El Parque de la Costa estaba semidesierto en la quietud de la mañana del domingo. Un par de corredores madrugadores trotaban por el sendero que bordeaba el mar, y una pareja de ancianos compartía un banco, pero por lo demás, el parque pertenecía al sonido de las olas y al olor salado que traía la brisa.
Isabel llegó primero. Se apoyó en la barandilla de hierro forjado junto al carrusel antiguo, una reliquia de otra época con sus caballos de madera de pintura desvaída. Se sentía extrañamente en calma. El pánico del día anterior se había disipado, reemplazado por una nerviosa y excitante anticipación. Se sentía un poco imprudente, un poco adolescente, y la sensación le gustaba más de lo que se atrevía a admitir.
Entonces lo vio.
Venía caminando por el sendero, y el corazón de Isabel dio un pequeño salto. No llevaba el blazer impecable del viernes ni la camisa elegante del brunch. Vestía unos vaqueros y una sencilla camiseta gris que se ceñía a sus hombros, haciéndole parecer más joven,