo el cuerpo pesado por haber dormido poco y mal, pero la mente extrañamente eléctrica. Durante toda la noche, un nombre había sido el protagonista de sus sueños intermitentes: Jared.

Se giró y su mirada fue directamente a la mesita de noche, donde su teléfono reposaba en silencio. Una parte de ella, la parte lógica y cínica, le decía que no esperara nada. Fue un encuentro fortuito, una anécdota divertida. Él no escribiría. Otra parte, una parte que no había sentido en mucho tiempo, vibraba con una nerviosa anticipación.

Se levantó, se preparó un capuchino sin azúcar y se sentó en el sofá de su impoluto salón, con el teléfono sobre la mesa de centro, como si fuera un artefacto alienígena. Lo miraba de reojo, debatiéndose entre el deseo y el miedo. Justo cuando su parte lógica estaba a punto de ganar la batalla, sentenciando que todo había sido una fantasía, el teléfono vibró sobre la madera, emitiendo un zumbido que le dio un vuelco al corazón.

En la pantalla, un número desconocido y un avance del mensaje.

Jared: Buenos días, Isabel. Soy Jared, tu verdugo de la acera de ayer.

Isabel soltó una risita nerviosa. Su pulgar tembló ligeramente al desbloquear el teléfono para leer el resto. Un segundo mensaje apareció inmediatamente después.

Jared: Espero que el monstruo del pantano haya descansado mejor que su creador. Honestamente, creo que la culpa no me dejó dormir. Necesito saber que la tintorería obrará un milagro para que mi conciencia pueda estar tranquila. ¿Me concedes la oportunidad de redimirme?

Isabel leyó el mensaje dos, tres veces. El calor subió por su cuello hasta sus mejillas. Era perfecto. Era ingenioso, era encantador, era vulnerable y era un flirteo descarado envuelto en una disculpa práctica. Le encantó. Se recostó en el sofá, con una sonrisa amplia y genuina dibujada en el rostro por primera vez en toda la mañana. El juego había comenzado. Decidió jugar.

Tras meditarlo un par de minutos, tecleó una respuesta que mantuviera el equilibrio, que fuera inteligente y que no revelara la taquicardia que le había provocado su mensaje.

Isabel: Buenos días, verdugo. El monstruo del pantano informa que sobrevivió a la noche, aunque la blusa sigue en estado crítico. Tu solicitud de redención está siendo evaluada por el alto consejo. Te mantendré informado del veredicto.

Pulsó "enviar" antes de poder arrepentirse.

Isabel dejó el teléfono sobre el cojín del sofá, con el corazón latiéndole un poco más rápido de lo normal. La respuesta de él no tardó ni dos minutos en llegar. Su teléfono vibró de nuevo, y ella se inclinó para leerlo con una expectación que la sorprendió a sí misma.

Jared: Entendido. Aprecio la seriedad con la que el alto consejo se está tomando mi caso. Mientras deliberan, este humilde pecador quisiera presentar una ofrenda de paz para acelerar el proceso.

Isabel sonrió. Este hombre era rápido, ingenioso. Un segundo mensaje apareció.

Jared: Un brunch compensatorio, por ejemplo. Mañana. Para discutir los términos de mi rendición en persona... y para asegurarme de que el monstruo del pantano está siendo bien alimentado.

Ahí estaba. La invitación. Clara, directa, pero envuelta en las capas de su broma privada, lo que la hacía sentir especial, íntima. No era una cita cualquiera; era la continuación de su historia. Isabel sintió un torbellino de emociones: el vértigo de la velocidad, el placer de sentirse deseada y una pizca de miedo. Era rápido. Quizás demasiado. Pero el recuerdo de la conexión en la cafetería barrió cualquier duda. Quería arriesgarse. Quería volver a ver esa sonrisa culpable.

Con una audacia que nacía de esa nueva y caótica energía, tecleó su respuesta.

Isabel: El alto consejo ha hecho una pausa, intrigado por tu ofrenda. La propuesta de brunch ha sido aceptada como señal de buena fe. Mañana. ¿Dónde se presentará el acusado para su juicio... digo, para el brunch?

Pulsó enviar y sintió una descarga de adrenalina. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. La respuesta de él fue casi instantánea.

Jared: Juez, jurado y verdugo... digo, Isabel. ¿Te parece bien "Mikaela's" en Casco Viejo a las 11 a.m.? O el alto consejo tiene alguna objeción?

Isabel: El consejo aprueba la moción. Sin objeciones. Allí estaré.

Jared: Perfecto. Prometo no llevar la camioneta.

