El aire fresco de la noche los golpeó al salir del Club de Yates. El aparcacoches, con una expresión de asombro y una profesionalidad a prueba de bombas, ya les tenía preparada la camioneta. El corto trayecto hasta la casa de Isabel transcurrió en un silencio absoluto. No era un silencio tenso, sino uno de agotamiento, de adrenalina que se disipaba, de dos soldados volviendo del frente después de haber ganado la guerra.
Dentro del santuario de Isabel, la calma los envolvió. Ella se quitó los tacones con un suspiro, el sonido de sus pies descalzos sobre la madera un pequeño acto de rendición. Él se aflojó el nudo de la pajarita, deshaciendo el último vestigio de su armadura social. No necesitaron hablar. Se sirvieron dos whiskys y se sentaron en el sofá, simplemente respirando, procesando la magnitud de la batalla que acababan de ganar, no solo contra Eleonora, sino contra todos los fantasmas que los habían perseguido.
Una hora más tarde, el teléfono de Isabel vibró sobre la mesa. Era