Denise, una exitosa empresaria de 25 años, dueña de una de las cosmetiqueras naturales más famosas de su país; contrata un hombre con el que tienen 10 años de diferencia para que sea su secretario. Pero las intenciones de este señor no son profesionalmente puras. Ha sido contratado por un tercer jugador que desea el secreto de su éxito. En un entramado de misterio ; suspenso y engaño; mientras ella le hace a él su tarea de infiltrado casi imposible ,este dúo empezará a compenetrarse. Traidores , falsos socios y amenazas convergeran en esta historia. ¿Cederá el corazón de él a los encantos de la chica o se mantendrá firme en su papel de doble agente? ¿ Conseguirá lo que ha ido a buscar? ¿Será capaz de traicionarla o ella lo descubrirá a tiempo? ¿ Sería capaz de perdonarlo?
Leer másRichard esperaba en la acera cuando un grito helador rompió el silencio. Sin pensarlo, saltó las escaleras de tres en tres, dejando el ascensor atrás. Al llegar, encontró a Denise pálida, sentada en el suelo frente al cadáver putrefacto de un ave de rapiña. Saltó sobre el animal y la ayudó a levantarse, casi arrastrándola hasta el sofá mientras buscaba algo donde meter el cuerpo.—¿Qué demonios fue eso? —preguntó después de lavarse las manos.—Prepárame un té —ordenó ella con voz temblorosa. Él obedeció, usando la cafetera eléctrica y sirviendo la infusión en una ridícula taza de unicornios. Mientras se lo entregaba, notó sus ojeras profundas y el apartamento minimalista: la cama deshecha visible tras una puerta, lo que parecía un estudio cerrado a la izquierda. Seguro ahí guardaba sus secretos industriales.—Puedes quedarte callada o decirme qué pasa —sugirió.Sin responder, ella abrió su laptop y le mostró un correo:*"Estimada Srta. Lavender:**Le pedimos reconsiderar el lanzamien
**Flashback**El joven la vio bajar del auto y comenzó a seguirla. Ella notó su presencia y apuró el paso, pero él hizo lo mismo. Al doblar la esquina, una zancadilla bien colocada lo hizo rodar por el suelo. Denise se colocó sobre él, presionando un taser contra su cuello.—¡Diablos, Denise! ¿Era necesario? —protestó, frotándose las rodillas lastimadas.—¡Idiota! Eres más que idiota —se levantó, tentada a electrocutarlo para ver si así se le acomodaban las neuronas—. ¿Qué haces siguiéndome?—Quiero hablar contigo —dijo, levantándose y siguiéndola.—¿Qué parte de "no quiero verte ni en pintura" no entendiste? ¿Era el estilo abstracto o el realista? —introdujo la llave en el portón con manos temblorosas. Él impidió que cerrara, metiendo el pie a tiempo.—¿Vas a tirar tres años de relación así? —sus palabras la hicieron detenerse. La rabia comenzó a hervir en sus venas.—¿Yo? ¿Yo soy la culpable? —levantó un dedo acusador—. ¿Ahora debo perdonar que seas un imbécil egocéntrico, mujeriego
Richard revisaba documentos en el escritorio cuando notó una dirección recurrente en varias facturas de envío a un laboratorio. Un golpe en la puerta lo sobresaltó. ¿Denise? No, ella habría entrado sin anunciarse. Rápidamente fotografió los papeles y los guardó antes de abrir.Una mujer cincuentona lo escrutó con mirada calculadora.—Tú no eres mi hija —afirmó obviamente.—Soy su asistente —respondió, analizando qué partes de su anatomía eran naturales y cuánto era quirúrgico.—¿No eres muy mayor para ese puesto? —preguntó petulante, apropiándose del espacio—. Eres guapo. ¿Te acuestas con mi hija?—¡No! —replicó con un gesto de asco.—Hmm —resopló, aceptando su respuesta—. ¿Dónde está mi hija?—Desayunando con la señorita Kai.—¿Con Carolina? —él asintió—. Dile que estoy en el hotel de siempre y que espero cenar con ella —hizo ademán de irse—. Puedes venir tú también —hizo una pausa dramática— con tu hijo.—Si tuviera hijos, no tendrían tan mal gusto —murmuró con desdén al cerrar la p
El hombre recorría su apartamento con una toalla en la cintura y el teléfono en la mano. Un vaso de whisky lo esperaba en la isla de la cocina mientras buscaba hielo.—La odio, físicamente la odio. Por poco me da un infarto —se desahogaba.—Tranquilo, amor. Pero esto nos da información valiosa —respondió la voz calculadora al otro lado.—¿Y qué harás? ¿Recorrer la selva peruana? ¿Sabes cuántas especies hay allí? —Dio un trago y se dejó caer en el sillón—. ¿Cuándo regresas? —intentó cambiar de tema.—En unas semanas, si todo sale bien. Me preocupa distraerte.—Sabes que lo harás —revolvió el hielo con el dedo—. Distráeme un poco, me lo merezco después de casi necesitar marcapasos.—Cierra los ojos —pidió ella, y su voz se filtró en su mente—. Imagina que estoy frente a ti.—Espera —se colocó el manos libres—. Ahora sí. ¿Qué llevas puesto? —cerró los ojos, visualizando su cuerpo maduro, curvas pronunciadas, caderas anchas y pechos exuberantes.—Estoy con esa lencería roja que tanto te g
Las primeras luces del alba aún no asomaban cuando el auto de Andersen estacionó en la pista del aeropuerto. Denise lo esperaba impaciente, mirando su reloj con frecuencia. Su atuendo informal -pantalones de mezclilla y camisa holgada- contrastaba con el traje impecable de él.—Llegas tarde —protestó, avanzando hacia él.—Mis disculpas. El cambio de planes me tomó por sorpresa —respondió, disimulando su disgusto por madrugar tres horas antes de lo acordado.—Vámonos —ordenó, dirigiéndose al jet privado.Dentro del avión, se sentaron frente a frente en los amplios asientos de vinilo blanco, separados por una mesa. Él carraspeó antes de hablar:—¿A dónde vamos?—¿Olvidé decírtelo? —preguntó, tomando el jugo que le ofrecía la azafata—. Vamos a ver unos proveedores. ¿Quieres uno? —señaló el vaso—. Tiene un sedante fuerte. Son ocho horas de vuelo, querrás dormir.—¿Ocho horas? ¿A dónde diablos vamos? —exclamó, sintiendo que lo secuestraban a algún lugar remoto.Ella hizo una seña a la azaf
—Siguiente —dice la voz femenina tras el escritorio, sin levantar la vista de los papeles. Traza una cruz roja en la esquina del último currículum y saca el siguiente de la carpeta.Él entra al escuchar su llamado y echa un vistazo alrededor. Las paredes grises están decoradas con cuadros en blanco y negro de Marilyn Monroe, dando al lugar un aire moderno. Con paso seguro, avanza hacia las sillas frente a la joven, aparta una y se sienta. El hombre, de cabello castaño, se ajusta la camisa del traje—que se ajusta a su figura atlética—y apoya las manos sobre las piernas con un gesto que delata cierta arrogancia.—Buenos días, señor Anderson —saluda ella, pronunciando su apellido con dificultad mientras sus ojos verdes se clavan en los suyos, negros y profundos.—Richard Andersen —corrige él, deslizando la mirada hacia el organizador con forma de panda sobre el escritorio.—Ah, señor Andersen. Impresionante currículum —reconoce, jugueteando con un rizo café que cae sobre su blusa rosa pa
Último capítulo