Isabel se rio en voz alta, sola en su salón. La cita estaba cerrada. Mañana. Domingo a las 11. De repente, su fin de semana, que se antojaba tranquilo y rutinario, se había convertido en un campo de posibilidades infinitas.

El resto de la tarde del sábado, Isabel flotó en una nube de anticipación. La sonrisa no se le borraba del rostro. Abrió su armario y miró la ropa con otros ojos, no con la mirada práctica de la mujer de negocios, sino con la de una mujer que tiene una cita que le provoca un cosquilleo. Se probó un vestido, luego unos vaqueros con una blusa elegante. Todo parecía nuevo, lleno de potencial. Estaba completamente sumergida en la burbuja de Jared, un mundo privado de mensajes ingeniosos y la promesa de un brunch al día siguiente.

Fue entonces, mientras sostenía un vestido de lino color marfil frente al espejo, cuando su teléfono sonó. No era un mensaje, era una llamada. En la pantalla brillaba el nombre "Daniela" y el corazón de Isabel dio un vuelco, pero esta vez no de emoción, sino de un afecto familiar. Daniela era su amiga 5, la soñadora, la que se casó con Ricardo, el mejor amigo de Alexis.

—¡Isa, mi amor! —la saludó la voz cantarina de Daniela—. No te me pierdas, mujer. Oye, te llamo por algo rápido. Ricardo quiere hacer una barbacoa improvisada aquí en la casa el próximo sábado, algo súper casual en la terraza, ya sabes cómo es él. Obviamente tienes que venir.

Isabel sonrió. —Claro, Dani, suena…

Pero Daniela la interrumpió, con el entusiasmo desbordado que la caracterizaba.

—¡Va a estar genial! Además, Alexis ya me confirmó que viene, así que será como en los viejos tiempos. ¿Te apunto?

La burbuja se pinchó.

El nombre de Alexis, dicho con tanta naturalidad, con tanta normalidad, fue como una piedra cayendo en el agua tranquila de su ensoñación. De repente, la imagen de Jared esperando en un restaurante se volvió borrosa, y fue reemplazada por la imagen de Alexis riendo en la terraza de Daniela, el sol dándole en el pelo, con la comodidad de quien está entre su gente. Entre su gente.

—Ah —logró decir Isabel, carraspeando para disimular su repentina incomodidad—. Suena genial, Dani. Déjame revisar un par de cosas en la agenda y te confirmo, ¿vale?

—¡Dale, pero no tardes! Un beso.

Isabel colgó y se quedó mirando el vestido de lino en sus manos. Ya no parecía una promesa, sino una mentira. Se sentó en el borde de la cama, el peso de su vida real cayéndole encima.

Y entonces llegó. Una punzada, no de dolor, sino de una nostalgia tan dulce que casi dolía. Pensó en Alexis. En la paz. En la facilidad de estar con él, en el silencio cómodo, en la forma en que su mano encajaba en la suya. Alexis había sido su puerto seguro después de la tormenta de su divorcio. Con él, había vuelto a aprender a flotar.

Luego, pensó en Jared. Y la palabra que le vino a la mente fue vértigo. Jared no era la paz, era una descarga eléctrica. No era un puerto seguro, era el mar abierto, excitante y aterrador. La conversación con él no era cómoda, era un desafío, un chispazo constante.

Sintió una punzada de culpa. ¿Estaba traicionando la serenidad que tanto le había costado construir? ¿Estaba siendo injusta con el recuerdo de un hombre bueno como Alexis, lanzándose a los brazos de un desconocido que le ponía el mundo patas arriba? Por un momento, deseó poder volver a la seguridad, a la predecibilidad de su vida antes del chapuzón.

Pero entonces se levantó, colgó el vestido de lino de vuelta en el armario y respiró hondo. Había pasado demasiado tiempo en el puerto. Quizás ya era hora de volver a navegar.

El domingo amaneció soleado, una burla brillante a la tormenta que había puesto su mundo del revés cuarenta y ocho horas antes. Isabel se despertó sintiendo un nudo en el estómago que era una mezcla de todo a la vez: los nervios de una adolescente, la emoción de una posibilidad nueva y la férrea determinación de la mujer en la que se había convertido. No iba a echarse atrás.

Frente a su armario, descartó el vestido de lino marfil que le traía el recuerdo de la llamada de Daniela. Descartó cualquier cosa demasiado atrevida o que pareciera que se había esforzado demasiado. Desde su divorcio, su imagen era su armadura y su declaración de principios: control, elegancia, calidad. La ropa no la usaba para esconderse, sino para presentarse al mundo en sus propios términos.

Su elección final fue segura, pero infalible. Unos pantalones anchos de talle alto, de un lino color arena que caía con una fluidez exquisita. Lo combinó con un sencillo top de tirantes de seda en un tono verde olivo que resaltaba el rubio de su cabello. Sandalias planas de cuero, un par de pulseras doradas y su bolso de siempre. Era un atuendo que decía: "Estoy cómoda conmigo misma, no necesito adornos". Era exactamente el mensaje que quería enviar.

De camino a Mikaela's, en el corazón del Casco Viejo, sintió cómo el pulso se le aceleraba. Las calles empedradas y los balcones coloniales llenos de flores parecían un escenario demasiado romántico para lo nerviosa que se sentía. Se detuvo un instante antes de llegar a la puerta del restaurante, respiró hondo y se recompuso. "Solo es un brunch, Isabel".

Pero supo que no era solo un brunch en el momento en que entró y lo vio.

Él ya estaba allí, sentado en una mesa para dos junto a un ventanal. Tenía la vista perdida en la calle, y ella notó un ligero repiqueteo de sus dedos sobre la mesa, un pequeño gesto que delataba su ansiedad. Entonces, como si sintiera su presencia, él levantó la vista.

Y sus miradas se cruzaron.

El repiqueteo de sus dedos se detuvo. La expresión de su rostro cambió por completo, pasando de la espera ansiosa a un asombro sincero. Sus ojos se iluminaron con una mezcla de alivio, de emoción y de una admiración tan directa que a Isabel se le cortó la respiración. Él no intentó disimularlo. Estaba impresionado por verla, y se le notaba.

Isabel caminó hacia la mesa, sintiendo que flotaba. Él se puso en pie al instante. A medida que se acercaba, el aroma de él la invadió de nuevo, ese perfume a pino y a hombre limpio que ya se había grabado en su memoria.

—Isabel —dijo él, su voz un poco más ronca que como la recordaba—. Estás... guapísima.

Ella había preparado una respuesta ingeniosa en el coche, algo para seguir con su juego. Pero las palabras se le atascaron en la garganta. La intensidad de su mirada, la sinceridad de su cumplido y la cercanía de su aroma se combinaron en una ofensiva que derribó todas sus defensas. Sintió cómo la sangre le subía a las mejillas, un sonrojo inconfundible y traicionero.

Jared lo vio. Vio el rubor que la delataba y una sonrisa increíblemente tierna suavizó sus labios. Pero no dijo nada. En un gesto de pura elegancia, en lugar de exponerla, simplemente le retiró la silla.

—Por favor —dijo suavemente, invitándola a sentarse.

Ese pequeño acto de caballerosidad, esa forma de proteger su vulnerabilidad, la conmovió más que cualquier cumplido.

Isabel colocó su bolso a un lado y juntó las manos sobre la mesa, sintiendo la madera fresca bajo sus dedos. Lo miró directamente, una chispa de travesura bailando en sus ojos para enmascarar los nervios que aún sentía.

—Veo que el acusado se ha presentado puntualmente a su juicio... —comenzó, su voz con un tono deliberadamente solemne que no pudo ocultar del todo su sonrisa. Hizo una pausa, y su expresión se suavizó, pasando del juego a una genuina curiosidad—. Y, dime, ¿dormiste mejor anoche?

Jared soltó una carcajada, un sonido cálido y abierto que pareció llenar el espacio entre ellos. Se recostó en su silla, relajado, como si la pregunta de ella fuera exactamente la que esperaba.

—Jamás me atrevería a hacer esperar al alto consejo —respondió él, siguiéndole el juego a la perfección—. Mi libertad condicional depende de ello.

Su sonrisa se atenuó, convirtiéndose en algo más íntimo, más sincero, al responder a la segunda parte de la pregunta.

—Y sí —añadió, su mirada fija en la de ella—. Dormí mucho mejor, gracias por preguntar. Saber que el veredicto estaba pendiente me dio algo en qué pensar... además de en mi crimen.

La implicación en su frase era tan clara como el sol que entraba por la ventana. No solo había pensado en la situación, había pensado en ella. El sonrojo amenazó con volver, pero Isabel logró mantenerlo a raya esta vez. Sintió cómo la última coraza de tensión se derretía. Estaba bien. Estaba exactamente donde tenía que estar.

—Me alegra oír eso —respondió ella con sinceridad—. No quisiera tener tu insomnio en mi conciencia, además de la tintorería.

El camarero llegó en ese momento, ofreciéndoles la carta de bebidas.

—Un capuchino, por favor. Sin azúcar —pidió Isabel.

—Un café negro, solo —dijo Jared, sin siquiera mirarlo, sus ojos aún fijos en ella.

El camarero se retiró, y la pequeña coincidencia de sus cafés sin azúcar flotó entre ellos como un secreto más, una pequeña prueba más de su extraña y repentina sincronía.

Una vez que sus cafés estuvieron servidos, la conversación comenzó a fluir con una facilidad que desmentía el hecho de que eran casi dos extraños. Guiados por la pregunta de Isabel, empezaron por el terreno que ambos dominaban: el profesional.

—Así que una agencia de marketing digital —dijo Jared, apoyando los codos en la mesa, su interés era palpable—. Háblame de ella. ¿Cómo empezaste?

Isabel, que podía hablar de su empresa con una confianza inquebrantable, se encontró contándole no solo sus éxitos, sino también los inicios. Las noches en vela alimentadas por café y pánico, la emoción de conseguir su primer cliente importante, la locura de contratar a su primer empleado. Le habló de Samanta, su socia y amiga, y de cómo construyeron su pequeño imperio a través de una pantalla, separadas por la distancia pero unidas por la misma ambición. Jared escuchaba, no solo asentía. Hacía preguntas inteligentes, preguntas que demostraban que él entendía el sacrificio, la soledad del líder, el vértigo de apostarlo todo a una idea.

Luego, le tocó a él. Le contó sobre su empresa de logística, de cómo empezó con una sola furgoneta y una deuda enorme, y de cómo la convirtió en una operación impecable. Mientras hablaban, se dieron cuenta de la simetría de sus historias: ambos habían canalizado el caos de sus vidas rotas siete años atrás en la construcción de algo propio, algo que nadie pudiera arrebatarles. Su éxito no era solo profesional, era una forma de supervivencia.

Cuando la comida llegó, la conversación derivó naturalmente hacia sus vidas fuera de las oficinas.

—Y cuando no eres el rey de la logística —preguntó Isabel, mientras probaba su plato—, ¿qué haces para escapar de tu reino?

—Intento dominar un par de reinos más pequeños —dijo él con una sonrisa—. Una cancha de tenis y un campo de golf. Me ayudan a despejar la cabeza. ¿Y tú? ¿Cuál es tu vía de escape?

—La mía es más tranquila. Me puedo perder horas en una librería o en un buen libro. Y no te voy a mentir, una tarde de peluquería o encontrando el bolso perfecto también cuenta como terapia intensiva para mí.

Jared se rio. —Lo entiendo. Cada uno tiene sus batallas. Y sus armaduras.

La palabra "armadura" quedó flotando entre ellos, cargada de significado. El brunch se alargaba, y la conversación se sentía cada vez más segura, más íntima. Fue entonces cuando Isabel, sintiendo la necesidad de ir un poco más allá de la superficie, le hizo la pregunta.

—Jared, ¿qué es lo que más te enorgullece en tu vida? Y no me refiero a la empresa. Me refiero a ti.

Él se tomó un momento, su expresión se tornó seria, reflexiva. Su respuesta, cuando llegó, fue inesperada y la golpeó con una fuerza silenciosa.

—Estoy orgulloso del día en que aprendí a decir "no" —confesó, su voz era grave y segura—. Fue unos meses después del divorcio. Mi madre... ella es una mujer de carácter fuerte y siempre tuvo una visión muy clara de cómo debía ser mi vida, incluyendo mi matrimonio. Por mucho tiempo, yo seguí ese guion.

Hizo una pausa, y la vulnerabilidad en sus ojos era sobrecogedora.

—Ese día, por primera vez, le dije que no a uno de sus planes. Con calma, con respeto, pero con una firmeza que ni yo sabía que tenía. Fue la primera vez en mi vida que sentí que el volante estaba en mis manos. Que mi vida, con sus errores y sus aciertos, era realmente mía. Liberarme de la culpa de no cumplir las expectativas de otros... sí, creo que de eso estoy más orgulloso.

Isabel lo escuchaba, fascinada. No era solo la historia, era la honestidad con la que la contaba. No culpaba a su madre, no se victimizaba. Simplemente exponía su lucha por la autonomía. Vio ante ella a un hombre que había peleado una guerra silenciosa por ser él mismo, una guerra que ella conocía muy bien. Su admiración por él creció exponencialmente en ese instante.

Él tomó un sorbo de su café, dejando que la confesión se asentara en la mesa. Luego, con una suavidad que la envolvió, le devolvió la mirada y la pregunta.

—Ahora tú, Isabel.

La pregunta de Jared queda suspendida sobre la mesa, sincera y penetrante. Isabel baja la mirada por un instante, no por timidez, sino para buscar las palabras exactas. La respuesta no está en su currículum ni en su estado de cuenta. Está en un lugar mucho más profundo.

Finalmente, levanta la vista y lo mira, sus ojos claros y firmes.

—Estoy orgullosa de haber aprendido a estar sola... y a que me guste —dice con una calma que le costó años construir—. Después de mi divorcio, me di cuenta de que había pasado demasiado tiempo intentando ser la mujer que mi exmarido esperaba que fuera. Me perdí a mí misma en el proceso, me hice pequeña para caber en su mundo. Así que mi mayor logro no son los contratos ni la agencia... es haberme reconstruido desde dentro.

Hizo una pausa, y su voz se cargó con el peso de esa verdad ganada a pulso.

—Aprender a quererme. A respetar mis propias decisiones, mis gustos, mis silencios. Y, por primera vez en mi vida, a ponerme a mí misma en el primer lugar de mi lista. Sin sentir culpa por ello.

El silencio que siguió a su confesión fue diferente a todos los anteriores. Estaba lleno de un respeto reverencial. Jared la miraba, no como se mira a una mujer hermosa, sino como se contempla una obra de arte que se comprende en toda su complejidad.

—Eso... —dijo él finalmente, su voz apenas un murmullo—, es mucho más difícil que construir cualquier empresa. Liberarse de las expectativas de los demás es una batalla. Liberarse de las dudas que una tiene sobre sí misma... esa es la verdadera guerra.

Y en ese instante, Isabel supo que él la entendía. Realmente la entendía. No solo veía a la mujer exitosa y elegante sentada frente a él; veía a la guerrera que había luchado por llegar hasta ahí.

El resto del brunch transcurrió en una nube de conexión tranquila. La tensión se había ido, el coqueteo ingenioso se había transformado en una complicidad fácil. Cuando Jared insistió en pagar la cuenta —"Una penitencia nunca había sido tan agradable", dijo—, ella simplemente sonrió y se lo permitió.

Salieron del restaurante y volvieron a las calles bañadas por el sol del mediodía. El paseo hasta sus coches fue lento, sin ninguna prisa por separarse. En la despedida no hubo promesas ni planes forzados, no eran necesarios.

—Gracias por el juicio, digo... por el brunch —bromeó ella suavemente.

—Gracias a ti por concederme el indulto —respondió él, su mirada cálida—. Hablamos pronto, Isabel.

—Hablamos pronto, Jared.

Vio cómo se alejaba y se metió en su coche con una sensación de calma y certeza que la sorprendió. No era el vértigo caótico del día del chapuzón. Era algo más sólido. Era la sensación de haber sido vista.

El domingo llega a su fin, dejando a Isabel en un estado de emoción y claridad que no había sentido en años. La conexión con Jared es real, profunda y prometedora.

Pero la invitación a la barbacoa en casa de Daniela seguía ahí, en su teléfono, como un recordatorio de su otra vida. A pesar de esa nube en el horizonte, el lunes y el martes fueron para Isabel como vivir dentro de una burbuja dorada. La conexión con Jared no se desvaneció; al contrario, se solidificó a través de un intercambio constante y adictivo de mensajes. Empezaron con un simple "Buenos días" y evolucionaron hacia compartir observaciones ingeniosas de su día a día, fotos de sus cafés, y comentarios sarcásticos sobre sus respectivas reuniones. Eran pequeños destellos de intimidad digital que mantenían viva la llama del domingo. Isabel se descubrió sonriendo sola en su oficina, estaba feliz. La invitación de Daniela y la figura de Alexis eran un pensamiento lejano, una nube en un horizonte por lo demás despejado, una tarea en su lista mental que decidía, conscientemente, ignorar.

La primera fisura en la burbuja apareció el miércoles por la tarde.

Un nuevo mensaje de Daniela.

Daniela: Isa, ¡hola! Oye, solo para confirmar lo de la barbacoa del sábado. Necesito saber más o menos cuántos somos para la comida. ¡Di que sí! Besos.

Isabel leyó el mensaje y sintió una punzada de ansiedad. La nube lejana estaba ahora directamente sobre su cabeza. Abrió la conversación, tecleó "¡Hola! Claro, cuenta con..." y lo borró. Luego escribió "Dani, me temo que no podré..." y también lo borró. Cualquier respuesta parecía una mentira o una traición. ¿Traición a quién? Ni ella misma lo sabía. Cerró el chat sin responder, y la burbuja dorada se sintió de repente un poco más pequeña, un poco más frágil.

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